Recuerdos de estudiante

Por Rosana Rivero Ricardo
Tomado del Blog Live in Cuba 

Cada inicio de curso revuelve las nostalgias y renueva los recuerdos. Ya pasaron mis “primer día de clases” antecedidos por la noche de insomnio en espera de lo desconocido cuando comienzas un nuevo nivel de enseñanza o del reencuentro con amigos y profesores. Quedó en el pasado el ¿tierno? calor del uniforme recién estrenado o el “de salir”, reservado para ocasiones especiales. Mas la memoria devuelve la etapa de estudiante, esa que, para muchos, es la mejor de la vida.

Mi plato fuerte son los días del preuniversitario, quizás por la comodidad que te ofrece una edad en que eres lo suficientemente grande para ser considerado “un fiñe” y lo suficientemente adolescente para evadir la supuesta madurez universitaria.

Es la época en que, a fuerza de uniforme, el azul se convierte en tu color favorito. Las chicas combinan tenis, mochilas, reloj, esmalte de uñas, adornos del pelo y hasta lo inconfesable. Ellos hacen pactos con las costureras para que la tira, aunque no “estira”, le quede lo más ajustada posible al cuerpo y defina la incipiente musculatura.

El toque pictórico está a cargo del monograma que identifica a los alumnos de la Vocacional. Quienes solían inutilizar los atributos de enseñanzas precedentes, se empeñan en llevar como medalla de rojo y contrastante distintivo, conseguido a fuera de estudio, repasadores y nervios de acero en las pruebas de ingreso.

La historia se complica cuando tus días de pre se amenizaron en la beca. La semana de adaptación es corta para acostumbrarte al nuevo horario de vida, la comida, la litera y las bromas y ronquidos de tus compañeros.

Un artículo periodístico que en su primera oración resumía que “la vida en la beca bien vale un misa” fue el antídoto para la nostalgia de estar lejos de casa. Sin embargo, al poco tiempo se disfruta el estar “fuera del área de cobertura” de tus padres, aunque la WIFI de los profes siempre estaba conectada para detectar cualquier indisciplina que premiaban con un “¡sin franco!”, el castigo más doloroso de la beca.

Ante esa “Santa Inquisición” sucumbieron quienes, atraídos por el juego Industriales-Holguín, traspasaron las fronteras de la escuela destino Estadio y en el camino hicieron botella en el mismo coche del Jefe de Internado. También los que consumaron su viaje, pero fueron capturados por la cámara en el lugar de los hechos y llegaron “en vivo y directo” al televisor del director de la unidad.

Las chicas tampoco fueron santas, sino bomberas. El noble oficio lo asumieron cuando les dio por lanzar globos con agua a todo el que pasara desprevenido por el pasillo aéreo. La diversión duró poco, pues uno de los heridos fue un profe que acudió de inmediato a la línea de combate. Al entrar al dormitorio todas yacían plácidamente en sus literas. Prendió la luz y reclamó a una de las muchachas quien evadió responsabilidades. Mas las evidencias decían lo contrario. El arsenal de proyectiles acuáticos estaba en un cubo donde se leía, en mayúsculas y a todo color, su nombre.

D:DCIM100DICAMDSCI0136.JPGAntes de aprender sobre reacciones endógenas y exógenas o las probabilidades matemáticas improbables de resolver, memorizamos y algunos aplicamos la fórmula: estudio, asistencia y disciplina.

Estudiar fue siempre la actividad principal. Mas bien vale una higiene mental, indispensable según el libro de Biología, con un cambio de labor. Estas actividades extradocentes ocupaban más espacio en los diarios que las declaraciones amorosas, recurrentes en esta etapa de la vida.

Los turnos de TSU (siglas de Trabajo Socialmente Útil) nos enseñaron a no tirar más cáscaras por las ventanas. Las horas de huerto nos mostraron cómo cultivar, regar, desyerbar, cosechar, lavar, cortar y hasta comer nuestros propios vegetales. Los semanales autoservicios nos ilustraron cómo servir con gusto a los demás, siempre y cuando no te tocara el disgusto de fregar en el primer lavadero de bandejas, sobre todo si el calamar era plato fuerte.

Las guardias quincenales en turnos de dos horas desde las diez hasta las seis de la madrugada, nos demostraron cuán importante es el sueño y nos dieron la posibilidad obligatoria de repasar los objetivos olvidados del examen del día siguiente. Las mensuales cuartelerías nos iluminaron en torno a cómo sacarle brillo al piso de un albergue para 60 personas con un solo cubo de agua. Por último, pero lo más importante de aquella época, las recreaciones de algunos miércoles, nos liberaban de los autoestudios hasta las 10 de la noche y nos permitían oxigenar neuronas con los espasmódicos y necesarios movimientos a ritmo de rock o reguetón.

Otra fuente inagotable de recuerdos son los profes que te acompañan durante los tres años del pre, a quienes al principio no toleras, pero a la vuelta de los años se tornan personajes tan pictóricos en la novela de tu vida como los de García Márquez en sus Cien Años de soledad. Ahí estaban el noble profe de Matemática aferrado a su tabaco, su emisora Radio Reloj para aprovechar los 45 minutos de su turno de clases, y su irreversible sordera que no le impedían explicarte los secretos de la geometría del espacio aunque no pudiera escuchar tus dudas.

También la recia profesora de Español quien, mucho antes de tu matrícula pensaba retirarse, y muchos años después de tu egreso se mantiene tiza y borrador en mano. A veces es mejor ni evocar al profe de Física que reservaba para sus exámenes ejercicios inconcebibles incluso para el coeficiente intelectual de Einstein y ni hablar de la profesora guía que te revisaba hasta el ombligo en busca de insuficiente limpieza.

Muchos recuerdos afloran este septiembre cuando miles de alumnos cambian la playa por los libros. Algunos van prestos al encuentro con el conocimiento. A otros el “dale mijo que te coge tarde” le interrumpió el sueño imperturbable por la alarma
. A mí no me queda más que camuflar la nostalgia por los días de estudiante en letras de molde.

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