Por Raúl Roa Kourí
Nací
en una ínsula. No se trata de un edificio de cinco pisos color
terracota, como aquellos característicos de la Roma imperial (los insulae)
desde donde arrojaban meados y otras porquerías a las estrechas y
oscuras calles de la “ciudad eterna” y sobre sus infelices transeúntes,
sino de una propia y vera isla: porción de tierra rodeada de agua por
todas partes, según mi cariñosa y sabia maestra de geografía en la
escuela primaria.
Pero
tampoco se trata de una Barataria cualquiera –que me perdone Sancho—
sino de “la tierra más fermosa que ojos humanos hayan visto”, según
dicen que exclamó al contemplarla el Gran Almirante genovés, Cristoforo
Colombo, venido a estas tierras al servicio de los muy católicos reyes
de España, Doña Isabel y Don Fernando, tras el desastre (para los moros)
de Granada, a donde fui una vez en pos de Federico.
Como
pasa con las islas, y más en el caso de los archipiélagos –el nuestro
está integrado por la isla de Cuba, la de La Juventud y numerosos
islotes y cayos al Norte y al Sur— sus tierras están abiertas al mundo: a
sus gentes, culturas, huracanes, vendavales, oleajes, penetraciones,
desembarcos, embarques, aterrizajes, despegues, tonadas de ida y vuelta,
desechos, derrames, y arribazones de pargos, langostas, manjúas,
extremeños, gallegos, asturianos, andaluces, catalanes y vascos, amén de
africanos, chinos, sirios, libaneses, judíos sefarditas y asquenazis,
curas católicos y maronitas, ortodoxos rusos y griegos, protestantes,
nobles brutos y hasta brutos nobles bípedos e implumes. Todo mezclado.
No
por casualidad tengo ancestros burgaleses, asturianos, libaneses y creo
que sefarditas. (Mi abuela María Luisa García era también Espinosa, lo
que me ha dado en soñar que podía ser pariente de Baruch, máxime
teniendo en cuenta el perfil judaico de mi padre que, cuidado, podía
confundirse asimismo con el de un califa espigado). Pero conozco a
muchos que, a la europea, agregan sangre carabalí, congoleña, mandinga,
cantonesa, coreana y hasta nipona. Mi fraterno Oscar es un risueño
yoruba de cara redonda y ademán parisino, con algún Oliva –peninsular
travieso que aclaró la tez de Ramona- brincándole por el torrente
circulatorio.
Cuba
fue, en los primeros siglos de colonización, más puente que asiento de
conquistadores. El oro y la plata de América, ubicados en otras tierras,
era el magneto que atraía a los aventureros de allende la mar, prestos a
sentar reales en nuevos virreinatos, someter a sus habitantes al
monarca español, y a darnos “religión y lengua” que, al decir de don
Enrique Diez-Canedo, “tenía tufillo” de “¡tráguenlas!”[1]
No
obstante, el hecho de que La Habana fuera puerto de concentración de
las flotas y, desde luego, el auge de las producciones y exportaciones
azucarera, tabacalera y cafetalera, el incremento en ese período de la
mano de obra esclava africana, junto con el contrabando filibustero en
villas como la de Trinidad durante los siglos XVII y XVIII, dieron a la
colonia nuevos bríos e inicio a una clase terrateniente criolla que,
desde los años ochocientos, envió a algunos de sus hijos a cultivarse en
la metrópoli e incluso en Francia, de donde nos llegaron, algo
tardíamente –como siempre a lo largo de la historia insular–, los
vientos renovadores del iluminismo y luego de la revolución francesa,
posterior a la de nuestros vecinos del Norte, de 1776.
Hubo,
sin duda, hombres preclaros, como los presbíteros José Agustín
Caballero y Félix Varela, que combatieron el ergotismo escolástico e
introdujeron una nueva manera de ver el mundo, a través también de las
disciplinas científicas, anticipándose Varela al pensamiento emancipador
que después enriquecieron los seguidores cubanos del ejemplo de Simón
Bolívar y demás próceres de nuestra América, entre los cuales hay que
mencionar a Carlos Manuel de Céspedes, Ignacio Agramonte Loynaz, y
Antonio Maceo, sin olvidar a eminentes personalidades precursoras que
pusieron también en el centro la justicia, como don José de la Luz y
Caballero. Fulgurante culminación de dicho pensamiento y de la Guerra
del 68 fue la pujante visión liberadora, socialmente avanzada, libre de
prejuicios, justiciera y antimperialista de José Martí quien, además,
proclamó para siempre que “patria es humanidad”.
Hubo,
además, otra raza de isleños: siempre fieles, los unos, al amo
colonial; con la mirada puesta en la anexión al coloso vecino, los
esclavistas; o con la ilusión de obtener libertades autonómicas de la
metrópoli y eludir, así, los rigores de la guerra emancipatoria, otros.
Los menos fueron, sin embargo, los imprescindibles, los que soñaron una
isla soberana e independiente de España y de los Estados Unidos, y
batallaron una centuria por coronar su sueño. Y hoy siguen combatiendo.
Durante
años se achacaron al cubano características negativas: los
colonialistas españoles nos consideraban una suerte de ciudadanos de
segunda, sin merecimientos suficientes para gozar de los derechos y
privilegios de los peninsulares, y nos esquilmaron vilmente durante
siglos. Para los imperialistas yanquis éramos flojos, informales, poco
tesoneros; gente del trópico, que solo produce miasmas, mosquitos,
bandidos y haraganes. Hay quien hizo toda una indagación “filosófica” de
lo que consideraba un rasgo negativo de nuestro carácter: el choteo,
sin percatarse de que se trataba de una reacción, por el contrario,
positiva, de burla y rechazo a las miserias que nos impusieron, primero
la colonia, y luego la condición de factoría yanqui. Hoy el choteo, la
broma, apunta hacia otros males de nuestra sociedad, y sigue siendo un
revulsivo necesario.
Cierto
que también hay “tipos de relajo”, gente que vive de las remesas de
familiares radicados fuera y no disparan un chícharo por el país;
burócratas que fingen hacer algo útil durante los horarios oficiales,
pero emplean su tiempo en discutir el último partido de béisbol, la
penúltima película del sábado, la hembra que ligaron el domingo, y los
zapatos deportivos que piensan mercar en la shopping, apenas les resulte el bísnes que tienen entre manos.
Y
otros vainas, algunos naturales de Hijuep –anexionistas a sueldo— que
se proclaman “disidentes” y asisten a reuniones en la Sección de
Intereses (después Embajada) yanqui, donde reciben instrucciones, radios
portátiles, acceso a Internet, coca-colas y saladitos, amén de vacilar las
transmisiones televisadas del inquilino de la Casa Blanca (siempre un
empleado –así sean los blancos del pasado, el pardo Obama o el
impresentable Trump– de las transnacionales y del complejo militar
industrial congresional) que les promete, invariablemente, un nuevo 20
de mayo neocolonial, lleno de botelleros, presidentes obsecuentes,
manengues, latifundistas, bicho ‘e buey, venturas, carratalás y
batisteros de nuevo cuño. Todo “made in USA”, que en Cuba ya no se usa.
Pero
la enorme mayoría de este pueblo está en pie, defiende lo suyo, porque
sabemos que ha habido –y subsisten– errores; que nuestra sociedad tiene
defectos, que los cambios se demoran, no obstante coincidir todos en su
necesidad, que se nos va el tiempo, y vivimos días cada vez más
difíciles y complejos, como el resto de la humanidad. Pero también
conocemos la dimensión extraordinaria de nuestros logros, las cosas que
somos capaces de hacer –y que haremos, sin duda– en beneficio de todos.
Tampoco
ignoramos el destino miserable que nos depararían los imperialistas si
llegaran a alzarse con la Isla nuevamente. Y por ello preferimos
practicar el pensamiento liberador y antiimperialista de José Martí. Nos
mueven al enfrentamiento al imperio, asimismo, el talento membrudo de
Antonio Maceo y Máximo Gómez, el ejemplo inmarcesible de Fidel en la
Sierra, en los combates de Girón y en “los días luminosos y tristes” de
la crisis de octubre.
Brava
ínsula, cuna de mis mayores, almendra pura en el sueño viril del
mambisado, te protegen la sangre y el espíritu de quienes no se
amilanaron, de los esclavos que rompieron su yugo, los apalencados y
cimarrones, de quienes fundaron en la guerra una nación de iguales y
rechazaron la ignominiosa “cuentecita”, las intervenciones, los
gobernantes peleles de ayer, el racismo y la discriminación de cualquier
tipo, los que hoy seguimos resistiendo, convenciendo y venciendo.
Isla indómita: ¡aquí no se rinde nadie!