Category: Crónica

Los días de más luces que de manchas

Muelle pesquero en Playa La Boca, Trinidad, Cuba

tomado del blog Fomento en Vivo

Todos estos tiempos poshucaranes me traen más luces que manchas, y claro, no sé cuántas noches de desvelo y lágrimas. En casa, Yenny vivió su “primer” ciclón con juegos y cuentos. Acogerla en mi hogar durante los días más aciagos de Irma en la isla me llevó a una certeza de mis memorias infantiles: la inocencia del niño que fuimos. Es la borrasca de una vida que algunos quieren desterrar y el contagio con un simulado modo de bromear hoy con el retorno de la electricidad al pueblo, cuando los linieros se despellejan pegados a los cables con la misma voluntad de rehacerse de una nación tras los daños del desastre.

De niña debo haber vivido muchas emergencias en casa pero solo recuerdo una con nitidez: el verano que fuimos evacuados en la playa La Boca, en Trinidad, junto a mi familia paterna. Corrían los años 70. Mi ropa azul de láster de pantalones campana eran mi tesoro y estábamos de vacaciones en nuestro balneario favorito. Todas las primas éramos aún niñas y los varones adolescentes. Trece primos hermanos más los tíos y tías y los abuelos Matías y Ana, los que nos enseñaron el amor a la caza y la pesca y a ese sureño pueblo costero, donde después Matías levantó sobre peñascos, la otra casona donde me gustaba tomar la zambumbia hecha por Ana y jugar dominó y machuca con los primos.
Recuerdo la noticia y el correcorre y mi mejor ropa se quedó atrás, nos llevaron a dormir por una noche a una escuela en la Villa de Trinidad, yo ni sé qué se quedó ni qué se fue con nosotros, creo que solo lo imprescindible, la comida. Salvarnos ante la inundación que se nos venía encima era lo primero. Tremenda sorpresa, naufragaron las vacaciones en un santiamén, antes que los barquitos del muelle. La Boca completa se mudó al aviso de alarma. Yo perdí la voz, solo mis ojos hablaban. Y mis manos ayudaban a cargar cosas para el viaje, pegada a mi pescador favorito, papi. Tenía menos de diez años, él estaba vivo y buscaba como la sonrisa siempre dentro de mi timidez habitual. Después con la edad descubrí que se puede sonreír con lágrimas dentro. Y así son las lecciones de estos días poshuracán Irma. Tan rápido fue todo en esa, mi única evacuación, que igual de fugaces quedaron mis registros mentales. Imagino que los viejos lo recuerden mejor. Las anécdotas de mi familia son históricas, la mayoría con una bis cómica. Esta vez la vida nos puso frente a un drama, salir pronto de la playa antes que las olas entraban a la casa de costado al malecón. En la isla o te salvas o te salvan, difícilmente quedas abandonado, excepto por elección de los suicidas.
Solo me marcaron tres imágenes, parece ya de por vida. El llanto de un niño de pocos meses en esa noche largaaaaa y medio insomne. Su madre, una esquizofrénica con retraso mental no atinaba a calmarlo y nosotros caritativos como toda la familia Romero, pendientes del chiquillo. Era el hijo más pequeño de la vendedora famosa de mamoncillos del pueblecito pesquero de La Boca. Nunca supe su nombre, para mí era la Caricolorá. Uno de mis tíos, sin perder tiempo dejó caer en mis memorias de ciclones ese sonido en el tiempo: “Denle una lata de leche condensada a ese muchacho”. Una de mis tías le dio alguna bebida dulce a la madre y todo se calmó hasta el amanecer en esa descolorida escuela de paredes arcillosas de las que solo recuerdo el duro piso y el montón calentito de gente asustada que armamos los primos para dormir. Y yo al lado de mi único, el ídolo entre todos los hombres, papi.
La otra imagen, la primera y mala impresión de entonces fue el regreso a la playa. La mirada a nuestra zona de retozos y baños soleados fue desoladora. Eran piedras sobre piedras. Parecía que habían vaciado varios camiones de áridos sobre la costa. Era el año en que la mayor crecida del Río en la desembocadura al mar se llevó el Bar y toda la arena. Parecía otro lugar. Era un pedregal sin árboles y ni sonrisas, ni barcos, solo quedaba pescar y secar todo lo mojado. El sol no asomaba ni dentro de nosotros, tan jodedores por naturaleza. La verdad que no sé de qué está hecha el alma de los pescadores. Debe ser de agua salada, arena y pescado. Son hombres con casa en una chalupa, un balcón en un muelle y las mejores vacaciones en las noches de salida de la flota. La naturaleza allí había borrado la obra humana original del pueblo, el bar, los kioskos, hasta el malecón estaba medio destruido por las olas y el arrastre de los arrecifes diente de perro cubrían la estrecha callecita de entrada al balneario. Ya no era el sitio más acogedor donde las familias fomentenses se reunían en otro espacio para compartir los chismes del pueblo, donde los pescadores contaban anécdotas al volver de sus noches con su esposa samaritana, la mar. La miseria y la humildad de los pescadores era signo de elegancia a mis ojos y aún lo es, y todo lo que atentara contra ellos hería nuestro orgullo de sentirnos nativos de La Boca.
El tercer recuerdo de mi primera evacuación llegó con el regreso a la playa. Los abuelos, tíos y primos pescaban todos los días pero el río revuelto, la mar crecida y el malecón desbordado motivó una pesca en abundancia para todos. Papi aun con su primera operación de corazón y limitaciones físicas no se quedó atrás. Y quién puede contra la voluntad de un cubano. Ahí sí había fanático a los entretenimientos de la familia. Yo nunca quería ver eso, solo de lejos. Temía tanto por la osadía de mi padre de sobrepasar la voluntad familiar. Cogió su hilo, arrancó pa allá y lo lanzó como todos, por suerte tío Chiche no lo dejaba solo. Tampoco la mirada sigilosa de abuelo y los demás. Y fue al único que le mordió el anzuelo un gran pez. No podía, dijo después que primero se dejaba llevar que soltar su presa. Tío Chiche lo sacó y fue un robalo que nos regaló la nueva Boca, la que tenían que volver a construir los pobres pescadores. Nos fuimos a Fomento unos días después y la playa nunca volvió a hacer igual. Nadie reconstruyó el bar, solo las sombrillas de guano en otro estilo, pero el malecón quedó allí, testigo de nuestros paseos de familia, de mis pocas vacaciones con mi papá. Luis tuvo la vida que Dios le permitió hasta los 33 años y la que la familia le dejó tener por su propio bien, en extremo sobreprotegido como después crecí yo por perderlos a ambos en la edad de soñar.
Los días poshuracanes dejan ese mal presagio, que vuelven a ocurrir, solo que a mí me trasladan a los contados diez años que pude convivir con mi padre. Y aun cuando solo por única vez lo escriba, esas jornadas de tantas lágrimas y desgaste de trabajo en el rescate de la alegría, son y serán al final de las cuentas estatales y los pesares individuales, días de más luces que de manchas.

José Martí: A salvo

Foto: Yander Zamora

tomado del blog: Santiago Arde

PUNTA ALEGRE, Ciego de Ávila.–Lo vio en el mar: una cosa redonda y de un blanco sucio, cubierta de escombros. Corrió a la casa a buscar a su madre y su madre lo ayudó a desenterrarlo. Lo alzó como un trofeo y fue corriendo de una casa a la otra. Iba gritando: ¡mira!, ¡encontré a Martí!, ¡encontré a Martí!

Martí durmió en el closet de la casa y Jorgito durmió poco, agarrotado entre su madre y su hermana y el desastre que les dejó el ciclón.

Al día siguiente cumplía seis años. Se levantó y dicen que cogió el busto y que se fue a enjuagarlo a la orilla de la playa; que lo llevó a casa de su maestro porque «Martí es el hombre que está en mi escuela, al lado de la bandera».

Aquel día, en el medio del desguace, lo vimos, abrazándolo.

Y no sabíamos, a ciencia cierta, quién protegía a quién.

He vuelto…

tomado del blog sin Oropel ni garufa

“…me reconforta con cuánta inosencia unas niñas hermosas en #Cuba, convierten la desgracia en áreas de esplendor…”. Por Daniel Guerra Domínguez.

Hoy vuelvo a las calladas noches de tu ausencia y mientras duermes en la distancia de tus sueños, yo me tejo en la nube tus recuerdos y converso tus sonrisas y tu llanto. Hoy he vuelto en la madrugada para hablar con el alma de mi alma, y contarle la de tantas cosas que me pasan, y las muchas que en la mente se agolpan.

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Hoy estoy, sencilla y llanamente, redescubriendo tus miradas e intento comprender por qué me amas; mas no puedo con lo abstracto borrar -de golpe- tanto daño que las tormentas provocan.

Daños del #HuracanIrma

Hoy la gente se levanta de la arcilla y el edor, respira hondo la nueva brisa y toma en sus manos la idea mejor para salirse pronto del entuerto que a su paso -esa que dicen se llama Irma- les dejó; mas no logro en mi alma de poeta concebir un poema en este minuto, para muchos de dolor.

20170911_110157Hoy solo me consuela ver la gente resuelta a dejar atrás lo peor, y me reconforta con cuánta inosencia unas niñas hermosas convierten la desgracia en áreas de esplendor. Hoy vuelvo a las calladas noches de tu ausencia, y mientras duermes en la distancia de tus sueños, te hago presente y llueve tu entusiasmo para sumarte así desde el recuerdo que florece, a esta etapa de recuperación y de amor.

cubanos vs irma

Dos horas de vuelo

Por Rosana Rivero Ricardo

tomado del blog: Live in Cuba

El huracán Irma me cogió “nuevecita de paquete”. Me estrené en coberturas periodísticas para casos de desastres y, para muchos lo más emocionante, me trepé en un helicóptero para evaluar los daños de Irma en la costa norte oriental.

No tenía miedo a montarme, sino a marearme. La primera medida preventiva fue almorzar ligerito. No me asusté siquiera cuando empezaron a sonar las hélices en movimiento. Aquel aparato sonaba más que un tractor y se tarandeaba más que un tren lechero de Holguín a Villa Clara, que hasta ese momento eran mis referencias.

A los novatos se nos entregaron caramelos para la descompresión de oído y un “cubalse” para otros fines no tan halagüeños. Confieso que empleé ambos, aunque mi caso no fue tan vergonzoso si tenemos en cuenta que descendimos en dos ocasiones para otras necesidades, no menos imperiosas, de tres de los pasajeros.

En las dos horas de vuelo me arrepentí de burlarme de mi primo que de pequeño se mareaba en cualquier viaje largo por tierra. Aprendí que lo mejor es no pensar en el mareo y si no tienes experiencia, no debes hacer videos. También es importante que nadie te pregunte cómo estás, porque te hace sentir peor.

Hubo un momento en que quería que Irma me llevara, pero ya estaba muy lejos. Tanto desparpajo en las nubes, con el mueve, mueve de los vientos, me afectó el buen juicio. Pero actué con más categoría, que la cuatro que traía el ciclón y al bajarme le regalé a la cámara mi mejor sonrisa. Bueno, al menos eso pienso yo.

Amén de los percances, la misión fue cumplida. Pisé tierra con mis videos y la certeza de que recibimos el menor de los males de Irma. Conocí a Antilla en Holguín y a Covarrubias y Puerto Padre en Las Tunas. Periodísticamente, le saqué bastante lasca al vuelo. Parece que al estar más cerca de las musas, ellas no tuvieron que esforzarse tanto en bajar. Aterricé con el estómago vacío, pero la mente llena de anécdotas por contar. Después de esta experiencia, Matías Pérez, a mi lado, es un niño de teta.

El grumete y los tiburones

Por Lázaro David Najarro Pujol/Ilustraciones René de la Torre

(Del libro inédito de crónicas Muchachos de los Canarreos)

tomado del Blog Camagüeybaxcuba

Las corúas revolotean al paso de la embarcación. Solo faltan algunas horas para que el sol se esconda en el horizonte. Navegamos una vez más hacia el golfo. Habíamos salido de la Pasa del Vapor. En el vivero del bonitero 79 de la Flota Pesquera de Cayo Largo del Sur saltan las diminutas manjúas, principal materia prima para engoar el bonito. Los pescadores localizan los cardúmenes de distintas formas: mediante el pájaro delator. Benito conoce de cabo a rabo las zonas de pesca de Isla de Pinos.–Pero a bordo del barco nosotros sabemos buscar las marcas pa’ localizar el pez, pero hay un tripulante que es muy bueno con los prismáticos en la mano.

–Si, me comentó Fausto, que los ojos del Galleguito son prodigiosos.

–Usa mucho, como se dice por ahí, el «sexto» sentido que hasta ahora no le ha fallado.

– Míralo…

El Galleguito se sitúa encima de la caseta de popa y en esa posición escudriña el cielo y el mar en busca de las gaviotas, el rabihorcado u otra ave marina que indique dónde puede estar la mancha de bonito.

–Observa al Este, Galleguito, me parece que vi un ave.

–No, al Este no se aprecia nada.

–A veces es necesario mirar más allá del horizonte pa’ poder localizar al pájaro delator y, el Galleguito, con sus ojos de águila, lo hace con extraordinaria facilidad –me dice Benito.

–Entonces, Benito, en el caso del Galleguito no vale el refrán de que quien más mira, menos ve.

–Así es.

El Galleguito combina experiencia con la vitalidad de su juventud. El pescador escucha contento la conversación entre el patrón y yo. Sin dejar la observación responde a mi curiosidad:

–Tengo que agradecer eso a Benito, a Fausto y a muchos otros que me enseñaron a ver con los anteojos, porque la primera vez no podía adaptarme y entonces practiqué bastante. Siempre la tripulación confió en mis ojos.

Desde que el barco salió del quebranto, El Galleguito se mantiene en la caseta de popa en busca de movimientos de gaviotas, rabihorcado…, para indicar al patrón hacia dónde está la mancha de bonito. A veces, centenares de esas aves marinas andan juntas y facilitan el trabajo.

–Hoy no es nuestro día. No se ve una puñetera gaviota.

–No te desanimes, en cuanto caiga un poco el sol, aparecerá la mancha –le responde el patrón.

Pasan dos horas de constante búsqueda y solo se ha podido localizar un rabihorcado aislado, perdido en la azul lejanía. Benito cambia el rumbo y el Cayo Largo 79 se adentra en el profundo golfo. De pronto la voz del Galleguito pone en tensión a la tripulación.

–¡Benito, Benito! ¡A sotavento la mancha!

–Mantén la mirada al suroeste.

–Oye, Benito, ya estamos encima de la mancha.

–Oye, no te apures Galleguito.  Todo a su tiempo. Ustedes, Cachirulo, Fausto, Álvarez… ¿qué esperan para tomar la vara? Muévanse rápido.

–Despreocúpese, Benito, que antes de entrar a la mancha estaremos ahí –responde Fausto.

.La embarcación se dirige hacia la mancha.  Se divisan las gaviotas que se lanzan con rapidez en pos de los peces.

–A toda máquina.

–Benito, ya se ve el hervidero de agua y espuma de los bonitos detrás de la manjúa –le digo.

–Ahora si va a picar el peje, ya tú verás que sí.

El Cayo Largo 79 tiene en la popa un pequeño balcón de madera. Sobresale de la cubierta, en el espejo de popa, como un metro y medio. Protege al pescador, escasamente, hasta más abajo de la rodilla.

–Fíjate, muchacho, cómo las gaviotas se lanzan en busca de peces pequeños que vienen en la mancha –me dice Fausto.

Entonces comprendo lo que Benito me había dicho al salir de la Pasa del Vapor:

«La gaviota, como los tiburones y el pez gata, es fiel guía de los pescadores boniteros».

–¡Atentos muchachos! –alerta el Patrón.

Pronto se ve la presa a nuestras espaldas. Benito, modera la marcha. Navegamos a una velocidad de dos millas por hora. Comienzan los movimientos y los preparativos de la faena de este atardecer.

–¡Arriba! ¡Arriba! En un momento como éste todo el mundo tiene que estar en acción, incluso tú David –me dice el patrón.

–Lo que usted diga, Benito. Espero sus órdenes.

–Mantente ahí. Yo te avisaré.

Cada quien ocupa su puesto. En el barco estamos ocho tripulantes. La mayoría se ajusta los camisones de lona para protegerse de las espinas y del contacto directo y fuerte del bonito. En los tinteros colocan el extremo inferior de la caña de pescar. Benito, con la vara en una mano y el timón en la otra, comienza la maniobra circular alrededor de la mancha. Mira al manjuero.

–¡Arriba, arriba! Échale, chico, que ya viene por la vuelta –Benito da órdenes sin levantar la vista de la vara.

–Ahora Galleguito, engole la mancha con más brío. Échele bastantes manjúas.

El Galleguito engoa la mancha para atraer los peces. El movimiento es peligroso. Cuando está en la banda tiene casi el cuerpo entero fuera de la cubierta: de la rodilla hasta la cabeza. Además, del manjuero, el resto de la tripulación está en constante peligro ya que entre uno y otro pescador sólo media una cuarta.

–Tengan cuidado que con el anzuelo pueden enganchar al compañero que tienen a su lado –previene a Álvarez.

–¡Arriba, dale que está picando!

Todos están en tensión. La manjúa es lanzada viva al mar.

–¡Agarra, David!, ¡agarra el timón! Oye, pero continúa los movimientos circulares alrededor de la mancha. No podemos perder esta oportunidad que el peje está picando.

–¡Benito, Benito!, ¿eso que viene en popa es una ballenato? ¡Nos va a virar el barco! ¡Estamos perdidos! –me preocupo.

–No, muchacho, no. Eso es un pez dama. Así tan grande como tú lo ves solo come peces pequeños. Vamos, no pierdan la mancha.

El patrón realiza constantes giros. Está inquieto. Benito, Cachirulo y Fausto traen a cubierta los primeros ejemplares. Lo sigue Álvarez, quien a pesar de iniciarse en esas faenas lo hace muy bien. Parece indicar que tiene cierta experiencia o aprende rápido. Pronto la popa se ve ensangrentada por los bonitos.

–¡El peje está picando y hay que aprovechar la abundancia! ¡Cómo ésta no tendremos otra oportunidad!

La tripulación realiza movimientos casi perfectos mientras yo guio el barco.

–Arriba, muchachos que esta mancha es nuestra.

«Benito tiene razón. Esto es único. Realmente la pesca del bonito es emotiva. Desde el instante que se localiza la mancha siento una alegría inmensa». Pienso.

Sobre el azulado golfo los peces comienzan a brincar. Nos enloquecemos. «Parece que esta vez no será como en las anteriores que se le ha echado la carnada y el pez no ha querido picar. ¡Pero de dónde salen tantos peces! Es imprescindible aprovechar el cardume en cuando se aproxime a la popa».

–¡Oye, David, aprende, que te necesito como engoador! ¡Estos peces están locos por comida!

–Cuando quieras, Benito.

Suben sincronizadamente los bonitos.

–Oye, Neno, toma el puesto de David y usted, David comience a engoar. Necesito al Galleguito aquí con una vara

Son cinco hombres que se agitan como gladiadores sobre el balcón de popa.

–Usted, Orlando, encargase de ordenar los bonitos capturados.

El mar está picado. Las olas sobrepasaban la cubierta y las aguas salen por los imbornales. La operación de los hombres es precisa, segura y rápida a pesar de las violentas sacudidas de la embarcación. Los pescadores sostienen con destreza sus respectivas varas de caña brava de unos 5 metros de longitud.

–Esa es la cosa, muchachos. La cubierta está repleta de bonito –se entusiasma el patrón..

–¡Y como comen estos bichos! –digo.

Sin embargo, Benito quiere aprovechar que el pez pica.

–¡Échale, David! ¡Échele! No te detengas que se nos van.

–Mira, David por la popa del barco nos acompaña una mancha de tiburones. Caramba se están comiendo los bonitos que vienen en los anzuelos.

Ahora soy el engoador. Cuando me pego a la banda a echar la manjúa tengo casi todo el cuerpo fuera de la cubierta. Quedo en el aire. Un bandazo del barco me hace perder el equilibrio.

–¡Benito, Benito, coño, el estudiante se cayó al mar!

El Galleguito está tan asustado como yo.

–¡Alabado sea Dios! –se lamenta el patrón.

Los temores dominan al viejo pescador, mientras yo lucho por agarrarme del puntal de la caseta, desafortunadamente no lo logro. «¡Carajo! Me he golpeado fuertemente el fémur izquierdo. Lo que me faltaba: las astillas de la madera me han rasgado el muslo. ¡Tengo una herida! La sangre atraerá a los tiburones».

El agua se torna roja. Estoy en el mar violento. Me agarro del neumático que se utiliza de defensa y luego me aferro al puntal.

–¡No te sueltes, muchacho! A unos metros de ti tienes tres tiburones.

No tengo casi fuerzas para subir a cubierta. Pierdo el sentido de lo que está ocurriendo. Cierro los ojos y cuando los abro, veo los tiburones cerca de mí. El miedo me paraliza. De golpe me llega a la memoria la imagen de aquella joven de ojos verdes-castaños con la que tenía un encuentro pendiente. Siento miedo de morir antes de conocer la felicidad. «¡Miedo! Tengo miedo. Ahora sí estoy entre la vida y la muerte. ¿Me habré convertido en carnada para tiburones?» Puedo morir en un abrir y cerrar de ojos. Siento que me ronda la muerte.

–¡Muchacho! ¡Agárrate bien! ¡No te sueltes pa’ nada!

El duelo comienza. El patrón, muy pálido aún, tira la vara, corta varios bonitos que lanza al mar. Coge un arpón y golpea a uno de los acuáticos que se hace fuerte.

–¡Vamos a ver si te resiste ahora carajo!

El viejo pescador le clava una y otra vez el pincho al tiburón. El inmenso animal desiste de su principal presa e inmediatamente se une a los otros dos tiburones que se precipitan sobre los trozos de bonitos.

–Rápido, Cachirulo. Agarra al muchacho antes de que se lo coman vivo. Ayúdalo usted Fausto. Hálenlo por los brazos.

–¡Dame la mano muchacho, dame la mano!

Los nervios me atenazan al ver nuevamente la sombra de un tiburón. Reacciono y, con los ojos apretados para no ver la mandíbula del tiburón cuando rasgue mis piernas, extiendo una mano.

–¡Ayúdame a subirlo, Fausto, que ya lo tengo! Así es.

–Vamos, ya lo tenemos.

Me ayudan a subir. Todo ocurre en unos segundos. Benito me echa una frazada por los hombros y me abraza. Me limpia la herida y cubre con una venda.

–¡Carajo, muchacho! qué susto nos hiciste pasar. Pero todo está bien, ¿verdad?

–¡Estoy vivo!

–¡Bien, muchacho bien!

–Estoy vivo, porque el Galleguito vio cuando me caí al agua y todo el movimiento de los tiburones –digo nervioso.

–Pensé que te devorarían. Es un milagro que estés vivo. Les vimos muy cerca, a un metro de ti. Me asustó la manera de moverse el pez, el que Benito arponeó. Nadaba muy rápido y andaba asustado. Incluso dio tres vueltas. Fue cuando Benito le lanzó los trozos de bonito. Por suerte, solo fue un susto.

–¡Menos mal! Yo creía que no iba a contar el cuento.

No puedo precisar si temblé de frío o de miedo. Ese atardecer estuve a punto de perder mi vida, aunque sólo contara con 14 años. Es mi primera aproximación a la muerte, a una muerte temprana.

Cuando caí al mar sentí una sensación de confianza y voluntad de sobrevivir, aunque fue un momento espeluznante. Pude imponerme al pánico ante la proximidad del peligro. No puedo explicarme cómo con el fuerte oleaje y el barco en movimiento logré aferrarme  al puntal y luego al barco. Con mi incidente terminó la pesquería.

–Hoy no es tú día de morir, muchacho. Te has librado de una muerte perra. ¡Dímelo a mí que casi me come uno!

El viejo pescador muestra la mordida de tiburón con orgullo, casi como un trofeo de batallas pasadas.

–Oye, Benito te asustaste más hoy que la mañana que fuiste atacado y estremecido por la mordida de aquel tiburón que te sumergió en el agua.

–Claro que si, Galleguito. No sabía lo que estaba pasando. No lo sabía. Además, era mi vida. Pero si a este muchacho le pasa algo, nunca me lo podría perdonar. Vaya, que se lo coma a uno un tiburón en plena adolescencia, no lo podría soportar.

La cubierta está ensangrentada y llena de bonitos que contorsionan en su agonía.

–Vete a descansar, muchacho. Hoy ha sido un día muy duro para ti.

Camino hacia el caramanchel de proa, aún con los temblores del susto y el frío. Cierro el camarote por dentro para que nadie pueda entrar y me acuesto. Pero que va. Apenas consigo pegar ojo. Cuando la luz del sol deja de dar en la claraboya de estribor salgo a la cubierta todavía asustado.

–¿Te sientes mejor?

Le digo que sí a Benito, moviendo la cabeza de arriba hacia abajo.

–Ya todo pasó, David. Ya conociste la vida del mar, muchacho.

Las horas pasan lentas. Próximos a la Pasa del Vapor la tarde comienza a reclinar. Pronto nos sorprende la noche. El Galleguito empuña el timonel. Benito indica con las manos que se mueva a babor, pero no entiende las señales del patrón.

–¡Galleguito a babor! A estribor chocarás con una baliza.

–Ya la vi, Benito, ya la vi. Pierda cuidado.

A pesar del contratiempo logramos una buena captura.

–Cerramos con broche de oro. Y tú, muchacho eres partícipe en el cumplimiento del plan de captura de bonito.

Fausto, Cachirulo y el Galleguito extraen las vísceras de los plateados ejemplares, mientras que los restantes tripulantes los dejan libre de sangre y los refrigeramos. Las olas son inmensas. Los maderos del barco crujen.