Por Raúl Roa Kourí
A Eusebio Leal
Segundos
antes un fino rayo de sol levantó las penumbras que arropaban la
espesura húmeda de la sierra pinareña. Nuestra embarcación braveaba la
marejada matutina sin mucho esfuerzo, navegando hacia el oriente a unas
millas de la costa, sobre el canto del beríl, remontando la corriente
como a ahorcajadas de las olas. Íbamos en pos de un gran castero, de una
aguja poderosa, de un peto argentado, de un serrucho precursor de
escabeches y, en última instancia, de algún peje perro con hambre que
mordiera el anzuelo. A la derecha, entre rosa y nívea, comenzaba a
dibujarse la ciudad.
Vista
en la semineblina que el viento no lograba aún difuminar, La Habana
desperezaba su modorra, abanicándose morosa con la espuma tenue que
rítmicamente brincaba por encima de los muros del malecón; penetrando
por abiertos balcones carcomidos y ventanas; algunas luces anunciaban la
inminente partida de los moradores y, de hallarnos más cerca,
hubiéramos podido apreciar el aroma del café recién colado, porque no
abunda ese otro de la crema para rasurarse y mucho menos el de las
lociones que usualmente acompañan tales menesteres.
Recordé
la descripción que de La Habana hacían viajeros llegados por mar a
nuestra capital, la asombrosa albura que irradiaba su conjunto, alegres
colores como manchas de una rica paleta en lienzo algo cargado en el que
sobresalen eclesiales cúpulas, alturas de betón y domos capitolinos o
palaciegos, el verde de antiguos álamos y vieja piedra grisácea,
corroída por la sal y el escape de gas de fantasmagóricas guaguas,
destartalados camiones y vetustos autos de paseo.
Los
grabados antiguos, no obstante la ausencia de la avenida junto al mar y
sus edificios, mostraban un tejido urbano que a muchos recordaba a
Cádiz y que para mí guarda cierta semejanza con el viejo Burdeos, tanto
por el color de la piedra como por el barroco de las fachadas, los
balcones con balaustres de hierro forjado y el puerto. Tal vez llegaran a
nuestra ciudad barcos negreros desde el estuario de La Gironda y, por
supuesto, otros, cargados con barricas de vino, finos cognacs,sederías
de Lyon y artículos suntuarios para la naciente sacarocracia habanera,
amén de viajeros ilustres y, más tarde, pintores, arquitectos y
cortesanas.
Entonces
era más arbolada la villa y más evidentes las ondulaciones donde se
alzan las fortalezas de El Morro, La Cabaña y Atarés; ceibas,
flamboyanes y palmas cubrían las aturas en torno de la bahía, cuyas
aguas claras escondían tiburones y otros peces. Saltaba la majúa o
sardinilla en la atarraya de los pescadores para hacer boca en las
tabernas o servir de carnada, y el río agregaba su feble caudal, aún no
contaminado, al tranquilo y amplio estanque que determinó en su momento,
y puesto que se trataba de magnífico abrigo para las naves y
estratégico punto donde recalar las flotas que iban o venían de la
metrópoli hacia Cuba y tierra firme, el establecimiento en este sitio de
la muy ilustre San Cristóbal de La Habana.
Frente
a la fortaleza de La Punta pudimos ver el Paseo del Prado, su alameda
umbría poblada de insaciables gorriones y palomas cagonas, de broncíneos
leones yacentes. Casas principales se alzan a ambos lados de la
avenida, evocadoras de “ilustres” apellidos de la república neocolonial,
mandantes de la época, ricos hacendados y propietarios.
En el Hotel Sevilla, remozado, sigue ofreciendo el remanso del patio y el roof garden, donde
se podía tomar té todas las tardes a las cinco en punto en los años
veinte y divisar el Capitolio, el Hotel Inglaterra, el Centro Gallego y
el Asturiano, las palmas reales del Parque Central y, recorriendo el
Prado, los fotingos descapotables con su carga de señores trajeados y
elegantes damiselas trés à la mode; ahora, pueden verse jóvenes
desaliñados en bermudas, pulóvers y zapatillas Adidas, acompañados de
atléticas muchachas de idéntico talante, dispuestos a disfrutar de la
proverbial acogida de los pobladores, el amable mojito con yerba buena y
el son inigualable de Compay Segundo, redescubierto por un gringo
avispado (y gran músico), Ry Cooder.
A
veces nos pasa esto a los cubanos, porque fue Pete Seeger quien dio
fama mundial a La Guantanamera de Joseíto Fernández, a mediados de los
sesenta, y Xavier Cougat (que, por cierto, interpretaba catalanamente
nuestros ritmos), quien popularizó en Estados Unidos numerosas versiones
de nuestra música para cantar y bailar, incluyendo la rumba. (Sin
olvidar que Miguelito Valdés, Mr. Babalú, Beny Moré, Pérez Prado, Chano
Pozo, Mongo Santamaría, los hermanos Barreto, la orquesta Casino de la
Playa y tantos otros intérpretes y agrupaciones difundieron el ritmo
cubano urbi et orbi sin que nadie viniera a “descubrirlos”).
Digresiones
aparte, insisto en que esa luz que irradia La Habana y que a veces me
hace pensar en Casablanca o Argel y hasta en ciertos barrios de Túnez y,
por supuesto, en otras villas mediterráneas (de Grecia, Chipre, Italia y
el sur de Francia, amén de España), si no fuera porque su intensidad es
mayor en nuestras latitudes, modifica el color del entorno, suprime los
matices, nos devuelve lo mirado sin esa suave transparencia que poseen
los atardeceres otoñales del Parque Saint Cloud, luz de climas
templados, propicios al claroscuro de Rembrandt y a las impresiones
sucesivas de la catedral de Rouen, vista por Monet.
“Aquí
achicharra el sol todas las cosas”, achatándolas, unimismándolas,
infundiéndoles un calor específico, de respiración entrecortada, músculo
tenso, faena de amor fructuosa y transpiración abundante. Paisaje y
paisanaje indistinguibles uno del otro, piedra de cantería para levantar
edificios y esculpir mujeres, altas palmas de penacho oscuro como
cabellera donde enredar los sueños, plazas amables como sus gentes y
aquellas gacelas de moroso andar y lánguido ademán, que se desplazan con
levedad increíble a borde de la mar, sorbiendo, sensuales, el yodo en
el aire húmedo, reminiscente de conchas bivalvas y sexo de mujer.
En
la explanada vecina al monumento que recuerda el fusilamiento de los
Estudiantes de Medicina, falsamente acusados de haber rayado la losa de
Gonzalo de Castañón, pasé muchas tardes mataperreando con mis primos
Kourí cuando tenía 12 años. Jugábamos a Cuba y España (nos
peleábamos por ser del bando cubano), al escondite, a los agarrados;
alguna vez me tocó agazaparme tras los arbustos que rodeaban los restos
de la cárcel donde guardó prisión José Martí; imaginaba al Apóstol
caminar penosamente con el grillete que dejo indeleble huella, más en el
alma que en su misma carne y arrancar la piedra a golpe de pico en las
canteras de San Lázaro, a pocos kilómetros de distancia.
Sólo
43 años habían transcurrido desde su caída en combate, y la República,
que soñó independiente y soberana, “con todos y para el bien de todos”,
padecía el nuevo coloniaje que quiso impedir, al convocar a los cubanos
para la Guerra Necesaria, con la libertad de la Patria, evitando así que
los Estados Unidos se apoderasen de la Isla y “cayeran con esa fuerza
más sobre las tierras de América”. Pasarían algo más de dos lustros y
darían su vida 20 mil patriotas, antes que viéramos cumplido su anhelo.
La
ciudad se aprestaba, en 1948, al cambio de poderes: Ramón Grau San
Martín, tal vez el mayor defraudador de las esperanzas populares durante
la neocolonia, entregaría la Presidencia a Carlos Prío Socarrás,
participante en la contienda contra el tirano Gerardo Machado,
desorejado tunante, que entró a saco al tesoro público, superando con
creces –con la excepción de Fulgencio Batista–a cuanto bandido
desgobernó el país después del probo, aunque vendepatria y pro yanqui,
Tomás Estrada Palma, quien, al no lograr reelegirse llamó al avieso
vecino a hollar nuevamente con su pata intervencionista nuestro suelo.
El
Parque Central, fue escenario, en los cincuenta, de memorables tánganas
organizadas por la Federación Estudiantil Universitaria (FEU). El 28
de enero de 1956, una tarde fresca y soleada, desembarcó José Antonio,
junto a Fructuoso, Nuiry, Machadito y otros compañeros, para depositar
una corona de flores y denunciar al dictador Batista ante la efigie del
Apóstol. Javier Pazos, Germán y Raúl Amado Blanco, Carlitos García el Carapálida,
y otros compañeros entramos por otro costado. La zona estaba ocupada
por esbirros de la tiranía, vestidos de paisano; llegaban al monumento
columnas de Shriners (masones estadounidenses invitados a la farsa
organizada por los batistianos), tocados con estrafalarios gorros. Se
oyó gritar a Echevarría, todos coreamos, ¡Muera Batista! ¡Abajo la
dictadura!.
El
aire se llenó de ruidos violentos y sirenas policiales. Energúmenos de
azúl agitaban “bichos de buey” por fuera de las ventanillas de los
patrulleros, golpeando a cuando joven se tropezaban en su veloz carrera
hacia los manifestantes; apresaron a los dirigente de la FEU, que se
defendían a puñetazo limpio y les metieron a la “jaula”. Otros logramos
escabullirnos y regresar a la Colina Universitaria.
Subí
por la calle Ronda con el “chino” José Venegas; entró a un pasillo (que
resultó no tener salida) donde fue apresado, salvajemente golpeado con
la culata de un fusil y conducido luego al Castillo del
Príncipe. Penetré al recinto universitario por la entrada que da al
fondo del Aula Magna y corrí hacia el local de la FEU, desde cuyos
micrófonos nos turnamos para condenar la brutalidad policial y el
encarcelamiento de José Antonio y demás compañeros.
Lanzamos
bidones de 55 galones Colina abajo; otros volcaron un carro con placas
oficiales frente a la Escalinata; la jauría del obeso Salas Cañizares se
desplegó frente a nosotros y, entre disparos y palabrotas subió hacia
el Rectorado y la Plaza Cadenas (hoy Agramonte). Nos replegamos en
diversas direcciones; con Raúl Amado Blanco ingresamos al local del
Teatro Universitario, donde estaba el profesor Ramonín Valenzuela. Le
dijimos que los guardias habían irrumpido en la Universidad, violado su
autonomía, y perseguían a los estudiantes. Consideró que debíamos salir
enseguida.
Al
hacerlo, vimos llegar, en zafarrancho de combate, al comandante Ponce y
varios esbirros por la entrada de Ronda. Divisé a Willy Barrientos
(hijo) y otros compañeros que se refugiaban tras el busto de Manolo
Castro, frente a nosotros. Ponce nos apuntó con la Thompson y nos
echamos al suelo; las balas arrancaban pedazos a las columnas del
balaústre que rodea al Aula Magna, encima de mi cabeza. Decidí emprender
una carrera “a cuatro patas” hacia el otro extremo y salir a la Escuela
de Derecho; al doblar rumbo a la Plaza Cadenas, me hallé frente a los
jenízaros de Salas Cañizares y tuve que correr hasta el muro que da a
la Calle 27 y brincarlo olímpicamente, a riesgo de quebrarme un hueso
(siempre mejor que ser molido a palos y además detenido).
El
propietario de la quincalla ubicada en J y 27, donde adquiría mis Bock
“especiales”, me aconsejó caminar (no correr) hacia 23. Seguía su
recomendación cuando oí que me llamaban desde un taxi que subía por J en
dirección a la Colina: era René Anillo, que allá se dirigía. Monté y le
expliqué que la Universidad estaba tomada. Decidimos ir a casa de
Javier, en 15 entre 6 y 8, en el Vedado,. Éramos varios los compañeros
allí reunidos. Ese día se discutió la necesidad de crear el Directorio
Revolucionario.
Todas
las tardes, en Galiano y San Rafael, andaba, perfumando el aire, la
habanera; no una singular, toda La Habana. Blancas faldas de hilo,
géneros ligerísimos que se aferraban al cuerpo voluptuosamente,
insinuando sus montes y sus valles, venusinos promontorios que el viento
juguetón impúdico esbozaba. Detenidos entre el oleaje de féminas,
señores de dril cien, leontina de oro, panamá y coco macaco, semejaban
colosos de rodas, faros de Alejandría, contemplando el incitante
desfile. Tanto en verano como en “invierno”, protegidos a veces por
sombríos paraguas del Bazar Inglés o por los portalones de la ancha vía:
“gente buena y del comercio”, solía decirse. Vejetes pintones o verdes,
irremediablemente erotizados por Eva, “que triunfante pasa”, dejando en
los espíritus un ansia irrefrenable de joder…
Cuando
era niño trepaba al mango del traspatio en busca de frutos suculentos,
tentaba las gallinas de mi tío Julio, como le veía hacer a él; gallinas
llamadas por los nombres de sus hermanas: Fina, Beba, Silvia…Esto
ocurrió en L y 25, donde ahora se alza el Hotel Habana Libre. El gallo
Piro daba su merecido a las gordas pollas, que ponían huevos diariamente
en los rincones más protegidos. Un día terminaron todos los pobladores
del corral en la olla, pero Julio se negó a comerlos. Petronila, la
vieja cocinera fumadora de habanos, les torció el pescuezo con su
destreza habitual y elaboró fricasés, arroz con pollo y pollo frito
hasta que no quedaron más aves por asar.
El
barrio de Kohly era un remanso silencioso y tranquilo en los años 40.
Morábamos en Tropical No. 1, esquina am la Avenida de la Paz, una casona
hecha con piedra de cantería, balcones de madera techados con tejas
color de terracota. Un pequeño jardín rodeaba la casa, circundando por
espinoso seto; a un costado se empinaba, galana, una imponente ceiba de
tronco gris y amplia melena. En la calle jugábamos a la pelota con Mula
Ciega, Sagüita, Romeo, Enrique y Colín; durante largo tiempo fuimos
“enemigos” de los Peláez y Albertico Luzárraga y nos liábamos a golpes o
pedradas cada vez que nos veíamos. Hicimos las paces después que lancé a
la fachada de la residencia de Albertico un pomo de peste diabólica, menjunje
preparado por Mula Ciega y por mí, a partir de medicinas del botiquín
de mi abuelo; éter anestésico, sobras de frijoles negros, lagartijas
despanzurradas, arañas peludas y mierda de gato, todo fermentado al sol
durante varios días.
Aliados
a Luzárraga, continuamos a enfrentarnos con los Peláez hasta que una
noche, mientras cenaban, quitamos la masilla recién puesta a los
cristales de las ventanas que cerraban el portal delantero, provocando
su caída y estrepitosa quebradura. Alzaron bandera blanca y el sosiego
retornó a la cuadra, pero enfilamos nuestras incursiones en otra
dirección: el guayabo de los Parajón, en la Avenida de Almendares, que
sistemáticamente desvalijábamos, y las grosellas de la italiana princesa
Ruspoli, exiliada en Cuba durante la Segunda Guerra Mundial..
Preadolescentes ya, brincábamos la verja de la Tropical para, esquivando
al guardabosque y su perro “policía”, regalarnos con espléndidas
chirimoyas y lujuriantes guanábanas. Y, en otras ocasiones, para ver la
pelota gratis en el estadio homónimo (hoy llamado Pedro Marrero).
La
barrera coralina frente a la zona del Biltmore era, en aquella época,
una fuente no negligible de langostas y pulpos (aunque estos pululaban
en los arrecifes costaneros de Miramar); salíamos en bote desde el club,
con cajuelas con fondo de vidrio y fijas, para pescarlos. Siempre me
gustó el crudo de langosta recién salida del mar; luego aprendimos a
preparar ceviche de cobo y pulpo a la marinera. Fui de los primeros en
el colegio en practicar la pesca submarina, a pulmón (entonces ya
comenzaba a utilizarse el aqualung) con flecha y “fusil”
accionado por ligas de caucho. Me “retiré” a finales de los ’60; mi
última inmersión deportiva fue con el general Raulito Díaz Argüelles, el
capitán Benítez, Brazo Fuerte y Ali Khan, al norte de Varadero.
El
centro histórico encierra las joyas más preciadas de la ciudad. Lo he
andado en todas direcciones, toda mi vida; con mi padre, desde niño,
estudiante de bachillerato y universitario; recorríamos librerías,
conversábamos con el colorao, Alberto, en La Económica, con Gelpi
en La moderna Poesía, el gallego González en la Librería Martí y Andrés
Belmonte en Selecta; prestigiábamos con nuestro incógnito humildes
fondas chinas; surcábamos la bahía hasta la carbonera de Pelleyá,
visitábamos Regla y Casablanca deambulando por sus calles
“ultramarinas”; nos acercamos al paquebote Nieuw Amsterdam, holandés, y al hispanoMarqués de Comillas,
cuyo vivero traía sardinas y merluzas frescas del Cantábrico, que
constituían nuestro deleite en las tascas del puerto, con helados
vinillos de las Bodegas Bilbaínas y música de un “gaito” acordeonista,
acompañado por su hija, la mismísima virgen de la Macarena, que cantaba
aires regocijados y apenas nos rozaba con su mirar.
La
noche siempre se “pone íntima” en la pequeña Plaza de la Catedral,
donde habitaba, en un cuartico con gran ventana a la calle, Víctor
Manuel. Llegué con Denise, pied noire voluptuosa atraída a
nuestra tierra por el milagro de la Revolución. El poeta que era Víctor
trasladó a cartulina, en delicado trazo, el hechizo acuciante de su
cuerpo joven, de sus cabellos brunos descendiendo en barroco desorden
sobre los hombros. Subí unas cervezas, recordamos París, nos mostró
óleos inacabados, dibujos que aparecían entre colillas y botellas
vacías. Víctor Manuel se consumía en el desaliño y el abandono, nada
podían sus amigos, porque ya no tenía voluntad. Mi náyade regresó al
Sena plasmada, para siempre, por su pincel impar.
Martínez,
ceremoniosamente campechano, recibía en su Bodeguita del Medio, con
chicharrones y mojitos, al compás de los “tristeros” de Carlos Puebla.
Puede que Aurora lo hubiera echado al abandono, pero Armenia cocía con
esmero ambrosianos tasajos de la llana Camagüey, dormía (con notas de La tarde)
gustosos frijoles negros, mientras el horno hacía crujir pellejos de
chancho en adobo criollo (naranja agria, ajos, orégano, sal, una pizca
de cominos molidos en manteca bien caliente) y los tostones se freían,
alegres, en inmensas sartenes de hierro.
La
Calle del Empedrado, a medianía entre la Catedral y la calle Cuba,
despertaba el apetito de los transeúntes, asombrados de que tales aromas
surgieran de las entrañas de una pequeña tienda, no diferente en su
aspecto de tantas otras que sólo expendían víveres y bebidas. Ese
invento notable se debió a Felito Ayón, el impresor del local adyacente,
a quien no resultó difícil convencer al propietario de La Bodeguita
para que diera cabida a algunos amigos en las mesas de la trastienda,
donde almorzaba Martínez con su esposa y dos empleados y, poco a poco,
convertirla en el sitio preferido de poetas, pintores y escritores
golosos, amantes de la cocina criolla, del ánima estimulante de la caña
de azúcar y de los viejos trovadores, que cantaban y bebían la par de
los comensales.
Así
nació La Bodeguita del Medio que pronto fue “bodegona” y acogió a
figuras cimeras del cine, el teatro, la radio, la prensa, la cultura y
la política, y a simples amadores de la vida, que mucho tiene también de
melodía, bebercio y manducatoria.
En la esquina del salón, al fondo,
patas arriba, cuelga la silla de Leandro García, recuerdo del amigo que
partió para siempre; versos de Guillén y lemas (“Cargue con su pesao”)
cuelgan de las paredes y Salvador Allende recuerda a nuestro bardo desde
su propia bodega santiaguina.
Hubo,
por cierto, una caricatura de mi padre hecha por mi (que Martínez llevó
a su casa y hoy está en el Centro Pablo) y otra, reproducida en hierro
forjado, del ingenioso Juan David, asiduo bebedor de cervezas
bodegueriles en el bochorno del mediodía. En su bar, Mario Kuchilán era
“señor” chinito, “porque no hay clases—me dijo–, pero hay jerarquías” y
Carlos Lechuga, Enrique Núñez Rodríguez, y Eduardo Robreño expresaban
otra manera de ser, la buena, de los supervivientes de la República que
era “aquella”. (Así decía Varilla, desgarbado y ocurrente cajero,
siempre dispuesto a difundir la coñas sin errar en sus cuentas.)
Andando
las calles, tras los pasos de Leal, visitamos la casona que fue la de
El siglo de las luces, donde radica ahora el Centro Alejo Carpentier que
alentaba Lilia, su esposa y compañera (y ahora lo hace con sobrada
brillantez Graziella Pogolotti); la Casa de la Obra Pía, en la vía que
lleva su nombre, frente a la de Äfrica: mis amigos africanos,
representantes de varios Estados ante la ONU, patentizaron su
satisfacción al recorrerla. Años después asistí en la primera, con el
ministro de Ultramar francés y Eusebio, a la inauguración del taller
donado por su gobierno, donde se restauraban históricas telas de El
Templete habanero, factura de Jean-Baptiste Vermay, discípulo de David y
fundador de nuestra Academia de San Alejandro.
No
olvidar la loma del Ángel ni su iglesia: en derredor se escuchan los
reclamos de Cecilia Valdés, lejanos pregones, trote de caballos, chirrín
de volantas, ni el templo del Espíritu Santo, donde oficiaba monseñor
Ángel Gaztelu misas poéticas, después de magnificar la iglesia de Bauta
con la obra de nuestros maestros. Ni los restos de la muralla, que
deslindaba la villa original de terrenos inhabitados o poco poblados,
expuestos a devastaciones de los piratas, en dirección al Almendares.
Porque
en el fondo de todo lo que perdura en la ciudad hay unos ojos tristes,
los de un niño que reía y amaba los colores, corre-que.te-corre tras un
balón, sin hacerse preguntas, llenando sus pulmones de oxígeno,
atravesando el prado de las margaritas silvestres y punzantes guizazos,
sin reconocer las yerbas que los galos llaman pisse-en-lit y
tienen flores redondas, como de pelusa, que se deshacen al más leve
soplo, y se comen con o sin lechuga, rociadas de aceite de oliva y
vinagre añejo; o quizá, haciéndose elementales interrogaciones sobre la
redondez de la tierra, la inalcanzabilidad del infinito, la persistencia
del sol, invariable, año tras año, como la seca y la lluvia, punteadas
por ciclones tremebundos, inundaciones y desplomes de viejas casas,
arrasadas por el agua y la incuria.
Ese
niño aprendió a deshojar las margaritas y conoció extraños sabores,
porque la vida se hace también de hollín y hiel y desengaños. A pesar
del mar inmenso, la ilusión de la nube, la gaviota que pasa y deja en el
viento un aroma de almizcle y presentimiento, de bueno por conocer,
amor impuro, las horas mantienen su ritmo, ni lentas ni veloces,
acompasadas. Y tanto va el cántaro a la fuente que aprende de memoria la
música del agua; la vida se derrama por las marismas y cañaverales,
desciende por las calles, hace arroyos, hoyuelos en las mejillas de
Atenea, de Alina Sánchez/Cecilia, cuesta del Ángel abajo, al hondón de
la villa que andamos.
Se
arremolinan las columnas, las redondas y lisas, tímidas de tanta
sencillez; las coruscantes, barrocas, como volutas de habano, cantatas
de Vivaldi; y aquellas coronadas, corintias, pequeñas dóricas que
soportan los años, imitativas cariátides frente a las olas, embebidas de
sal y yodo, de terrales; otras, se mueven como las palmas azotadas por
el vendaval del norte, hitos en los portales, mojones que deslindan
antiguas puertas; y las rejas, serpenteando en el Prado, trasunto de
viejas columnas españolas, de templos meridanos y templetes, teatros,
coliseos; columnas de los atrios y claustros tropicales, conventuales
columnas de los maitines, que recuerdan el paso bisbiseante de las
monjas en el airecillo vespertino, impregnado del olor del chocolate de
los inviernos casi inexistentes, ávidos de churros o, al menos, de
bizcocho fresco.
Oh,
ciudad de las columnas, ¿quién te vio y no te recuerda? Ciudad de calor
insomne y de pupilas ardientes. ¿Acaso no pudo decirlo así Federico en
sus días habaneros, asaltado por fantasmas de Córdoba en la Plaza Vieja,
azuzado por aquellos mozuelos lánguidos, baldíos que cruzaban por los
sueños de Porfirio Barba-Jacob, su contertulio en las noches de la
casona vedadense de los Loynaz, donde salían a recoger estrellas caídas
entre el follaje del jardín al filo de la madrugada?
El
pulso late con brío en esta ciudad entrañable, venida a menos, pero no
agotada; dormilona, pero siempre alerta, como sus noches milicianas, el
haz de luz recorriendo el espacio desde la farola de El Morro. Amables
piedras, enérgicos jinetes de sus parques en caballos de bronce, clarín
que toca a degüello; titanes, nombres diversos de la patria. Tus hijos
te guardan las espaldas, cuidan tu sueño, rehacen tus arterias, levantan
tus escombros. Aquí es el hontanar, la voluntad inquebrantable de vivir
dignos y libres de cualquier tutela, junto a Martí y al héroe de la
Sierra, junto al hermano de los años duros que aún no acaban. En nuestra
Habana, la urbe sin veneno, la ciudad de la vida.