Category: Opinión

La verdad sobre los médicos cubanos: “Curarían hasta al hijo de Bolsonaro”

tomado del blog: La santa mambisa

Por Alberto Rodríguez

La campaña del gobierno de Donald Trump contra Cuba alcanzó niveles que tocan el absurdo. Ahora, Washington acusa a La Habana de obtener dinero “explotando” y “esclavizando” a las y los médicos cubanos que prestan servicios en el extranjero. Paradojas de la política: quienes inventaron la explotación laboral y fundaron su país sobre leyes esclavistas, acusando a otros de practicar sus métodos. De tal modo, no se sabe si Estados Unidos acusa a la isla por explotación en sí, o por aparente plagio de su sistema de gobierno.

Pero, ni lo uno ni lo otro.

Lo que pasa es que el secretario de Estado, Mike Pompeo, salió en twitter a anunciar que restringiría las visas a funcionarios cubanos relacionados a las mundialmente famosas misiones médicas cubanas, con base en la Ley de Inmigración y Nacionalidad estadounidense. Dijo Pompeo que el presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, se beneficia con dinero al explotar a las y los profesionales de la medicina cubana.

La narrativa de Pompeo parte de la salida de más de catorce mil profesionales médicos cubanos de Brasil, tras el arribo de Jair Bolsonaro. Afirma Estados Unidos que Cuba se queda con más de ochenta por ciento de los sueldos destinados a las y los médicos, por parte de los países beneficiados con las misiones. El presidente brasileño chantajeó con el cuento de que la misión médica cubana podía quedarse en territorio brasileño siempre y cuando les dieran a sus integrantes el cien por ciento de las ganancias y empataran sus estudios a la norma de ese país.

A esto se ha sumado una demanda en tribunales de Miami (claro, tenía que ser en Miami) de dos supuestos médicos cubanos contra la Organización Panamericana de la Salud acusándola de facilitar la creación de una “red de tráfico humano” y “esclavitud” por parte del Estado cubano. Pero la OPS –dependiente de la Organización Mundial de la Salud–, se ha extrañado porque esta denuncia se puso en la capital de Florida y no en Washington donde el organismo tiene su sede.

Lo de fondo es la intención de utilizar el sistema montado por la contra-cubana en esa ciudad dominada por el senador Marco Rubio, para replicar las acusaciones contra las misiones médicas de Cuba, en consonancia con la narrativa del gobierno de Donald Trump.

Pero, entonces, ¿explota Cuba a sus médicos y médicas? ¿Se queda con más de la mitad de su sueldo?

Lo primero que se tiene que advertir es que Estados Unidos ocupa conceptos como “explotación” o “esclavitud” sin entender realmente su significado.

Por ejemplo, explotación profesional es, en cualquier parte del mundo, la promesa de obtener éxito económico estudiando una carrera universitaria, pagando cientos de miles de dólares a cambio, con la amenaza de que, si no pagas ese dinero, el banco se quedará con tu casa y todas tus propiedades. Ese es un tipo de explotación que sufren millones de jóvenes en Estados Unidos que no tienen acceso a una Universidad porque, de hacerlo, tendrían que rentarse en dos o tres trabajos mal pagados para cancelar sus cuentas. Eso, además, es esclavitud.

En Cuba, cualquiera puede estudiar lo que quiera sin que le cueste un peso. Ningún graduado de la Facultad de Ciencias Médicas o de la Escuela Latinoamericana de Medicina tuvo que quitarse el pan de la boca con tal de estudiar en las mejores aulas médicas del continente americano.

¿Cómo es esto posible, siendo la isla un país pobre?

Sencillo. Los servicios de salud proporcionados por la empresa Servicios Médicos Cubanos S.A., dependiente del Ministerio de Salud, pagan los sueños de miles.

Todo el mundo sabe que la medicina cubana tiene mucho prestigio, y eso se debe a que la salud en Cuba es vista como un derecho, no como un bien de consumo. Por eso a Mike Pompeo le cuesta creer que las y los médicos cubanos prestan sus servicios sin afanes comerciales. Son héroes en su país, y tanto a ellos como a sus familias nada les falta. La riqueza que producen, va para ellos, sus familias y para mantener el sueño de miles de cubanos que vienen detrás, y de cientos de jóvenes provenientes de naciones del tercer mundo que estudian gratuitamente en universidades cubanas.

En cambio, en México, el costo de una colegiatura universitaria puede elevarse hasta los mil dólares mensuales. ¿Y en Estados Unidos?…

Pero volvamos a Cuba.

La isla ha sostenido por cincuenta años más de seiscientas mil misiones médicas en ciento sesenta y cuatro países, en las cuales han colaborado más de cuatrocientos mil trabajadores y trabajadoras de la salud. Si dos de estos recientemente ocupan la estructura anti-cubana de Miami para intentar denostar al sistema que les dio escuela y salud, no es por gusto, sino por un pago a cambio.

Las misiones médicas cubanas han combatido el ébola en África, la ceguera en Latinoamérica y el Caribe; el cólera en Haití y se han formado veintiséis brigadas del Contingente de Médicos Especializados en desastres y grandes epidemias para hecatombes en Pakistán, México, Indonesia, Ecuador, Perú, Chile, Venezuela y tantos otros.

¿Cuánto le costaría a Estados Unidos pagar ese servicio?

Hoy, miles de indígenas en la Amazonía brasileña mueren por enfermedades curables debido a la salida de médicos cubanos; porque, claro está, a esos lugares nunca han querido ir quienes sólo estudian medicina para hacerse millonarios con las medicinas y el negocio de la muerte.

Las misiones médicas cubanas siempre han ido a lugares remotos y de difícil acceso; les mueve una vocación solidaria y atenderían hasta los hijos de Trump y Bolsonaro.

Así le ocurrió al político ultra-conservador chileno, Andrés Allamand, unido a Cuba y a su sistema de salud cuando su pequeño hijo, a la edad de cuatro años, sufrió un accidente neurológico al caer en una piscina:

«Mi mujer y yo recibimos un llamado directo de Fidel Castro donde nos ofrecía ayuda para el tratamiento y recuperación de nuestro niño», dijo Allamand al diario Cooperativa. La oferta de ayuda por parte del Comandante cubano lo «impresionó enormemente”.

Dijo el político chileno: “La primera vez que hablé con él le dije que si sabía quién era yo, le dije que era un dirigente de la oposición y me respondió: ‘lo tengo absolutamente claro y ésto no tiene nada que ver con eso’”.

Fidel “tomó la recuperación de mi niño como algo personal y le dedicó todo el tiempo durante muchos, muchos años” (…) “Mi familia y yo tenemos el mayor agradecimiento humano”, dijo Allamand.

De tal modo , cuando en el año de 2003 el hijo de Andrés Allamand murió, la familia decidió “como una muestra de agradecimiento, llevar sus cenizas a Cuba”.

Esa es, pues, la verdadera impronta de la medicina cubana. No la que quiere vender Pompeo, y la maquinaria de propaganda a su servicio.

Debatir en Revolución, una mirada joven a la Cuba de hoy

Tomado del blog: Mira (joven) Cuba

Publicado por Yasel Toledo Garnache

El libro Debatir en Revolución, otras formas de hacer, otros modos de ser, sugerente desde su título, es un texto necesario en la actualidad cubana, como lupa joven que mira y analiza la realidad de un país en el centro de disparos verbales, económicos y políticos desde el exterior, una nación que en medio de la guerra cultural global constituye también símbolo de resistencia y dignidad, apenas a 90 millas del mayor imperio de la historia.

Su autor, Yosvany Montano Garrido, un muchacho de 28 años de edad, miembro de la Asociación Hermanos Saíz, ensayista y profesor en el Instituto Superior de Arte, en La Habana, habla con pasión sobre desafíos actuales y la pertinencia de la constante renovación de las maneras de dialogar y construir en colectivo para evitar la incomunicación.

Una introducción, titulada Escribir es servir, y nueve ensayos conforman el cuerpo de una obra de sinceridad y atrevimiento responsables, desde la conciencia de quien sufre y disfruta las particularidades de la Cuba de hoy, pero sobre todo trata de influir en los demás para avivar el deseo constante de una transformación revolucionaria, con fidelidad a las esencias. Esos aspectos resultan esenciales para asegurar la perdurabilidad del alma cubana, con todos sus colores y éxitos.

Cuando uno lee Debatir…, conformado por 115 páginas, siente una voz joven, inquieta y osada, que se expresa con rara mezcla de impulso y madurez, como reflejo del pensar y sentir de los hijos de este tiempo. Es interesante que, a la vez, transmite la confianza en las actuales generaciones de cubanos, en su misión de ser continuadoras y renovadoras de una obra inmensa, que rebasa los espacios físicos y de épocas, para adquirir una importancia sin dimensiones en el ámbito de las ideas y lo simbólico a nivel mundial.

El intelectual Abel Prieto, exministro de Cultura y actual director de la Oficina del Programa Martiano, expresó que deviene reflexión sobre temas esenciales que jamás deben estar trivializados. “Es una invitación a pensar en serio, con juicio, porque precisamente, los retrocesos éticos, culturales y educativos pueden poner en peligro a la Revolución. Realmente es muy curioso porque se trata de un libro de ensayo que entra de lleno en los debates más urgentes que necesita hoy nuestro país”, agregó el también escritor.

Para el ensayista e historiador Ernesto Limia, quien escribió el prólogo, el volumen es removedor de las rutinas gastadas. “La sinceridad con que se asumen los errores y la apuesta por rectificarlos sin mengua de los objetivos de independencia y justicia social de nuestro socialismo, constituyen una prueba más de que los jóvenes se tomaron en serio lo planteado por Fidel Castro: garantizar la continuidad de esta obra invicta, la Revolución cubana”, aseguró.

Con ensayos como Pedagogía de la verdad; Quitarle el polvo al marxismo; Rescatar talentos e inteligencias; ¿Seremos como el Che?; Ni diálogos sordos ni discursos de academia; El exilio de las humanidades; ¿Para qué sirven las vanguardias?; y El dilema de las subjetividades, este libro, publicado por la editorial Ocean Sur en 2018, tiene un espíritu provocador, elemento fundamental para la riqueza reflexiva más allá de las páginas.

Otro aspecto favorable es la relación que logra el autor entre las ideas de referentes de la pedagogía cubana como José de la Luz y Caballero y Enrique José Varona, con la necesidad de lograr mayor seducción y profundidad en las clases de hoy. Licenciado en Marxismo-Leninismo e Historia, el autor asegura que “cuatro siglos después de que fueran colocados los primeros adoquines en el camino del magisterio cubano, debemos provocar para debatir”.

Luego, hace preguntas, como: “¿Es comunicativa, es crítica, es transformadora nuestra enseñanza? y ¿Fracasa el alumno o fracasa la sociedad, por consiguiente, también sus valores? Montano lleva a las letras esa forma de ser problematizadora y comprometida, que lo caracteriza como joven que sueña y hace por su
país.

Los ensayos de la obra no son discursos fragmentados, sino componentes de un ser de papel, cual organismo vivo, que puede servir mucho para reflexionar en nuestras universidades y otros centros educacionales.

La ciudad de la vida

tomado del blog: Segunda Cita

Por Raúl Roa Kourí                                                                                                               A Eusebio Leal       Segundos antes un fino rayo de sol levantó las penumbras que arropaban la espesura húmeda de la sierra pinareña. Nuestra embarcación braveaba la marejada matutina sin mucho esfuerzo, navegando hacia el oriente a unas millas de la costa, sobre el canto del beríl, remontando la corriente como a ahorcajadas de las olas. Íbamos en pos de un gran castero, de una aguja poderosa, de un peto argentado, de un serrucho precursor de escabeches y, en última instancia, de algún peje perro con hambre que mordiera el anzuelo. A la derecha, entre rosa y nívea, comenzaba a dibujarse la ciudad.      Vista en la semineblina que el viento no lograba aún difuminar, La Habana desperezaba su modorra, abanicándose morosa con la espuma tenue que rítmicamente brincaba por encima de los muros del malecón; penetrando por abiertos balcones carcomidos y ventanas; algunas luces anunciaban la inminente partida de los moradores y, de hallarnos más cerca, hubiéramos podido apreciar el aroma del café recién colado, porque no abunda ese otro de la crema para rasurarse y mucho menos el de las lociones que usualmente acompañan tales menesteres.      Recordé la descripción que de La Habana hacían viajeros llegados por mar a nuestra capital, la asombrosa albura que irradiaba su conjunto, alegres colores como manchas de una rica paleta en lienzo algo cargado en el que sobresalen eclesiales cúpulas, alturas de betón y domos capitolinos o palaciegos, el verde de antiguos álamos y vieja piedra grisácea, corroída por la sal y el escape de gas de fantasmagóricas guaguas, destartalados camiones y vetustos autos de paseo.      Los grabados antiguos, no obstante la ausencia de la avenida junto al mar y sus edificios, mostraban un tejido urbano que a muchos recordaba a Cádiz y que para mí guarda cierta semejanza con el viejo Burdeos, tanto por el color de la piedra como por el barroco de las fachadas, los balcones con balaustres de hierro forjado y el puerto. Tal vez llegaran a nuestra ciudad barcos negreros desde el estuario de La Gironda y, por supuesto, otros, cargados con barricas de vino, finos cognacs,sederías de Lyon y artículos suntuarios para la naciente sacarocracia habanera, amén de viajeros ilustres y, más tarde, pintores, arquitectos y cortesanas.      Entonces era más arbolada la villa y más evidentes las ondulaciones donde se alzan las fortalezas de El Morro, La Cabaña y Atarés; ceibas, flamboyanes y palmas cubrían las aturas en torno de la bahía, cuyas aguas claras escondían tiburones y otros peces. Saltaba la majúa o sardinilla en la atarraya de los pescadores para hacer boca en las tabernas o servir de carnada, y el río agregaba su feble caudal, aún no contaminado, al tranquilo y amplio estanque que determinó en su momento, y puesto que se trataba de magnífico abrigo para las naves y estratégico punto donde recalar las flotas que iban o venían de la metrópoli hacia Cuba y tierra firme, el establecimiento en este sitio de la muy ilustre San Cristóbal de La Habana.        Frente a la fortaleza de La Punta pudimos ver el Paseo del Prado, su alameda umbría poblada de insaciables gorriones y palomas cagonas, de broncíneos leones yacentes. Casas principales se alzan a ambos lados de la avenida, evocadoras de “ilustres” apellidos de la república neocolonial, mandantes de la época, ricos hacendados y propietarios.      En el Hotel Sevilla, remozado, sigue ofreciendo el remanso del patio y el roof garden, donde se podía tomar té todas las tardes a las cinco en punto en los años veinte y divisar el Capitolio, el Hotel Inglaterra, el Centro Gallego y el Asturiano, las palmas reales del Parque Central y, recorriendo el Prado, los fotingos descapotables con su carga de señores trajeados y elegantes damiselas trés à la mode; ahora, pueden verse jóvenes desaliñados en bermudas, pulóvers y zapatillas Adidas, acompañados de atléticas muchachas de idéntico talante, dispuestos a disfrutar de la proverbial acogida de los pobladores, el amable mojito con yerba buena y el son inigualable de Compay Segundo, redescubierto por un gringo avispado (y gran músico), Ry Cooder.       A veces nos pasa esto a los cubanos, porque fue Pete Seeger quien dio fama mundial a La Guantanamera de Joseíto Fernández, a mediados de los sesenta, y Xavier Cougat (que, por cierto, interpretaba catalanamente nuestros ritmos), quien popularizó en Estados Unidos numerosas versiones de nuestra música para cantar y bailar, incluyendo la rumba. (Sin olvidar que Miguelito Valdés, Mr. Babalú, Beny Moré, Pérez Prado, Chano Pozo, Mongo Santamaría, los hermanos Barreto, la orquesta Casino de la Playa y tantos otros intérpretes y agrupaciones difundieron el ritmo cubano urbi et orbi sin que nadie viniera a “descubrirlos”).      Digresiones aparte, insisto en que esa luz que irradia La Habana y que a veces me hace pensar en Casablanca o Argel y hasta en ciertos barrios de Túnez y, por supuesto, en otras villas mediterráneas (de Grecia, Chipre, Italia y el sur de Francia, amén de España), si no fuera porque su intensidad es mayor en nuestras latitudes, modifica el color del entorno, suprime los matices, nos devuelve lo mirado sin esa suave transparencia que poseen los atardeceres otoñales del Parque Saint Cloud, luz de climas templados, propicios al claroscuro de Rembrandt y a las impresiones sucesivas de la catedral de Rouen, vista por Monet.       “Aquí achicharra el sol todas las cosas”, achatándolas, unimismándolas, infundiéndoles un calor específico, de respiración entrecortada, músculo tenso, faena de amor fructuosa y transpiración abundante. Paisaje y paisanaje indistinguibles uno del otro, piedra de cantería para levantar edificios y esculpir mujeres, altas palmas de penacho oscuro como cabellera donde enredar los sueños, plazas amables como sus gentes y aquellas gacelas de moroso andar y lánguido ademán, que se desplazan con levedad increíble a borde de la mar, sorbiendo, sensuales, el yodo en el aire húmedo, reminiscente de conchas bivalvas y sexo de mujer.      En la explanada vecina al monumento que recuerda el fusilamiento de los Estudiantes de Medicina, falsamente acusados de haber rayado la losa de Gonzalo de Castañón, pasé muchas tardes mataperreando con mis primos Kourí cuando tenía 12 años. Jugábamos a Cuba y España (nos peleábamos por ser del bando cubano), al escondite, a los agarrados; alguna vez me tocó agazaparme tras los arbustos que rodeaban los restos de la cárcel donde guardó prisión José Martí; imaginaba al Apóstol caminar penosamente con el grillete que dejo indeleble huella, más en el alma que en su misma carne y arrancar la piedra a golpe de pico en las canteras de San Lázaro, a pocos kilómetros de distancia.      Sólo 43 años habían transcurrido desde su caída en combate, y la República, que soñó independiente y soberana, “con todos y para el bien de todos”, padecía el nuevo coloniaje que quiso impedir, al convocar a los cubanos para la Guerra Necesaria, con la libertad de la Patria, evitando así que los Estados Unidos se apoderasen de la Isla y “cayeran con esa fuerza más sobre las tierras de América”. Pasarían algo más de dos lustros y darían su vida 20 mil patriotas, antes que viéramos cumplido su anhelo.      La ciudad se aprestaba, en 1948, al cambio de poderes: Ramón Grau San Martín, tal vez el mayor defraudador de las esperanzas populares durante la neocolonia, entregaría la Presidencia a Carlos Prío Socarrás, participante en la contienda contra el tirano Gerardo Machado, desorejado tunante, que entró a saco al tesoro público, superando con creces –con la excepción de Fulgencio Batista–a cuanto bandido desgobernó el país después del probo, aunque vendepatria y pro yanqui, Tomás Estrada Palma, quien, al no lograr reelegirse llamó al avieso vecino a hollar nuevamente con su pata intervencionista nuestro suelo.      El Parque Central, fue escenario, en los cincuenta, de memorables tánganas organizadas por la Federación Estudiantil Universitaria (FEU).  El 28 de enero de 1956, una tarde fresca y soleada, desembarcó José Antonio, junto a Fructuoso, Nuiry, Machadito y otros compañeros, para depositar una corona de flores y denunciar al dictador Batista ante la efigie del Apóstol.  Javier Pazos, Germán y Raúl Amado Blanco, Carlitos García el Carapálida, y otros compañeros entramos por otro costado. La zona estaba ocupada por esbirros de la tiranía, vestidos de paisano; llegaban al monumento columnas de Shriners (masones estadounidenses invitados a la farsa organizada por los batistianos), tocados con estrafalarios gorros.  Se oyó gritar a Echevarría, todos coreamos, ¡Muera Batista! ¡Abajo la dictadura!. El aire se llenó de ruidos violentos y sirenas policiales. Energúmenos de azúl agitaban “bichos de buey” por fuera de las ventanillas de los patrulleros, golpeando a cuando joven se tropezaban en su veloz carrera hacia los manifestantes; apresaron a los dirigente de la FEU, que se defendían a puñetazo limpio y les metieron a la “jaula”.  Otros logramos escabullirnos y regresar a la Colina Universitaria. Subí por la calle Ronda con el “chino” José Venegas; entró a un pasillo (que resultó no tener salida) donde fue apresado, salvajemente golpeado con la culata de un fusil y conducido luego al Castillo del Príncipe.  Penetré al recinto universitario por la entrada que da al fondo del Aula Magna y corrí hacia el local de la FEU, desde cuyos micrófonos nos turnamos para condenar la brutalidad policial y el encarcelamiento de José Antonio y demás compañeros.      Lanzamos bidones de 55 galones Colina abajo; otros volcaron un carro con placas oficiales frente a la Escalinata; la jauría del obeso Salas Cañizares se desplegó frente a nosotros y, entre disparos y palabrotas subió hacia el Rectorado y la Plaza Cadenas (hoy Agramonte). Nos replegamos en diversas direcciones; con Raúl Amado Blanco ingresamos al local del Teatro Universitario, donde estaba el profesor Ramonín Valenzuela.   Le dijimos que los guardias habían irrumpido en la Universidad, violado su autonomía, y perseguían a los estudiantes.  Consideró que debíamos salir enseguida.      Al hacerlo, vimos llegar, en zafarrancho de combate, al comandante Ponce y varios esbirros por la entrada de Ronda. Divisé a Willy Barrientos (hijo) y otros compañeros que se refugiaban tras el busto de Manolo Castro, frente a nosotros. Ponce nos apuntó con la Thompson y nos echamos al suelo; las balas arrancaban pedazos a las columnas del balaústre que rodea al Aula Magna, encima de mi cabeza. Decidí emprender una carrera “a cuatro patas” hacia el otro extremo y salir a la Escuela de Derecho; al doblar rumbo a la Plaza Cadenas, me hallé frente a los jenízaros de Salas Cañizares y  tuve que correr hasta el muro que da a la Calle 27 y brincarlo olímpicamente, a riesgo de quebrarme un hueso (siempre mejor que ser molido a palos y además detenido).      El propietario de la quincalla ubicada en J y 27, donde adquiría mis Bock “especiales”, me aconsejó caminar (no correr) hacia 23. Seguía su recomendación cuando oí que me llamaban desde un taxi que subía por J en dirección a la Colina: era René Anillo, que allá se dirigía. Monté y le expliqué que la Universidad estaba tomada. Decidimos ir a casa de Javier, en 15 entre 6 y 8, en el Vedado,. Éramos varios los compañeros allí reunidos. Ese día se discutió la necesidad de crear el Directorio Revolucionario.      Todas las tardes, en Galiano y San Rafael, andaba, perfumando el aire, la habanera; no una singular, toda La Habana. Blancas faldas de hilo, géneros ligerísimos que se aferraban al cuerpo voluptuosamente, insinuando sus montes y sus valles, venusinos promontorios que el viento juguetón impúdico esbozaba. Detenidos entre el oleaje de féminas, señores de dril cien, leontina de oro, panamá y coco macaco, semejaban colosos de rodas, faros de Alejandría, contemplando el incitante desfile. Tanto en verano como en “invierno”, protegidos a veces por sombríos paraguas del Bazar Inglés o por los portalones de la ancha vía: “gente buena y del comercio”, solía decirse. Vejetes pintones o verdes, irremediablemente erotizados por Eva, “que triunfante pasa”, dejando en los espíritus un ansia irrefrenable de joder…      Cuando era niño trepaba al mango del traspatio en busca de frutos suculentos, tentaba las gallinas de mi tío Julio, como le veía hacer a él; gallinas llamadas por los nombres de sus hermanas: Fina, Beba, Silvia…Esto ocurrió en L y 25, donde ahora se alza el Hotel Habana Libre. El gallo Piro daba su merecido a las gordas pollas, que ponían huevos diariamente en los rincones más protegidos. Un día terminaron todos los pobladores del corral en la olla, pero Julio se negó a comerlos. Petronila, la vieja cocinera fumadora de habanos, les torció el pescuezo con su destreza habitual y elaboró fricasés, arroz con pollo y pollo frito hasta que no quedaron más aves por asar.       El barrio de Kohly era un remanso silencioso y tranquilo en los años 40. Morábamos en Tropical No. 1, esquina am la Avenida de la Paz, una casona hecha con piedra de cantería, balcones de madera techados con tejas color de terracota. Un pequeño jardín rodeaba la casa, circundando por espinoso seto; a un costado se empinaba, galana, una imponente ceiba de tronco gris y amplia melena. En la calle jugábamos a la pelota con Mula Ciega, Sagüita, Romeo, Enrique y Colín; durante largo tiempo fuimos “enemigos” de los Peláez y Albertico Luzárraga y nos liábamos a golpes o pedradas cada vez que nos veíamos. Hicimos las paces después que lancé a la fachada de la residencia de Albertico  un pomo de peste diabólica, menjunje preparado por Mula Ciega y por mí, a partir de medicinas del botiquín de mi abuelo; éter anestésico, sobras de frijoles negros, lagartijas despanzurradas, arañas peludas y mierda de gato, todo fermentado al sol durante varios días.       Aliados a Luzárraga, continuamos a enfrentarnos con  los Peláez hasta que una noche, mientras cenaban, quitamos la masilla recién puesta a los cristales de las ventanas que cerraban el portal delantero, provocando su caída y estrepitosa quebradura. Alzaron bandera blanca y el sosiego retornó a la cuadra, pero enfilamos nuestras incursiones en otra dirección: el guayabo de los Parajón, en la Avenida de Almendares, que sistemáticamente desvalijábamos, y las grosellas de la italiana princesa Ruspoli, exiliada en Cuba durante la Segunda Guerra Mundial.. Preadolescentes ya, brincábamos la verja de la Tropical para, esquivando al guardabosque y su perro “policía”, regalarnos con espléndidas chirimoyas y lujuriantes guanábanas. Y, en otras ocasiones, para ver la pelota gratis en el estadio homónimo (hoy llamado Pedro Marrero).       La barrera coralina frente a la zona del Biltmore era, en aquella época, una fuente no negligible de langostas y pulpos (aunque estos pululaban en los arrecifes costaneros de Miramar); salíamos en bote desde el club, con cajuelas con fondo de vidrio y fijas, para pescarlos. Siempre me gustó el crudo de langosta recién salida del mar; luego aprendimos a preparar ceviche de cobo y pulpo a la marinera. Fui de los primeros en el colegio en practicar la pesca submarina, a pulmón (entonces ya comenzaba a utilizarse el aqualung) con flecha y “fusil” accionado por ligas de caucho. Me “retiré” a finales de los ’60; mi última inmersión deportiva fue con el general Raulito Díaz Argüelles, el capitán Benítez, Brazo Fuerte Ali Khan, al norte de Varadero.      El centro histórico encierra las joyas más preciadas de la ciudad. Lo he andado en todas direcciones, toda mi vida; con mi padre, desde niño, estudiante de bachillerato y universitario; recorríamos librerías, conversábamos con el colorao, Alberto, en La Económica, con Gelpi en La moderna Poesía, el gallego González en la Librería Martí y Andrés Belmonte en Selecta; prestigiábamos con nuestro incógnito humildes fondas chinas; surcábamos la bahía hasta la carbonera de Pelleyá, visitábamos Regla y Casablanca deambulando por sus calles “ultramarinas”; nos acercamos al paquebote Nieuw Amsterdam, holandésy al hispanoMarqués de Comillas, cuyo vivero traía sardinas y merluzas frescas del Cantábrico, que constituían nuestro deleite en las tascas del puerto, con helados vinillos de las Bodegas Bilbaínas y música de un “gaito” acordeonista, acompañado por su hija, la mismísima virgen de la Macarena, que cantaba aires regocijados y apenas nos rozaba con su mirar.        La noche siempre se “pone íntima” en la pequeña Plaza de la Catedral, donde habitaba, en un cuartico con gran ventana a la calle, Víctor Manuel. Llegué con Denise, pied noire voluptuosa atraída a nuestra tierra por el milagro de la Revolución. El poeta que era Víctor trasladó a cartulina, en delicado trazo, el hechizo acuciante de su cuerpo joven, de sus cabellos brunos descendiendo en barroco desorden sobre los hombros. Subí unas cervezas, recordamos París, nos mostró óleos inacabados, dibujos que aparecían entre colillas y botellas vacías. Víctor Manuel se consumía en el desaliño y el abandono, nada podían sus amigos, porque ya no tenía voluntad. Mi náyade regresó al Sena plasmada, para siempre, por su pincel impar.      Martínez, ceremoniosamente campechano, recibía en su Bodeguita del Medio, con chicharrones y mojitos, al compás de los “tristeros” de Carlos Puebla. Puede que Aurora lo hubiera echado al abandono, pero Armenia cocía con esmero ambrosianos tasajos de la llana Camagüey, dormía (con notas de La tarde) gustosos frijoles negros, mientras el horno hacía crujir pellejos de chancho en adobo criollo (naranja agria, ajos, orégano, sal, una pizca de cominos molidos en manteca bien caliente) y los tostones se freían, alegres, en inmensas sartenes de hierro.      La Calle del Empedrado, a medianía entre la Catedral y la calle Cuba, despertaba el apetito de los transeúntes, asombrados de que tales aromas surgieran de las entrañas de una pequeña tienda, no diferente en su aspecto de tantas otras que sólo expendían víveres y bebidas. Ese invento notable se debió a Felito Ayón, el impresor del local adyacente, a quien no resultó difícil convencer al propietario de La Bodeguita para que diera cabida a algunos amigos en las mesas de la trastienda, donde almorzaba Martínez con su esposa y dos empleados y, poco a poco, convertirla en el sitio preferido de poetas, pintores y escritores golosos, amantes de la cocina criolla, del ánima estimulante de la caña de azúcar y de los viejos trovadores, que cantaban y bebían  la par de los comensales.      Así nació La Bodeguita del Medio que pronto fue “bodegona” y acogió a figuras cimeras del cine, el teatro, la radio, la prensa, la cultura y la política, y a simples amadores de la vida, que mucho tiene también de melodía, bebercio y manducatoria.
En la esquina del salón, al fondo, patas arriba, cuelga la silla de Leandro García, recuerdo del amigo que partió para siempre; versos de Guillén y lemas (“Cargue con su pesao”) cuelgan de las paredes y Salvador Allende recuerda a nuestro bardo desde su propia bodega santiaguina.       Hubo, por cierto, una caricatura de mi padre hecha por mi (que Martínez llevó a su casa y hoy está en el Centro Pablo) y otra, reproducida en hierro forjado, del ingenioso Juan David, asiduo bebedor de cervezas bodegueriles en el bochorno del mediodía. En su bar, Mario Kuchilán era “señor” chinito, “porque no hay clases—me dijo–, pero hay jerarquías” y Carlos Lechuga, Enrique Núñez Rodríguez, y Eduardo Robreño expresaban otra manera de ser, la buena, de los supervivientes de la República que era “aquella”. (Así decía Varilla, desgarbado y ocurrente cajero, siempre dispuesto a difundir la coñas sin errar en sus cuentas.)      Andando las calles, tras los pasos de Leal, visitamos la casona que fue la de El siglo de las luces, donde radica ahora el Centro Alejo Carpentier que alentaba Lilia, su esposa y compañera (y ahora lo hace con sobrada brillantez Graziella Pogolotti); la Casa de la Obra Pía, en la vía que lleva su nombre, frente a la de Äfrica: mis amigos africanos, representantes de varios Estados ante la ONU, patentizaron su satisfacción al recorrerla. Años después asistí en la primera, con el ministro de Ultramar francés y Eusebio, a la inauguración del taller donado por su gobierno, donde se restauraban históricas telas de El Templete habanero, factura de Jean-Baptiste Vermay, discípulo de David y fundador de nuestra Academia de San Alejandro.      No olvidar la loma del Ángel ni su iglesia: en derredor se escuchan los reclamos de Cecilia Valdés, lejanos pregones, trote de caballos, chirrín de volantas, ni el templo del Espíritu Santo, donde oficiaba monseñor Ángel Gaztelu misas poéticas, después de magnificar la iglesia de Bauta con la obra de nuestros maestros.  Ni los restos de la muralla, que deslindaba la villa original de terrenos inhabitados o poco poblados, expuestos a devastaciones de los piratas, en dirección al Almendares.      Porque en el fondo de todo lo que perdura en la ciudad hay unos ojos tristes, los de un niño que reía y amaba los colores, corre-que.te-corre tras un balón, sin hacerse preguntas, llenando sus pulmones de oxígeno, atravesando el prado de las margaritas silvestres y punzantes guizazos, sin reconocer las yerbas que los galos llaman pisse-en-lit y tienen flores redondas, como de pelusa, que se deshacen al más leve soplo, y se comen con o sin lechuga, rociadas de aceite de oliva y vinagre añejo; o quizá, haciéndose elementales interrogaciones sobre la redondez de la tierra, la inalcanzabilidad del infinito, la persistencia del sol, invariable, año tras año, como la seca y la lluvia, punteadas por ciclones tremebundos, inundaciones y desplomes de viejas casas, arrasadas por el agua y la incuria.      Ese niño aprendió a deshojar las margaritas y conoció extraños sabores, porque la vida se hace también de hollín y hiel y desengaños. A pesar del mar inmenso, la ilusión de la nube, la gaviota que pasa y deja en el viento un aroma de almizcle y presentimiento, de bueno por conocer, amor impuro, las horas mantienen su ritmo, ni lentas ni veloces, acompasadas. Y tanto va el cántaro a la fuente que aprende de memoria la música del agua; la vida se derrama por las marismas y cañaverales, desciende por las calles, hace arroyos, hoyuelos en las mejillas de Atenea, de Alina Sánchez/Cecilia, cuesta del Ángel abajo, al hondón de la villa que andamos.      Se arremolinan las columnas, las redondas y lisas, tímidas de tanta sencillez; las coruscantes, barrocas, como volutas de habano, cantatas de Vivaldi; y aquellas coronadas, corintias, pequeñas dóricas que soportan los años, imitativas cariátides frente a las olas, embebidas de sal y yodo, de terrales; otras, se mueven como las palmas azotadas por el vendaval del norte, hitos en los portales, mojones que deslindan antiguas puertas; y las rejas, serpenteando en el Prado, trasunto de viejas columnas españolas, de templos meridanos y templetes, teatros, coliseos; columnas de los atrios y claustros tropicales, conventuales columnas de los maitines, que recuerdan el paso bisbiseante de las monjas en el airecillo vespertino, impregnado del olor del chocolate de los inviernos casi inexistentes, ávidos de churros o, al menos, de bizcocho fresco.       Oh, ciudad de las columnas, ¿quién te vio y no te recuerda? Ciudad de calor insomne y de pupilas ardientes. ¿Acaso no pudo decirlo así Federico en sus días habaneros, asaltado por fantasmas de Córdoba en la Plaza Vieja, azuzado por aquellos mozuelos lánguidos, baldíos que cruzaban por los sueños de Porfirio Barba-Jacob, su contertulio en las noches de la casona vedadense de los Loynaz, donde salían a recoger estrellas caídas entre el follaje del jardín al filo de la madrugada?      El pulso late con brío en esta ciudad entrañable, venida a menos, pero no agotada; dormilona, pero siempre alerta, como sus noches milicianas, el haz de luz recorriendo el espacio desde la farola de El Morro. Amables piedras, enérgicos jinetes de sus parques en caballos de bronce, clarín que toca a degüello; titanes, nombres diversos de la patria. Tus hijos te guardan las espaldas, cuidan tu sueño, rehacen tus arterias, levantan tus escombros. Aquí es el hontanar, la voluntad inquebrantable de vivir dignos y libres de cualquier tutela, junto a Martí y al héroe de la Sierra, junto al hermano de los años duros que aún no acaban. En nuestra Habana, la urbe sin veneno, la ciudad de la vida.

El 26 de julio: imagen y posibilidad

tomado del blog: Segunda Cita

Por José Lezama Lima

La imagen es la causa secreta de la historia. El hombre es siempre un prodigio, de ahí que la imagen lo penetre y lo impulse. La hipótesis de la imagen es la posibilidad. Llevamos un tesoro en un vaso de barro, dicen los Evangelios, y ese tesoro es captado por la imagen, su fuerza operante es la posibilidad. Pero la imagen tiene que estar al lado de la muerte, sufriendo la abertura del arco en su mayor enigma y fascinación, es decir, en la plenitud de la encarnación, para que la posibilidad adquiera un sentido y se precipite en lo temporal histórico. Ese tesoro que lleva escondido un ser prodigioso como el hombre, puede ser tan solo penetrado y esclarecido por la imagen. La imagen apegada a la muerte, al renunciamiento, al sufrimiento, para que descienda y tripule la posibilidad. La historia en ese rumor de la posibilidad actuando en lo temporal, penetrando en esa vigilancia audicional del hombre. Estar despierto en lo histórico, es testar en acecho para que ese zumbido de la posibilidad, no nos encuentre paseando intocados por las moradas subterráneas, por lo intrahistórico caprichoso y errante.

En el maravilloso capítulo de la Odisea, donde Ulises desciende a las profundidades para contemplar a su madre muerta, ve como la sombra de su madre lo esquiva, a pesar de su patético esfuerzo por acercársele. Pero al fin oye la voz más querida que le dice: hijo, no permanezcas más en este sombrío valle, asciende pronto hacia la luz. La fuerza del acarreo y del encuentro le viene a decir la conseja eterna, asciende hacia lo temporal, ocupa el espacio donde la luz bate a sus enemigos y desaloja a la medusa en sus lineamientos infinitos. Y ese ascender hacia la luz es el acierto de la posibilidad, mientras la imagen errante como una luciérnaga, se apoya en una sustantividad poética, en ese campo magnético germinativo, para engendrar esa imagen que lo temporal necesita para formar esas inmensas masas corales, donde una poesía sin poeta penetra en el misterio de lo unánime. Es el cántico de la imagen, cuando logra verle la cara al develamiento de lo histórico porque ya anteriormente lo germinativo en el hombre, se nutrió de una imagen demesurada que rebasaba al hombre y le comunicaba los prodigios de la sobrenaturaleza.

Se decía que el cubano era un ser desabusé, que estaba desilusionado, que era un ensimismado pesimista, que había perdido el sentido profundo de sus símbolos. Como una piedra de frustración, el cubano contemplaba a Martí muerto, expuesto a la entrada de Santiago de Cuba, o a Calixto García obligado a quedarse contemplando las montañas, sin poder entrar en la ciudad. Pero el 26 de Julio rompió los hechizos infernales, trajo una alegría, pues hizo ascender como un poliedro en la luz, el tiempo de la imagen, los citareros y los flautistas pudieron encender sus fogatas en la medianoche impenetrable.

Decía José Martí: tengo miedo de morirme sin haber sufrido bastante. Sufrió lo indecible en vida, pero después de muerto siguió sufriendo. Ascendió purificado por la escala del dolor, decía Rubén Darío cuando lo recordaba. Ya era hora de que descansara en la pureza de sus símbolos, siendo un dios fecundante, un preñador de la imagen de lo cubano. Llegó por la imagen a crear una realidad, en nuestra fundamentación está esa imagen como sustentáculo del contrapunto de nuestro pueblo. Esa fue la interpretación de las huestes bisoñas lanzadas al asalto de la fortaleza maldita. La posibilidad extendiéndose como una pólvora de platino, fue interpretada y expresada. No fue un fracaso, fue una prueba decisiva de la posibilidad y de la imagen de nuestro contrapunto histórico, al lado de la muerte, prueba mayor, como tenía que ser. Son las trágicas experiencias de lo histórico creador. «La mar, color de cobre, dice el trágico griego, contempla impasible la muerte del hombre de guerra.» Pero la tierra, que devuelve lo que devora, convierte al héroe muerto en legión alegre que trepa por lo estelar, para apoderarse del nuevo reto del fuego.

La posibilidad actuando sobre la imagen, al apoderarse de la lejanía, de lo perdido, de la isla en el desembocar de los ríos, crea el hoc age, el hazlo, el apodérate. Es necesario que el cubano penetre en la universalidad de sus símbolos. Saber que la piña, con sus escudetes de oro quemado y el ondular de su corona de algas, es lo barroco, lo español de ultramar, como la palma, en el centro de la poesía de Heredia, significa soledad y destino espantoso, de la misma manera que el símbolo del 26 de Julio, entraña una resistencia o un bastión opuesto a la jabalina de oro de la posibilidad, que al fin cede y se querella en el misterio del fracaso.

El fracaso es, en realidad, otra prueba, la del laberinto, intentada por el centauro o por el toro inmediato. La prueba del laberinto tiene dos etapas, expresada con singular poderío por el ex libris de uno de los grandes prosistas del idioma. En la primera viñeta, el centauro se cruza los labios con el índice, apuntando silencio y el laberinto permanece dispuesto y temerario. Exorna la lámina una sentencia latina, in spe, en espera. En la otra viñeta, el centauro grita y las curvas del laberinto están abolidas, otra sentencia latina, dunque ad huc, ese hasta aquí, descifra y regala una chispa esclarecida. El 26 de Julio significa para mí, como para muchísimos cubanos tentados por la posibilidad, la imagen y el laberinto, una disposición para llevar la imposibilidad a la asimilación histórica, para traer la imagen como un potencial frente a la irascibilidad del fuego, y un laberinto que vuelve a oír al nuevo Anfión y se derrumba.

Las alturas que merece Martí

tomado del blog: Cine Reverso

José Martí, de José Delarra. Artista plástico cubano. Dibujo en tinta sobre cartulina.

Por José Alejandro Rodríguez

A más de medio siglo, aquella absurda maquinaria produciendo sin cesar bustos de nuestro José Martí, imagen emblemática del filme La Muerte de un burócrata de Tomás Gutiérrez Alea, desconcierta aún al espectador; y sugiere la tendencia a estandarizar con pura formalidad y reproducción extensiva, sin interpretación creadora, el legado inmenso de nuestro Héroe Nacional.

De ese estilo reduccionista y burocratizante no escapó cierto tratamiento propagandístico de la figura del Apóstol de la independencia, como panes y peces a repartir para todos por igual; en contraste con la honda e inacabable vindicación del complejo universo martiano por insignes políticos, historiadores y estudiosos de su huella.

Tal es la universalidad del pensamiento martiano, y tanto él habló y previó de todo: “del microbio a la nube”, que cualquiera se siente en el derecho de esgrimirlo sin conocerlo a fondo. Y lo utiliza de comodín de ocasión, lo mismo en un discurso, con frases entresacadas de contexto, que en una conversación barrial adjudicándole sentencias falsas como que robar un libro no es robar.

Una variante de esa tendencia, no dudo que, con la mejor intención, ha sido la multiplicación excesiva de sitiales con bustos de Martí en los más insólitos lugares públicos, como si el influjo de su obra y ejemplo se decretara per se con la figuración en piedra o yeso, y no requiriera de un largo cultivo, incorpóreo, en el alma nacional.

No hablo de los memoriales y monumentos relevantes, sitios de veneración, adónde siempre habrá que ir sin quitarnos el polvo del camino. No incluyo a los humildes bustos en las escuelas, de manera que siembren desde temprano el amor a José Julián. Lo que censuro es la ligera costumbre, casi que emulativa, de situar un Martí, muchas veces rústico e irreconocible, lo mismo al pie de una cafetería, que a la entrada de una oficina de trámites donde se hacen colas, o en los bajos de un edificio multifamiliar en plena acera.

Y muchas veces, esa clonación improvisada de su rostro en sitios públicos sufre impunemente la degradación del tiempo y del maltrato. He visto algunos bustos con la nariz o una oreja rotas, y permanecen así mucho tiempo. En algunos sitios, hasta se ha hecho costumbre sentarse o recostarse en la base del pedestal.

Pero lo más indignante son los sitiales cercanos a ventas de bebidas alcohólicas. Hace unos días, junto a un expendio de ese tipo en el complejo comercial del Mónaco, en la capital, un busto de Martí, aún rodeado de una reja de hierro, los bebedores de cerveza cercanos lanzaban las latas vacías al pie de tanta gloria, a la vista de todos.

No puede dejarse al libre albedrío la imagen del Héroe, luego de una Revolución que lo ha reivindicado tanto en su obra, y lo ha devuelto al patrimonio popular, repartiéndolo en la veneración como la luz que nos sostiene.

Ahora que se aprobó la Ley de Símbolos Nacionales, e imbuidos del respeto que merecen los sagrados emblemas de la Patria, urge un estudio a fondo por parte de la Comisión Nacional de Monumentos, de los sitiales dedicados a Martí y otros héroes y mártires.

Habrá que regular donde y en qué condiciones aledañas, debe situarse un memorial, por modesto y humilde que sea. Y en consonancia, eliminar los bustos improvisados, que no cumplan con los mínimos requisitos. Pero también urge penalizar con rigor el irrespeto a los rincones que honran la memoria de quienes lo dieron todo por Cuba.

No es fortuito que Celia Sánchez junto a su padre, en una acción reivindicativa del Martí que se desgastaba en aquella República, hubieran situado su busto en la cima del Pico Turquino. En las alturas siempre deberá perpetuarse Martí. En las alturas de la memoria y el corazón agradecido del pueblo cubano.