Cómo explicárselo

Esta tarde se me quebró la voz mientras leía mi texto “Según pasan los años” en voz alta.

Manzano, como lo llamamos todos los que lo queremos y admiramos, me había invitado a almorzar y a asistir a su “Peña del hurón azul”, que conduce junto a Reyna Cruz, su esposa.

Se me había olvidado que era hoy. Había ido, no tan temprano, cerca de la Plaza Roja (por la calzada de 10 de octubre) a ver si me aguardaba algo en el segundo piso de la tienda “El Asia”.

Máximo, el librero, me había dicho que todos los sábados había una especie de feria, de mercado de las pulgas, donde sacaban muchas cosas. Cuando llegué a la parada del rutero en Monte, ceca del Parque de la Fraternidad, me llevé la sorpresa de ser el primero en marcar. Me bajé en la Plaza Roja y, ¡milagro, milagro!, la librería “Alejandro de Humboldt” estaba abierta. Compré dos libros de En lo más implacable de la noche, la antología de Idea Vilariño publicada por Casa de las Américas. En “El Asia” no había nada esperándome.

Como ya sabía el camino emprendí el regreso por la Calzada de 10 de octubre, rumbo a Centro Habana, con el firme propósito de llegar a pie. Sabiendo el camino no podía ser tan largo. O bueno… por lo menos para mí. Cuando llegué a la Esquina de Teja, antes de doblar para buscar Monte, sonó mi celular: era Roberto Manzano. Quería saber si iba a ir a su casa a almorzar.

-Era hoy… no sé, Manzano, por qué pensaba que era el próximo fin de semana. Estoy en la Esquina de Teja. Lo que me demore en llegar…

Como estaba seguro del recorrido peatonal más no del guagüero decidí esperar un rutero o una máquina que me bajara a La Habana para, después de pasar por Concordia, dejar mi morral (la mochila) y reemprender el camino de regreso. La vuelta del bobo, sí. Como corresponde.

Una mano me tocó el brazo y me llamó. Era Zuleica Romay. Nos dimos un fuerte abrazo, sudorosos y emocionados. No alcanzamos a conversar mucho porque, ¡milagro, milagro!, ya venía el rutero. Semi vacío.

Dejé mi mochila (mi morral), tomé un poco del yogur que hace Michel, cogí el único ejemplar que tengo acá de Un librero y emprendí el camino de regreso al Parque de la Fraternidad, a la parada del rutero. Marqué el último en una cola zigzagueante y amplia. De repente, sin anuncio, apareció un P 8 vacío. Corrí a él e hice el viaje, hasta la parada de La Palma, sentado, con la ventana abierta y el viento corriendo por mi cara.

Apenas me bajé de la guagua una máquina, a la que le faltaba un pasajero, me estaba esperando para llegar a la Curva de Párraga. Ya todos habían almorzado cuando llegué. Manzano, como lo llamamos todos los que lo admiramos y queremos, abrió su abrazo inmenso apenas me vio. Hacía seis meses no nos encontrábamos. La última vez fue el 17 de febrero.

-Llegué tarde, lo siento…

-No te preocupes… lo importante es que viniste… Y, al ser el último, eres el más afortunado: puedes comer más.

-Eso era en otros tiempos, Manzano… -le respondí sonriéndole al que fui alguna vez: lento pero aplastante como la pata del elefante.

Conversamos un rato. Nos actualizamos y emprendimos todos el camino al “Hurón Azul”, la casa de campo de Carlos Enríquez donde, desde hace un año, funciona la peña que coordinan su esposa Reyna y él.

Si la palabra “apóstol”, en Cuba, no tuviera ya dueño, sería la indicada para nombrar a Roberto Manzano. Apóstol de la poesía. Y como lo conozco (y todos los que lo conocemos) sé que, aunque esta palabra no tuviera dueño, él la rechazaría.

Estar con Manzano, escucharlo, es encontrarse con un ser humano de una bondad y sabiduría infinitas, un poeta en el sentido amplio y profundo de la palabra, un creador, un artesano, un amador de las palabras y del estudio. Un permanente y constante descubridor para quien la vida debe vivirse de acuerdo con la vocación y con una fidelidad absoluta a la verdad. Creo, y no me sonrojo al decirlo, que es el hombre más noble que he conocido. El poeta más amable que existe.

Uno de los invitados a la peña de hoy era el poeta Jorge García Prieto, quien nos leyó algunos de sus poemas y décimas entrañables. Y nos habló (como debe ser en toda peña de poesía) de un poeta que admiraba: Eduardo Mejides Díaz, autor de un solo libro, una delgadísima plaquette publicada por Ediciones Extramuros en 1986, La rendija de la calle, escrito ante la insistencia de un amigo y acompañado por una botella de ron. Poeta del que no se sabe su paradero. Está perdido. O como dijo Jorge: “Desaparecido”.

No me resistí a fotografiar todos sus poemas con mi cámara invencible. Había algo que me tocaba en lo más hondo: aquello que me hablaba directamente sobre lo que no hay que olvidar jamás y “recordar para recordar”. Como un deber. Como un pacto. Porque si no se hace esas vidas, esos momentos, esos tiempos se perderán irremediablemente. Son poemas que me hablan a los ojos. Que me dibujan lo irrepetible.

Este fue uno de los que leyó Jorge:

Elegía

A Francisco, a quien no puede decirse en un poema; a esos, a los que dijeron ¡coño!, se nos ha ido “Mortadella”.

tu traje de béisbol está canoso
francisco martínez “mortadella”
las pelotas andan de luto
y el jonrón que nunca diste te recuerda
francisco te perdiste por el cáncer
y te buscaron iglesias
misas
oraciones
y hasta el brujo
más brujo
de los brujos
y ni los hospitales más audaces te encontraron
y hoy que has permorido a ciencia cierta
me pregunto
quien nos menichea
el placer está muy pálido
a decir verdad
aquí todo está muy pálido
tu casa
la bodega
el camión de leche que vendiste
el bombillo de la esquina
pobrecitos todos
si los vieras
ahora que te hemos deshallado eternamente
cómo explicarle a tu guante
a tu gorra
a tus espais
a esas cosas tremendas que mimabas
cómo explicarle que jamás se efectuará un torneo
“MORTADELLA IN MEMORIAM”
cómo explicárselo
francisco
cómo.

Tal vez fue el tono de los poemas de “Chaca” que Jorge leyó… tal vez el saber que era la primera vez que iba a leer algunos textos de mi libro ante cubanas y cubanos que no conocía o que frente a mí estuvieran Manzano y Reyna o quién sabe qué fue… lo único cierto fue que cuando leí “Según pasan los años” y volví a pronunciar los nombres de Gilber y Rolando, no pude evitar que mi voz se quebrara un segundo y tuviera que decir “lo siento” y Manzano, como lo llamamos todos los que lo que lo admiramos y queremos, me sonriera y me dijera:

-Tranquilo. No importa.

Y yo terminara de leer y por un momento, tan sólo un momento, esos dos libreros volvieran a existir en mis palabras y comenzaran a habitar en la memoria de todos los que, a pesar del calor y la lejanía, nos habíamos reunido en la “Peña del hurón azul” para compartir por un rato la poesía y la amistad.

Y un vaso de té con ron, un buchito de café y un pedacito de cake porque hoy la peña cumple un año y no podemos dejar de celebrar y “armarnos de amigos, porque los amigos son los amigos y si nos entran a trompones se reparten entre todos”.

Y de recordar sin explicárselo.

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