Las noches en la Universidad, ay, las noches…

A Carlos, Alipio, a todos los amigos de la Uni, a mí en esos tiempos…

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Esos fueron de mi tiempo, detrás, el excelso departamento de periodismo y comunicación social de la sede Mella

Siempre me han importado los comienzos. Un buen comienzo lo es todo, o por lo menos el comienzo de todo, el primer vistazo, el primer gustazo, ese interruptor que define cualquier lectura, del género que sea.
El caso es que hace días estoy buscando palabras para contar algo de la Universidad, lo que más recuerdo, lo que pueda mover las nostalgias que andan sueltas, encabritadas en cada mensaje, en cada foto de los que se encuentran después de tanto tiempo, de cinco años compartiendo la Universidad, con todas sus causas.
Claro, buscar la aguja, encontrar la justa es el problema. Esta es mi versión décima y todavía puedo intentar otras. Claro que entonces lo más probable es que lo deje para luego y se quede para nunca. Así que dejo los escrúpulos a un lado y escribo.
Hoy voy a hablar de las noches. En la Universidad, era la vida misma. La sede Mella, e imagino que Quintero también, era una ciudad de noches abiertas, donde todo se hacía un espacio, porque el cielo para entonces era el mismo para todos.
Había fiestas. Las mías en cinco años fueron muchas y la mayoría desenfrenadas, de ron marca matarratas, cuando más un aguardiente de Central cañero.
Nunca más lo he vuelto a probar, pero sí me queda el recuerdo. Era indefinible el sabor, el color variable, la textura de mejor ni averiguar, pero siempre merecido, siempre agradecido por barato, por de a buena hora luego de tanto tratar con profesores, pruebas y horarios.
Se acompañaba de música, de buenos amigos, y bajaba bien al estómago casi siempre vacío. Ahora pienso en alquimia, entonces pensaba muy poco porque de alguna manera esa forma de muerte lenta que venía en cada trago era una contribución simbólica a la vida, que vivíamos con alevosía, a sabiendas de nuestra mortalidad.
La música, en medio de todo, era fundamental. Fueron tiempos de descubrimientos, de navegar con los ojos cerrados gracias a algún socio que se entretenía en sorprenderme.
De entonces guardo la convicción del espacio de la música en mi vida, como un componente dramático imprescindible para vivir lo más intensamente posible los momentos, a sumergirme en la nostalgia con notas tales o saltar de alegría con algún acorde de locos si era el caso.
Allí le cogí el gusto a Estopa, a Jarabe de Palo, escuché por primera vez una canción de La Cabra Mecánica, que nunca más encontré. De esas noches, guardo lo mejor de la música y lo más vulgar de la moda.
A compases cambiaba de palo para rumba, según el cuarto, la hora y los socios. En una misma noche podía escuchar a Bach, Gilberto Santa Rosa y Candyman. Aprendí que la alegría es una actitud, una decisión que no tiene que ver con niveles culturales, a veces barreras para esos de narices altas y mentes estrechas.
En muchas de esas noches, tuvimos la oportunidad de la primicia. Una bailé por primera vez con Sur Caribe, todavía sin fama pero siempre genial, moviendo todo en aquella sede donde había mucho por mover, por desestresar. Recuerdo al guajiro Eliades, ya con nombre conocido, bajando de su carro cuatro puertas, flamante, para ir a verter sudores en el teatro de Quintero, sauna concurrida en una tradición de mucho tiempo, me dijeron entonces. No sé si mantenida.
Muchos de los buenos pasaron por allí y quedaron en el recuerdo, en las peñas que también ponían su nota y sus nostalgias. Todavía, después de algunos cursos, seguía en el aire la de los Raros, que intentamos continuar en las afueras del aula de televisión, con el empujo empalagador del profe Ramiro, conspirando con Luis Enrique y Karina y todos los que ayudaban en aquellos círculos en los que yo no faltaba, con novio o sin él, corriendo por algún trabajo o más relajada.
Aunque muchos piensen lo contrario, las noches también eran de estudio. Como se podía se husmeaba en las palabras, cazando valoraciones, sorpresas y contrarios. En la Casa Azul, denominación para aquella Girón de cuatro pisos y un millón de locos que acogió por unos cinco años a los estudiantes del Departamento de Periodismo y Comunicación Social, y todo aquel con suficiente palanca como para colarse; los libros estaban a la mano, codiciados, de primera necesidad, imprescindibles.
Noches también de televisor, y musiquita privada, de guitarra, de conversación suave en algún banco o cazando mosquitos en los escalones. Noches de pelota, en turba frente a la pantalla o en las gradas del Guillermón, para después ir de conga los que ganaban, alicaídos pero nunca callados los que perdían.
Noches y noches de ventanas alumbradas, de gente despertando a deshoras para dormir cuando a las gallinas les falta poco para irse al palo, noches de besos ocasionales y adormecidos, como a suerte de ver qué nos trae la mañana. Noches de laboratorio, de alguna película de sexo de esas que enseñan muy poco en realidad aunque muestran mucho, colada por milagro en la sacra red de los laboratorios.
Noches de caminar buscando algo que comer, cuadra tras cuadra tras la promesa de una pizza, entumecida a esas horas. Noches de no saber qué hacer y de extrañar. Noches de aquelarre y diversidad, de aceptar sus velos y velorios, en los que velábamos que no se despertara la intolerancia.
Carlitos y sus fiestas del cuarto piso de la Casa Azul. Tico y sus alhajas de carey, madera, semillas. Todos con todos. El teléfono, las tías, los inventos para subir al novio ingeniero de turno para pasar la noche.
Y los insomnios que me hicieron sentarme en algún sitio y mirar la noche, fijarme en las ventanas encendidas a las tres, las cuatro de la mañana, e imaginar qué hacían a esas horas, si el amor, o un seminario, o estaban tan insomnes como yo, quizás ocupados también en imaginar, sumergidos en la contemplación de lo invisible.
Porque la Universidad, lo supe desde la primera noche, no duerme nunca

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