Los Estados Unidos más allá de Trump: La cultura política y el proyecto de nación en transición histórica*

Jorge Hernández Martínez

 

Con el triunfo electoral de Donald Trump en las elecciones realizadas en los Estados Unidos el pasado 8 de noviembre y su toma de posesión como Presidente de ese país el 20 de enero de 2017, se registra un auge ideológico del movimiento conservador, del populismo, del nativismo, la xenofobia, las corrientes de extrema derecha, como reacciones de desencanto, rechazo y ajuste de cuentas con la política de la doble Administración Obama. Esa ofensiva ideológica cuestiona desde los finales de los años cde 1970 e inicios de los de 1980, al inaugurarse la “era de Reagan”, al liberalismo tradicional y a las prácticas de gobiernos demócratas (Wilentz, 2008).

A mediados del segundo decenio del siglo XXI a ello se  agrega el disgusto de sectores de la clase media blanca, protestante –afectada desde el punto de vista socioeconómico con Obama–, cuyos resentimientos se enfocaron no sólo contra el gobierno demócrata que terminaba su mandato, sino de modo específico contra la figura presidencial en el plano personal –un hombre de piel negra, de origen africano–, con beligerantes expresiones  de racismo y xenofobia que había anticipado el Tea Party y que Trump retoma ahora con fuerza, añadiendo una estridente nota de intolerancia étnica, misoginia, machismo, homofobia y sentimientos antiinmigrantes, con un discurso patriotero que decía defender a los “olvidados”.

Las posiciones del nuevo Presidente apelan a una conjugación de miedo y rechazo a todo lo que supuestamente amenaza la supremacía blanca en esa sociedad, incluyendo a los cuantiosos latinoamericanos indocumentados, a los que promete una deportación masiva, y  a los árabes, declarando una especie de cruzada contra el mundo musulmán   Trump ha dejado claro quiénes son las personas de segunda categoría o non gratas en esa sociedad, atendiendo a su pertenencia étnica, condición racial, idioma que hablan, procedencia geográfica, afiliación religiosa, ideología política, identidad cultural. Sobre todo, por el hecho de que rivalizan con quienes son considerados como los auténticos norteamericanos (blancos, anglosajones, trabajadores, disciplinados, individualistas, protestantes) ante áreas como el empleo, a los que les están robando el país y su cultura.  La victoria de Trump, que movilizó el voto nacionalista, de clase media y obrero blanco, refuerza a los grupos sociales y clasistas que “alertan” del presunto, manipulado, declive de la raza blanca en el país y combaten la inmigración. Así, el Ku Klux Klan, la Asociación Nacional del Rifle y la Sociedad John Birch, se sienten reconocidos y confían en poder influir en la Casa Blanca.

    Entre los enfoques que prevalecen aún en las sociales, se encuentran las narrativas sociológicas, historiográficas, politológicas y económicas que subestiman y hasta pretenden desconocer la significación del imperialismo contemporáneo, ganando presencia las miradas que retoman el concepto de imperio, considerando que éste se convierte en una especie de espacio abierto, donde los Estados-naciones se hallan en proceso de desaparición, y en el que el imperialismo pierde su razón de ser[1]. La realidad internacional de hoy, sin embargo, nada tiene que ver con la visión de los teóricos del “posmarxismo” y con la imagen que proyectan los exponentes teóricos de la globalización comprometidos con el llamado pensamiento único. El imperialismo, si bien con nuevos rasgos, sigue siendo la fase superior del capitalismo, y tiene un centro, hasta ahora irreemplazable, en los Estados Unidos.

El presente trabajo analiza, tomando como punto de referencia la victoria de Trump  y su significado histórico –más allá de dicha coyuntura electoral y en el marco de la prolongada crisis cultural norteamericana–, el agotamiento del proyecto nacional, apuntalado en el liberalismo tradicional, y la espiral conservadora que coloca en su centro al autoritarismo y a concepciones que expresan ciertos vasos comunicantes con la ideología fascista, bajo condiciones histórico-concretas específicas, en el centro de la dinámica política en los Estados Unidos[2].

La crisis, el agotamiento liberal y la reacción conservadora

Con el triunfo electoral de Donald Trump en las elecciones realizadas en los Estados Unidos el pasado 8 de noviembre y su toma de posesión como Presidente de ese país el 20 de enero de 2017, mucho se ha hablado y escrito acerca de que ello expresa el auge del movimiento conservador, del populismo, del nativismo, la xenofobia, las corrientes de extrema derecha, como reacciones de desencanto, rechazo y ajuste de cuentas con la política de la doble Administración Obama. Esa ofensiva ideológica cuestiona desde los finales de los años de 1970 e inicios de los de 1980, al inaugurarse la “era de Reagan”, al liberalismo tradicional y a las prácticas de gobiernos demócratas (Wilentz, 2008). A mediados del segundo decenio del siglo XXI a ello se  agrega el disgusto de sectores de la clase media blanca, protestante –afectada desde el punto de vista socioeconómico con Obama–, cuyos resentimientos se enfocaron no sólo contra el gobierno demócrata que terminaba su mandato, sino de modo específico contra la figura presidencial en el plano personal –un hombre de piel negra, de origen africano–, con beligerantes expresiones  de racismo y xenofobia que había anticipado el Tea Party y que Trump retoma ahora con fuerza, añadiendo una estridente nota de intolerancia étnica, misoginia, machismo, homofobia y sentimientos antiinmigrantes, con un discurso patriotero que decía defender a los “olvidados”.

Las posiciones del nuevo Presidente apelan a una conjugación de miedo y rechazo a todo lo que supuestamente amenaza la supremacía blanca en esa sociedad, incluyendo a los cuantiosos latinoamericanos indocumentados, a los que promete una deportación masiva, y  a los árabes, declarando una especie de cruzada contra el mundo musulmán   Trump ha dejado claro quiénes son las personas de segunda categoría o non gratas en esa sociedad, atendiendo a su pertenencia étnica, condición racial, idioma que hablan, procedencia geográfica, afiliación religiosa, ideología política, identidad cultural. Sobre todo, por el hecho de que rivalizan con quienes son considerados como los auténticos norteamericanos (blancos, anglosajones, trabajadores, disciplinados, individualistas, protestantes) ante áreas como el empleo, a los que les están robando el país y su cultura.  La victoria de Trump, que movilizó el voto nacionalista, de clase media y obrero blanco, refuerza a los grupos sociales y clasistas que “alertan” del presunto, manipulado, declive de la raza blanca en el país y combaten la inmigración. Así, el Ku Klux Klan, la Asociación Nacional del Rifle y la Sociedad John Birch, se sienten reconocidos y confían en poder influir en la Casa Blanca.

La sociedad norteamericana, como marco dentro del cual sucede todo eso, bajo la influencia de la llamada Era de Reagan, vive una crisis de la cultura política, palpable en el auge de la orientación ideológica conservadora. El “trumpismo” –como se le está denominando a la línea de pensamiento y acción que promueve el actual Presidente– es una expresión de ello, que  recibe legítimamente tanto las etiquetas de conservadurismo como las de extremismo derechista y de populismo. Los tiempos, están cambiando. Los Estados Unidos se encuentran inmersos en un proceso de transición, en el que se mezclan elementos objetivos y subjetivos, económicos, políticos, ideológicos, que se expresan tanto a nivel interno como internacional. El proyecto de nación en torno al cual se ha troquelado el sistema desde los años de 1980 está exhausto. La importancia de comprender ese proceso la dejó  indicada Luis Maira, al percatarse de la gravedad y significación del asunto. “Uno de los problemas más serios que puede afrontar un sistema político –señalaría– es el del agotamiento del proyecto nacional que le sirve de fundamento sin que exista oportunamente uno alternativo para reemplazarlo. Cuando esta posibilidad ocurre, tanto el Estado y sus aparatos como la sociedad en que aquellos se insertan comienza a funcionar a la deriva, en un cuadro dominado por la simple administración de la crisis; semejante situación produce, como primer efecto, un completo desajuste entre las tendencias de corto y largo plazo del proceso político” (Maira, 1983: 96).

Esa es la situación que define hoy a la sociedad estadounidense, y que se ha venido expresando desde comienzos del siglo. Hasta entonces, estuvo vigente el proyecto que nació con  Ronald Reagan, en el decenio de 1980, como sucesor del que había estructurado la nación desde los años de 1930, establecido por Franklin D. Roosevelt. Los gobiernos de doble período, de George W. Bush y de Barack Obama, fueron incapaces de formular un nuevo proyecto nacional. Sobre esas bases, la hipótesis que sostiene estas notas es que la nueva Administración de Donald Trump se establece en un contexto de desajustes, signado por una larga crisis y por una inconclusa transición en la esfera cultural, sociopolítica, ideológica, pudiendo significar el comienzo de un nuevo ciclo histórico (Chomsky, 2016). ¿Cómo se expresan esa crisis y esa transición? En la involución democrática de la sociedad norteamericana, el fin del mito de los Estados Unidos como paradigma del liberalismo, la crisis de los partidos y de los políticos tradicionales, la revitalización del populismo el nativismo, la xenofobia, el conservadurismo tradicional y la derecha radical. La silueta de las tendencias que ello lleva consigo, se proyecta más allá de la coyuntura de las elecciones presidenciales de 2016, hacia 2020.

La transición que se despliega en los Estados Unidos comprende, por tanto,  una prolongada crisis y hondas transformaciones en la estructura de su sociedad y economía, llevando consigo importantes mutaciones tecnológicas, socioclasistas, demográficas, con implicaciones también sensibles para las infraestructuras industriales y urbanas, los programas y servicios sociales gubernamentales, la educación, la salud, la composición étnica y el papel de la nación en el mundo. Se trata de cambios graduales y acumulados, que durante cerca de  cuarenta años han venido modificando la fisonomía integral de la sociedad norteamericana. Sin embargo, a pesar de que en buena medida ha dejado de ser monocromática –el país del white-anglosaxon-protestant (wasp)–, y se puede calificar de multicultural multirracial y multiétnica, ello no significa que se haya diluido o mucho menos, perdido, esa naturaleza wasp, cuya representación esencial es la de la clase media. Sin ignorar la heterogénea estructura clasista estadounidense, en la cual coexisten la gravitación de la gran burguesía monopolista, de la oligarquía financiera, la clase obrera, los trabajadores de servicios, un amplio sector asociado al desempleo, subempleo y la marginalidad, es esa la imagen que presentan buena parte de los textos de historia, la literatura, el cine y los medios de comunicación.

El proyecto nacional y la transición

Con el sentido que se le comprende del modo más generalizado y compartido, el término transición se utiliza para definir el cambio, traspaso o evolución progresiva de un estado a otro. La palabra puede ser usada para designar un estado de ánimo (por ejemplo, la transición entre la alegría y el llanto) así como también para cuestiones físicas, como cuando se habla de la transición de la materia de un estado al otro, o cuando en una reacción química un elemento, como el agua, pasa del estado líquido al gaseoso o sólido, ante los cambios de temperatura. La idea de transición también se aplica a aquellos procesos históricos que se prolongan en el tiempo, como la sucesión de las formaciones económico-sociales. En todos los casos, cuando se habla de transición,  se hace referencia a algo que cambia o que se altera en su esencia, de manera gradual y progresiva.

Desde el punto de vista ya no tanto terminológico, sino conceptual, en el campo de las ciencias sociales, transición política remite a un proceso de radical transformación de las reglas y de los mecanismos de la participación y de la competencia política, ya sea desde un régimen democrático hacia el autoritarismo, o desde éste hacia la democracia. En sentido estricto el concepto se aplica al análisis del paso desde un régimen autoritario hacia uno poliárquico, al proceso de cambio mediante el cual un régimen preexistente, político y/o económico, es reemplazado por otro, lo que conlleva la sustitución de los valores, normas, reglas de juego e instituciones asociadas a éste por otros(as) diferentes (Dahl, 1989). Los estudios al respecto de mayor relevancia en las ciencias sociales se ubican primero en la década de 1960, al focalizar en las experiencias de la Unión Soviética y los países de Europa del Este lo que se denominó como transición del capitalismo al socialismo, y luego en las de 1970 y 1980, al colocar la atención en los procesos de América Latina, donde de la democracia se transitó a dictaduras militares. Ante el fin de éstas y el comienzo de la democratización, dichos estudios adquieren nuevo vigor en los años de 1990, en la que, además, el retorno al capitalismo que implica el desplome del socialismo europeo añade nuevos estímulos para el análisis de las transiciones políticas (O´Donnell, Schmitter y Whitehead, 1994).

A los efectos del presente trabajo, referido a la sociedad estadounidense, sin embargo, no se utiliza esa perspectiva teórica, sino que se acude a la acepción de transición aludida al inicio, aceptada convencionalmente en el lenguaje común, y en todo caso, a mitad del camino hacia una definición  conceptual, en la medida que se trata de designar, con ella, el proceso gradual que está teniendo lugar en los Estados Unidos desde la crisis múltiple de los años de 1970 y la llamada Revolución Conservadora de 1980, que se expresa a nivel sociopolítico, ideológico, cultural, mucho más allá de los cambios en las estructuras económicas, tecnológicas.

Ahora bien, cuando se habla de proyecto nacional, ¿de qué se trata?. En la actualidad es común el concepto de proyecto de vida, sobre todo en la literatura sociológica y psicosocial, pero no sucede lo mismo con el que nos ocupa. El proyecto nacional se refiere a la autoconciencia de un país, al consenso que sostiene la mirada de una nación sobre su misión junto a su visión de futuro, de modo que incluye tanto las tareas de construcción nacional como las proyecciones, metas a alcanzar, acordes con un sentido de destino histórico, en cuya base radica un acuerdo en cuanto al modo en que se articula la relación individuo-sociedad-Estado-política pública-sistema mundial. En el caso de los Estados Unidos, ello se articula dentro de las coordenadas impuestas por el federalismo, el bipartidismo, la división de poderes y el esquema de pesos y contrapesos, de costos y beneficios, donde encuentran razón de ser los elementos antes mencionados. Incluye la adhesión de la mayor parte de su población y de los sectores que la componen a determinados acuerdos básicos, establecidos sobre la base de los valores del capitalismo como modo de producción, formación social y patrón de organización económica, y de la democracia liberal, como forma acompañante de organización política. Algunos autores incorporan otros elementos a los que identifican como constitutivos del “credo norteamericano”, tales como el liberalismo, el individualismo, la democracia, el igualitarismo y una cierta actitud de independencia ante el gobierno y la centralización. Desde ese punto de vista, se asume que el consenso se da sobre las particularidades que la democracia liberal adquirió en los Estados Unidos desde la formación de la nación, cuyos rasgos formales han persistido. Y, asimismo, se considera que en la sociedad norteamericana no ha existido ninguna crisis de consenso, en la medida en que nunca se han puesto en tela de juicio esos atributos del consenso estadounidense o del citado “credo”. Por eso es que se afirma que se trata de una sociedad predominantemente consensual, con un alto índice de conflicto, pero donde el debate político tiene lugar dentro de márgenes ideológicos muy estrechos.

Así,  se suele hablar de que el proyecto nacional con el que surgen los Estados Unidos desde su fundación –asociado al proceso de negociación y creación del sistema político norteamericano y a la pugna entre federalistas y antifederalistas–, se termina de establecer a finales de la década de 1780 y se extiende hasta comienzos del decenio de 1860, cuando surgen las convenciones partidistas, teniendo como actores principales al Partido Whig y al Partido Demócrata, y donde la industrialización se convertía en una meta común, que trastocaba tanto la mentalidad como las relaciones laborales, el tejido social, la red urbana y las relaciones campo-ciudad, junto a la manera en que se encaraban los derechos y deberes ciudadanos, incluyendo los concernientes al género.

Ese proyecto nacional se reajusta de modo significativo en el marco de la Guerra Civil y de sus secuelas, entre 1860 y 1893 aproximadamente, ante el agotamiento del Partido Whig y la creación del Partido Republicano,  bajo la influencia del abolicionismo en ascenso, las tensiones raciales no resueltas, la revolución industrial, el crecimiento de la inmigración, el aumento de la densidad demográfica, el nacimiento de los monopolios y del capital financiero. Con posterioridad, luego de la Primera Guerra Mundial, ese proyecto es objeto de otros reajustes, si bien no modifican esencialmente el existente, De ahí que sea el New Deal, en rigor, el proceso que fija un nuevo marco de organización a la sociedad norteamericana desde los años de 1930, al restructurarse el proyecto nacional a partir de la Administración demócrata de Roosevelt, que saca al país de la gran depresión. Con ello se definen las bases del gran proyecto nacional que consolidará a los Estados Unidos como la primera potencia del mundo en el período de entre guerras mundiales, y que le convertirá luego en la potencia hegemónica del sistema capitalista internacional, en la segunda postguerra, asegurándole niveles de prosperidad y expansión que ningún otro país había conocido antes.

Dicho modelo de nación, cuyo contenido sería complementado por la Administración Truman a finales del decenio de 1940, incluyó una reconfiguración de la organización política, la restructuración económica y la redefinición del papel del Estado en su funcionamiento, así como del papel de los Estados Unidos en la vida mundial. Es decir, la fisonomía de la sociedad norteamericana se vería transformada en ese entramado de nexos individuo-sociedad-Estado-política pública-sistema internacional. El proyecto así articulado permanecería durante cuarenta años, exhibiendo un modelo que sentaría las bases para la creación de un nuevo marco de relaciones para el desarrollo de la sociedad estadounidense. Ese sería un trascendental y hondo reajuste, considerado por no pocos historiadores como el más importante en el transcurso del siglo XX. Ese proyecto sería suscrito incluso por los presidentes republicanos posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

El prolongado período de ascenso y prosperidad que los Estados Unidos vivieran después de la esa guerra halló precisamente su explicación en los vigorosos fundamentos del proyecto rooseveltiano. Este se basaba en un consistente esfuerzo por asegurar la hegemonía internacional del país, convirtiéndolo en una potencia global y en el líder indiscutido del sistema capitalista, en un creciente ensanchamiento del quehacer económico del Estado, que a partir del New Deal encaminó a la sociedad norteamericana hacia el llamado estado de bienenestar y en una vigorización de la presidencia, para garantizarle una efectiva conducción política a la nación.  Este modelo funcionó eficazmente mientras sus supuestos se conservaron vigentes. La crisis capitalista registrada a mediados del decenio de 1970 sería el marco de un proceso complejo, que actuaría como causa, consecuencia y factor de conciencia del agotamiento de dicho modelo. Los problemas acumulados al calor de dicha crisis se entrelazarían con otros factores, derivados de las crisis de legitimidad, credibilidad y confianza que significaron el escándalo Watergate, la derrota en Vietnam y los reveses internacionales que enfrentaron los Estados Unidos, todo lo cual cristaliza con el florecimiento de la Revolución Conservadora (Burnham, 1982).

Con ese fenómeno se inauguraba otro período de cambio profundo en la sociedad norteamericana, que revelaba, en este caso, el ocaso (para muchos, definitivo) del proyecto liberal que había servido de patrón al quehacer estadounidense por cuatro décadas. La crisis del proyecto nacional rooseveltiano no era sólo producto de su incapacidad para lidiar con los agudos problemas de la crisis económica, política y moral de finales de los años de 1970 y el decenio de 1980, o para adaptarse a las realidades de un mundo cambiante. En medida importante, esto se debía a que las condiciones objetivas en que el proyecto del New Deal había surgido, variaron. Organización productiva, distribución regional, sistema urbano, papel de las minorías étnicas y raciales, auge de los movimientos sociales y de sindicalismo: eran todos factores originales del proyecto liberal que en 1980 no se hacían presentes del mismo modo que en 1930. A diferencia de la coalición del New Deal (conformada por el partido demócrata, el movimiento negro, los hispanos, las mujeres, el movimiento obrero), surgía otra distinta, compuesta por empresarios pequeños y medianos, una clase media afluente, agricultores, grupos religiosos fundamentalistas, confluía, que se orientaba  hacia un nuevo modelo, fundado en la ideología conservadora, en expresiones de nativismo y populismo, aunque se tratase de una colación aún incompleta, contradictoria y difusa. Con ello se transformaron las bases del debate político norteamericano, definiéndose un nuevo consenso en torno a temas generales, pero trascendentes (menos gobierno, reconstrucción del poderío militar) y proyectándose una visión renovadora de la nación norteamericana. Aunque al principio parecía que se trataría de un movimiento efímero, que a lo sumo duraría lo que la popularidad de Reagan, la Revolución Conservadora redefinió el proyecto nacional fijado por el New Deal,  aportando una nueva y sustitutiva edición –tan relevante como lo había sido la de Roossevelt–, y dejando una cosecha cuya huella en la sociedad norteamericana permanece durante el gobierno de George H. Bush, se mantiene con perfiles menores, en ocasiones, latentes, pero sin desaparecer, bajo la doble Administración de William Clinton (1993-2000), y  reaparece con mayor organicidad, fuerza y coherencia en la primera etapa de George W. Bush (2000-2004), ya que hacia finales de la segunda (2005-2008), se desestructura y agota.

La victoria demócrata en las elecciones presidenciales de 2008 en los Estados Unidos replanteó con nuevo vigor un importante debate que durante años ha atravesado a las ciencias sociales y al pensamiento político contemporáneo. Se trata de la vieja polémica acerca de la validez de las denominadas teorías cíclicas o de la rotación social –que pretendían dar cuenta de los grandes virajes en la historia mundial–, la cual adquiere una renovada vigencia a partir del triunfo electoral de Barack Obama. De alguna manera, resurgía el contrapunteo entre opciones que codificaban con énfasis diferentes la relación capitalismo/democracia. Entre un modelo que afirma un Estado de bienestar que invade el ámbito de la economía, establece regulaciones y un mercado social, y un  paradigma que propugna la contracción estatal, junto a un mercado libre y desregulado.

La culminación de los dos períodos de gobierno de George W. Bush no significó, como se considera por diversos estudiosos, el fracaso, sino el agotamiento del proyecto nacional estructurado con Reagan a inicios de la década de 1980, como alternativa ante la crisis del modelo que se estableció desde el decenio de 1930, con Roosevelt. Con propuestas coherentes que redefinían la manera en que el diseño rooseveltiano encaró desde entonces la conocida relación identificada con la antinomia Estado-sociedad, el proyecto de nación que nació bajo las condiciones de las diversas crisis que confluyeron entre fines de los años de 1970 y comienzos de los de 1980, se articulaba en torno a la reducción del papel del Estado en la vida social y económica del país, al estímulo del libre mercado, la aplicación de economía enfocada hacia la oferta y el monetarismo, la crítica a las prácticas demócratas de orientación política liberal, la apelación a la fuerza militar, al anticomunismo, el nacionalismo chauvinista. Ese proyecto proponía una agenda de rescate de los valores ensamblados en la base del consenso nacional tradicional o del conocido “credo” norteamericano.

Con Obama, si bien pareció –desde el comienzo de su primer período de gobierno, resultante de las elecciones de 2008, y durante buena parte del segundo, al ser reelecto en los comicios presidenciales de 2012–, que estaban creadas las condiciones objetivas necesarias y que estaban dándose los elementos subjetivos que reconducirían a una rearticulación del proyecto nacional que trascendería la coyuntura de su doble Administración al reemplazar el viejo por uno nuevo, ello no ocurrió.

Los ciclos de la historia estadounidense

Cuando en los Estados Unidos tienen lugar procesos electorales como el de noviembre de 2016, cuyos resultados parecen simbolizar una ruptura con las tendencias que se afirmaban hasta entonces, adquieren vigor las miradas que sostienen un cambio en el ciclo de la historia de ese país. Durante los meses que han transcurrido desde la toma de posesión de Trump como Presidente, mucho se ha escrito ya sobre ello, al señalarse que termina una etapa y comienza otra. Esta distinción se apoya en una visión cíclica sobre el proceso histórico, que lleva consigo una concepción lineal evolutiva sobre el progreso, según la cual la sociedad y la política atraviesan siempre por determinados períodos, que se repiten una y otra vez, como una regularidad. Se le conoce como teoría de los ciclos históricos, o de la rotación social, en la medida en que se argumenta una alternancia entre etapas.

Más allá de que ahora, ciertamente, con la victoria republicana, concluye una doble Administración demócrata y de que en comparación con el gobierno republicano que le precedió, también de dos períodos, Obama significó un giro en las políticas de W. Bush, sería precipitado asegurar que la estridencia con que Trump se proyecta con su lenguaje y desempeño –al implementar acciones que se orientan al desmontaje de propuestas y medidas de su antecesor–, constituye un nuevo ciclo histórico. ¿Se trata de cambios profundos, sostenidos, perdurables, con consecuencias de mediano o largo plazo, o de movimientos espectaculares, con escaso fijador y alcances efímeros, que no trascenderán el corto plazo?.¿Se conforma finalmente un nuevo proyecto de nación, luego de los tropiezos y frustraciones que han diferido o pospuesto su articulación en los últimos años?.

En sentido general, existen teorías sobre los significados de las elecciones presidenciales, asumiéndose que en su trayecto, como procesos cuatrienales, expresan dinámicas de continuidad y de cambios, que se registran en ciclos de más o menos treinta años, explicables a partir de movimientos  sustanciales de los grupos sociales que alinean su simpatía hacia uno u otro de los dos partidos fundamentales –demócrata y republicano– que conforman el sistema político norteamericano. Se considera que tales  procesos no responden a decisiones conscientes o previas de los liderazgos partidistas, sino que son resultado de transformaciones sociales, del impacto de acontecimientos que impactan en las estructuras socioeconómicas, en la realidad histórica de la nación, y que con frecuencia, no son percibidos o visualizados, hasta que los resultados de unos comicios presidenciales o congresionales, los llevan del nivel latente o sumergido al manifiesto  o a la superficie, y los hace visibles. En este sentido, adquiere pertinencia la concepción sobre los ciclos históricos, aplicable tanto a la comprensión de procesos electorales como de relevo de proyectos de nación.

Según es conocido, la teoría de los ciclos más difundida es la de Arthur M. Schlesinger, Jr., perteneciente a la escuela de los intelectuales liberales progresistas, quién en 1980 expuso una interesante reflexión sobre el desarrollo de la historia norteamericana, considerando que existía una oscilación política entre períodos de preocupación por los intereses de la minoría y períodos de preocupación por los derechos de las mayorías, entre eras de quietud y de rápido movimiento; entre el énfasis por el bienestar social y el de la propiedad, entre el liberalismo y el conservadurismo.

Con frecuencia, se ha apelado a esa concepción, a la hora de interpretar los cambios en la historia norteamericana, como está sucediendo hoy, tanto en la prensa como en el análisis político (Schlesinger Jr., 1966).

Schlesinger definía los ciclos como un constante cambio en el compromiso nacional, entre los propósitos de interés público y el interés privado. Cada ciclo –decía– tenía su explicación y su lógica en los elementos de carácter interno que conforman a todo país, y es muy difícil que fuesen determinados por causas externas. Afirmaba que existe un patrón cíclico que engendra sus propias contradicciones y que está en constante cambio. Por ejemplo, las acciones de interés público en sus esfuerzos por mejorar las condiciones de los ciudadanos, producen el descontento de los sectores que se ven afectados por estas actividades, además de que toda forma de innovación comienza por chocar con la estructura política que no puede asimilar el cambio de forma inmediata.

La búsqueda del interés privado, entonces, es visto como el medio de salvación social. Es entonces cuando se dan épocas de privatización, de materialismo, de hedonismo y de una supeditación a la persecución de gratificaciones personales. En ellos, de acuerdo con  Schlesinger, las clases y los intereses políticos decaen, y formas político-culturales como etnicidad, religión, estatus social, moralidad, sobresalen.

Para dicho autor, se trata de tiempos de preparación, porque las épocas de interés privado engendran sus propias contradicciones. Tales períodos son caracterizados por tendencias ocultas de descontento, criticismo, fermentación y protesta por parte de los grandes sectores de la población, que son rezagados por la dinámica de la actividad político-social. Los ciclos son concebidos como fluctuaciones o ritmos en el curso de las políticas de un país que van de un período de intensa actividad y participación política, de cambios y reformas en las que predomina una orientación hacia el interés público con tendencias democratizadoras, después de lo cual vienen épocas de relajamiento o estancamiento de estas actividades, para dar paso a una creciente privatización del ámbito sociopolítico. Estas tendencias pueden ser prefiguradas; pero no se pueden controlar y dar forma a las cosas por venir, porque los ciclos no son el resultado de la oscilación de un péndulo entre puntos fijos fuera de una espiral. Según Schlesinger, ambas tendencias –la del interés público y la del interés privado–, no representan una amenaza para el sistema capitalista. Su lucha está determinada siempre en los marcos del sistema y por ello, su acción aporta legitimidad a una fórmula tan contradictoria como la que une democracia y capitalismo.

Desde que la escena europea se vio sacudida por las revoluciones burguesas hacia finales del siglo XVIII, pero sobre todo en el marco de la transición histórica del capitalismo hacia la fase imperialista, fraguada en el entorno norteamericano en las postrimerías del XIX, las búsquedas ideológicas que reclamaban interpretaciones de los cambios internacionales conducen a las teorías sociales por diferentes derroteros,  tanto en el terreno de la filosofía de la historia como en el de la sociología, la ciencia política, la antropología cultural y la historiografía. En ese contexto, el dinamismo que acompañaba la consolidación de la sociedad capitalista llevaría consigo la interacción entre disímiles propuestas, que procuraban justificar tanto los procesos de cambio como  la legitimidad del mantenimiento del orden establecido. La alternancia de paradigmas como el positivista, el comprensivista o hermenéutico y el marxista refleja mucho más que una confrontación de ideas científicas, empeñadas en explicar el desarrollo social, constituyendo un espacio de la lucha de clases, donde se enfrentan esfuerzos por preservar o por subvertir un sistema. Entre ellos, junto a las argumentaciones evolucionistas del positivismo de Augusto Comte y de Emile Durkheim, las tipologías ideales de Max Weber y las interpretaciones dialéctico-materialistas de Kart Marx sobre el progreso social, se distinguían también las concepciones sobre los ciclos históricos, que desde Nikolai Danilevski hasta Oswald Spengler y Arnold Toynbee arriban al siglo XX, estableciendo patrones que trataban de dar cuenta de las conmociones de alcance universal que –como la primera guerra mundial y la revolución rusa–, simbolizan el cambio de época histórica que tendría lugar entonces, con el conocido paso de la modernidad a la contemporaneidad (Lara Velado, 1963, y Kennedy, 1987).

Schlesinger considera que los cambios de ciclo se producen, aproximadamente, cada treinta años. Así, divide la historia norteamericana del siglo XX en tres ciclos. Los dos primeros ciclos siguen el mismo patrón, cada uno de los cuales comienza con dos agitadas décadas: el primero de ellos inicia con la llamada Progressive Era, en 1901, con Theodor Roosevelt y culmina durante la Administración de Woodrow Wilson. Y el segundo, en 1933, con Franklin D. Roosevelt, y se extiende hasta principios de los años de 1960, terminando con el de Dwight Eisenhower. Fueron épocas de acción pública, pasión, idealismo y reformas, sucedidas por décadas de gobiernos republicanos conservadores en 1920 y 1950, y se caracterizaron por su materialismo y hedonismo, que antepuso la búsqueda de la autorrealización. El tercer ciclo comenzó, en su opinión, con un período liberal empecinado en la realización de grandes propósitos; y se extendía dese la llegada de John F. Kennedy al poder, en 1961, hasta principios de los años de 1970, con Richard Nixon, quien, tal vez a su pesar, contribuyó a medidas de interés público. Le siguió la era de la restauración conservadora, que floreció en la década de 1980 con Reagan,  en la que el péndulo osciló nuevamente hacia el interés privado.

Siguiendo la lógica de los ciclos, Schlesinger esperaba que para finales del decenio de 1990 y comienzos del siglo XXI cambiaría la dirección del sentir nacional hacia la realización de propósitos públicos y llegarían reformas como las ocurridas en los mandatos de Roosevelt o Kennedy. Sin embargo, el irregular proceso electoral de 2000, como se sabe, no condujo a una Administración demócrata ni a un nuevo ciclo. La decisión de la Corte Suprema, primero, de designar a W. Bush como Presidente, y después, el impacto de los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001, confluyeron en tal desajuste de tendencias que la eventualidad de un cambio de ciclo quedó clausurada o pospuesta.

El enfoque de Schlesinger resulta forzado en no pocos momentos, y está limitado, como todas las concepciones cíclicas, por el principio del mecanicismo evolucionista, la concepción idealista y el sentido de linealidad histórica, si bien es un referente útil, al llamar la atención sobre la necesidad de profundizar en la comprensión de las contradicciones, del cambio, de lo nuevo y lo viejo, y buscar regularidades.

El movimiento de la sociedad norteamericana ha sido y sigue siendo un estimulante proceso para el análisis. Sobre todo en circunstancias como las de las elecciones de  2016, que parecen apuntar más allá de simples relevos de la figura y el partido que ocupan la Casa Blanca. ¿Se inaugurará, con Trump, un nuevo ciclo histórico en los Estados Unidos, es decir, una tendencia de largo plazo o se tratará de un giro coyuntural de menor alcance, asociado solamente, una vez más, al cambio de guardia que lleva consigo el resultado de un proceso electoral? Es muy prematuro pretender respuestas. Lo que sí parece seguro es que en ese país, el liberalismo no ha fracasado como propuesta ideológica que ha sostenido al proyecto nacional, sino que se ha agotado, y esta diferencia es sustancial. Lo que fracasa, puede tener éxito bajo condiciones diferentes, lo que se agota, no. Desde esta perspectiva, los ajustes que conduzcan al nuevo proyecto de nación serán los de un enfoque conservador, de modo que Trump podría propiciar su redefinición y quizás culminar la larga transición que está teniendo desde hace cerca de cuarenta años. De proseguir y consolidarse las tendencias que se han venido afirmando y acumulando, como las mencionadas al inicio –la involución democrática, el fin del mito de los Estados Unidos como paradigma del liberalismo, la crisis de los partidos y de los partidos tradicionales, la revitalización del populismo el nativismo, la xenofobia y la derecha radical– se estaría comprobando la hipótesis de trabajo que originó estas notas. Los tiempos, están cambiando. ¿Estará configurándose en ese eventual caso, un nuevo ciclo histórico?. ¿Se estará gestando un nuevo proyecto de nación? Responder a estas interrogantes sería aún prematuro. Para ello deberá haber transcurrido, cuando menos, el período de gobierno (o el primero) de Trump.

La coyuntura electoral de 2016: ¿nuevo ciclo o nuevo proyecto de nación?

El desarrollo del proceso electoral de 2016 en los Estados Unidos y sus resultados  pusieron de manifiesto con perfiles más acentuados la crisis que vive el país desde la década de 1980 y que se ha hecho visible de modo sostenido, con ciertas pausas, más allá de las coyunturas electorales. La pugna política entre demócratas y republicanos, así como las divisiones ideológicas internas dentro de ambos partidos, junto a la búsqueda de un nuevo rumbo o  proyecto de nación, definió la campaña presidencial, profundizando la transición inconclusa en los patrones tradicionales que hasta la  Revolución Conservadora caracterizaban el imaginario, la cultura y el mainstream político-ideológico de la sociedad norteamericana (Nye, 2002, Micklethwait y Wooldridge, 2007, Kagan, 2008, Fukuyama, 2006, Frank, 2008).

En el marco de la citada Revolución Conservadora se resquebrajó la imagen mundial que ofrecían los Estados Unidos como sociedad en la que el liberalismo se expresaba de manera ejemplar, emblemática, al ganar creciente presencia el movimiento conservador que se articuló como reacción ante las diversas crisis que se manifestaron desde mediados de la década precedente, y que respaldó la campaña presidencial de Ronald Reagan, como candidato republicano victorioso. Con ello, como ya se señaló, se evidenciaba el agotamiento del proyecto nacional que en la sociedad norteamericana se había establecido desde los tiempos del New Deal, y concluía el predominio del liberalismo.

Así, el conservadurismo aparecería como una opción que, para no pocos autores, constituía una especie de sorpresa, al considerarle como una ruptura del mainstream cultural, signado por el pensamiento y la tradición política liberal. En la medida en que el país era concebido en términos de los mitos fundacionales que acompañaron la formación de la nación, y percibido como la cuna y como modelo del liberalismo, el hecho de que se registrara su quiebra era un hecho sin precedentes en la historia norteamericana. La acumulación de frustraciones que desde los años de 1960 estremecieron al país, con la conjugación del auge del movimiento por los derechos civiles, el nacionalismo negro, la contracultura, el fenómeno hippie, las drogas, la canción protesta y el sentimiento antibelicista, junto al cuestionamiento de la eficiencia de los gobiernos demócratas y de las políticas liberales para proteger la fortaleza económica, política y moral del imperio, conducen a finales de la década de 1970 a la búsqueda de alternativas que pudiesen superar las sensaciones de desencanto o decepción asociadas a las debilidades atribuidas a la Administración Carter,  y devolverle tanto a la opinión pública, a la sociedad civil y a los círculos gubernamentales, la habitual autoestima nacional.

Las expectativas que se crearon desde los comicios de 2008 y de 2012, cuando Obama se proyectaba como candidato demócrata, esgrimiendo primero la consigna del cambio (change) y luego la de seguir adelante (go forward), formulando  las promesas que en su mayoría no cumplió, son expresión de lo anterior, a partir de la frustración que provocara la falta de correspondencia entre su retórica y su real desempeño en su doble período de gobierno, junto a otros acontecimientos traumáticos que conllevaron afectaciones en la credibilidad y confianza popular, como las impactantes filtraciones de más de 250 mil documentos del Departamento de Estado a través de Wikileaks.  Ese contrapunto reflejaba tanto las esperanzas como las desilusiones de una sociedad que, desde el punto de vista objetivo  se ha venido alejando cada vez más del legado de la Revolución de Independencia y de ideario de los “padres fundadores”, en la medida en que valores como la democracia, la libertad, el anhelo de paz y la igualdad de oportunidades se desdibujan de manera casi constante y creciente; pero que en el orden subjetivo es moldeable, influenciable por las coyunturas políticas, como las electorales, y sus manipulaciones.

De hecho, si bien las proyecciones político-ideológicas de Obama desde sus campañas presidenciales en 2008 y 2012 sugerían un retorno liberal, en la práctica su desempeño nunca cristalizó en un renacimiento del proyecto liberal tradicional, el cual también parece estar agotado o haber perdido funcionalidad cultural (McQueen, 2016 y Fukuyama, 2016). Con Obama se abrieron espacio concepciones de un conservadurismo pragmático, donde se ponían de manifiesto enfoques neoconservadores junto a otros, de la derecha moderada tradicional.

La cartografía electoral de 2016 en los Estados Unidos fue el fruto de un cambio significativo producido por el ascenso de una confluencia ideológica de conservadurismo, extremismo de derecha radical y de populismo. Ese proceso ideológico impactó el sentido y contenido de la campaña electoral. Lo que se conoce como la videopolítica, o la tecnopolítica, se enfocaron en las emociones, subyugando así la mercadotecnia electoral, que tradicionalmente se orientaba por el rational y el public choice. Trump marcó esta tendencia, en buena medida, a partir del empleo de una campaña de contraste, que atrajo y polarizó la agenda de su adversaria –Clinton–  hacia el discurso de Trump, aúnque él contó con relativamente menores recursos financieros publicitarios. Así, los resultados electorales produjeron un complejo mapa cuyo trasfondo no dependió de las tradicionales variables socioeconómicas referentes a tendencias generales del salario, del empleo, de la educación, de la salud. La sociología electoral, tan funcional en los estudios sobre procesos eleccionarios en los Estados Unidos, no es capaz de registrar el impacto incierto y volátil de la crisis global y sistémica en torno al debate sobre la desigualdad social: ¿cómo medir el fanatismo, el enojo de las personas que perdieron su casa y su empleo, el empobrecimiento y deterioro de la clase media transformados en desconfianza o desapego del sistema político?. Junto con la desafección política expresada en el tradicional abstencionismo y el desencanto frente a ambos candidatos presidenciales, de electores que no creyeron en el voto útil por “el menos peor”, habría que buscar la explicación en la incapacidad del sistema político para procesar el desacuerdo, en la creación de una cultura política sobre el populismo de origen puritano, “nativista”, que hizo creer en Trump como portador de soluciones para un electorado focalizado estratégicamente desde una matriz interna de la colonialidad del poder. Racismo, machismo patriarcal, caudillismo de corte mesiánico. La salvación de unos frente a la discriminación y exclusión de otros (Preciado Coronado, 2016).

Los Estados Unidos han dejado de ser hace tiempo el país que los norteamericanos creen que es, o dicen que es. Las contradicciones en que ha vivido y vive hoy, en términos ideológicos y partidistas no pueden ya ser sostenidas ni expresadas por la simple retórica. Escapan a la manipulación discursiva tradicional –mediática, gubernamental, política–, y colocan al sistema  ante dilemas que los partidos, con sus rivalidades, no están en capacidad de enfrentar, y que no llegan a cristalizar en un nuevo consenso nacional, en un nuevo proyecto de nación, ni parecieran conducir a la apertura o nacimiento de un nuevo ciclo histórico. Sobre estas bases, se dispone de hipótesis de trabajo que requieren de comprobación por parte de la ciencia política y la sociología. Aquí radican tareas pendientes para la investigación sobre los retos que en el plano ideológico y sociopolítico debe enfrentar Donald Trump.

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