Archive for: noviembre 2014

¿Por qué renunciar al Palmar?

palmar-juncoDurante 23 años un grupo de matanceros ha estado argumentando que el Palmar de Junco debe ser el museo del beisbol de nuestro país y acoger a los peloteros seleccionados para formar parte del salón de historia de dicho deporte y no se pudo…

Sin embargo, un grupo de personas con un gran poder mediático y económico, durante solo unos meses ejercieron una presión descomunal para que en el Vedado Tennis Club se ubicara tanto al museo, como al local que acoja a nuestros peloteros más famosos.

¿Dónde estuvo la diferencia? Que en Matanzas esperamos pacientemente a que las instituciones responsables de ello se “lanzaran al ruedo”, pero no lo hicieron y en La Habana un grupo de personas se “lanzaron a los medios” y ante tanta presión, el INDER y la Comisión de Beisbol tuvieron que “montarse en el carro”.

Pero, ¿por qué renunciar al Palmar? Hagamos en el Palmar un museo de beisbol y pongamos en él a nuestros mejores peloteros. Ya buscaremos el parqueo que no tiene y que fue uno de los “argumentos” esgrimidos. ¿Por qué no se puede convertir el Palmar en museo y que haya más de un museo de beisbol, si hay decenas de museos de historia?

Seguramente, a cualquier conocedor del beisbol le interesará más ir al lugar donde por primera vez aparece registrado oficialmente se jugó organizadamente el beisbol en Cuba, al estadio de beisbol activo más antiguo del mundo, donde han jugado los mejores peloteros de nuestro país hasta 1985; que ir a un lugar con un gran parqueo, seguro grandes cafeterías y restaurantes, también locales para la venta de distintos artículos, con un sistemático acceso a los medios de comunicación, pero cuando se hable de beisbol… tiene la historia que pueden tener decenas de lugares en Cuba.

Parqueos, cafeterías, locales bonitos, venta de artículos, existen en muchos lugares del país; la historia del Palmar, nadie la tiene. ¡Arriba Palmar!

(Tomado del blog La Joven Cuba. Por Jesús López Martínez)

En tierras del tinajón

20141118_100623Ahora guardo mis tesoros; los que me dejaron las tierras camagüeyanas. Primero, la amistad plagada de nubes, raíces, mariposas, deportes, reflexiones a las 4 y 20.

Luego me quedan los recuerdos del panal de abejas, del níspero, la risa de los juegos donde el asesino y el policía no dan pie con bola en las decisiones, y por ello hubo muchos inocentes muertos en combate.

Después de 10 horas y un frío que hacía temblar la voz, nos recibieron el turquinauta y la mariposa. Creo que los matanceros tienen su despiste de nacimiento, tuvimos que caminar dos cuadras más y yo rezando para que la mochila no cayera en desgracia: más arruinada no podía estar. Escaleras arriba, nos quedamos en el quinto piso, con agua caliente, ventilador y sin televisor: ninguna de las tres cosas las esperaba.

Se suponía que este viaje era para respirar otros aires y a la vez reflexionar. Ideas para valorar el estado de la blogosfera en Cuba, en intentar sumar más personas al grupo, en saber no pasar del idealismo, ni el oficialismo.

En algo si estábamos seguros, cada uno tenía una bitácora para utilizarla a su antojo y que solo el amor haría florecerla de pensamiento. Ahora las palabras salen de mi arruinada mochila y observo mis otros tesoros y las historias por contar; esas que este encuentro entre amigos; nos dejó un halito de esperanza.

El enigma de la muerte de Ignacio Agramonte, las ganas de progresar a pesar de los pocos recursos de Ortelio el campesino o del basurero del Lago de los sueños, los caracoles de los Balllenatos de la bahía de bolsa de Nuevitas, la natura de Santa Lucía, el diente de cocodrilo del centro de conservación del Cocodrilus Acutus, y la piedra de carbono, tan negra que guarda la noche, del rio Máximo.

Camagüey fue algo más que tomar agua de tinajón.

(Tomado del blog De donde crece la palma. Por Betsy Benítez)

Vindicación del Período Especial

El problema no es
darle un hacha al dolor
y hacer leña con todo y la palma.
El problema vital es el alma.
El problema es de resurrección.
Silvio Rodríguez (1994)

peEl tema podría resultar cansón, pero aún hay mucha luz por arrojar sobre esa etapa reciente del país. Casi siempre, las pasiones de uno u otro lado tienden a sesgar la mirada, y la gente, por destacar tanto una arista, obvia inevitablemente las otras.
Que en el Período Especial se pasó muchísimo trabajo, es cierto; que el nivel de vida de la población cayó en picada, real; que la alimentación fue el terreno más sensiblemente afectado, no hay dudas; ¿pero es que acaso nada más ocurrió en esos 15 años? Como los extremos son hermanos gemelos, representar a aquella Cuba como el “infierno del hambre” es tan errado como dibujarla cual el “paraíso socialista”. El maniqueísmo siempre falsea la realidad.
Esa década oscura fue, sin embargo, la época dorada del deporte olímpico cubano. Nunca se ganaron tantas medallas de oro como en Barcelona, Atlanta y Sidney (34 en total, por 22 en todas las décadas anteriores). Mientras nos apretujábamos en los camellos, veíamos por la noche cómo Omar Linares disparaba tres jonrones en la final del 96 frente a Japón, cómo las Morenas del Caribe se volvían diosas de ébano sobre el taraflex, cómo Félix Savón se convertía en el rey de todos los cuadriláteros.
Por aquellos mismos años, se filmó la película cubana que más cerca ha estado de alcanzar un Óscar (Fresa y Chocolate), Dulce María Loynaz fue reconocida con el premio Cervantes, y Alicia Alonso dijo adiós a los escenarios.
Con los ejemplos anteriores, no pretendo una apología a la cultura o el deporte de los 90´s, desconociendo los logros y avances de años precedentes, sino simplemente alumbrar eventos que en ocasiones solemos soslayar. Solo miro las dos caras de la misma moneda.
A veces sentimos furia, impotencia, frustración; a veces criticamos irreflexivamente todo lo que se relaciona con ese momento, desde la realidad misma hasta las decisiones y los decisores que manejaron la crisis. Y yo me pregunto con frecuencia, sin pretender eximir a nadie de sus errores y pecados, ¿qué habríamos hecho nosotros en su lugar?, ¿cuáles habrían sido las alternativas posibles ante aquel panorama?
En una conversación inédita para un trabajo de clases, un alto dirigente de la época me confesó, ante mis reproches, las dramáticas elecciones a las que se veían abocados cada día. “Mira, muchacho, una vez nos llamaron del Ministerio de Salud Pública porque se habían acabado todos los marcapasos de la reserva, teníamos que hacer una compra urgente. Nosotros solo contábamos con el dinero exacto para pagar el suministro de petróleo de la semana. Era una cosa o la otra. O apagábamos todas las termoeléctricas, o se nos morían los cientos de pacientes con marcapasos en el país. ¿Qué habrías hecho tú?”. Nada pude responderle. Ante ese escenario, no me molestan las tantas noches a oscuras.
Yo nací en 1992, y poco o nada recuerdo de los momentos más duros. Solo los apagones, y la acera en la noche con los vecinos, y el calor, y las horas congeladas en las que no llegaba la guagua. En aquel entonces, una lata de malanga costaba 120 pesos. Mi madre solo ganaba 55 a la quincena. No sé cómo, pero en mi casa nunca nadie dejó de comer, ni perdió la dignidad —por muy “cara” que resultara—, ni se prostituyó, ni se vendió al mejor postor ante la desesperación. Sí, aunque suene a panfleto y retórica dogmática, fue una heroicidad la resistencia. Y hoy, a 20 años de aquello, yo se lo agradezco a mi familia.
A pesar de todo esto, habrá quien acuse a los cubanos de “cobardes”, de “sumisos ante el régimen”; habrá quien argumente que todo fue por “temor a la represión del gobierno”, más que por decisión personal. Pero yo les pregunto a esos, ¿qué pasó el 5 de agosto de 1994?
Cuentan que en la revuelta, hasta las abuelas tiraban las macetas de los balcones sobre la cabeza de los policías, que la gente tomó las calles dispuesta a todo; ¿pero qué pasó cuando Fidel Castro los encaró? Cuando Nicolae Ceaucescu intentó hacer lo mismo en 1989, su propio pueblo lo fusiló horas después ante la televisión rumana, Gorbachov tuvo que salir silbado de la Plaza Roja el primero de mayo de 1991 cuando se enfrentó a la ira del pueblo. ¿Por qué entonces la gente no tiró las piedras de sus manos contra la cabeza del tribuno? ¿Algún dispositivo de seguridad lo habría podido impedir? ¿Qué significaron para la sociedad esos incidentes?
Como estas, todavía quedan muchas interrogantes por responderse en torno al Período Especial. Las miradas serán múltiples, a veces antagónicas. La multiplicidad de criterios es la riqueza de pensamiento. El coro unánime solo significa silencio o miedo.

(Tomado del blog La Letra Incómoda. Por René Camilo García)

Los diversos mapas de un país (I): Camino a Camagüey

viajaren-tren-miniFinalmente me incorporé a una de las guerrillas de Blogosfera Cuba. Lo del Centro Martin Luther King Jr. no cuenta como tal porque fue en La Habana, donde vivo; demasiado fácil como para pensar siquiera denominarlo acampada. El pretexto de la reunión sirvió para encontrarme con Camagüey, una ciudad que me había sido esquiva y a la que le debía hace mucho una visita.

Para llegar a Camagüey fue preciso viajar en tren, cosa que no hacía desde hace un par de años. Mis compañeras de ruta fueron Disamis, Karina, Marian y Mayra. Todas mujeres, todas inteligentes, qué más se puede pedir. Apenas salimos la ferromoza pronunció un curioso discurso que fue una revelación para mí, no tanto por la prohibición del consumo de bebidas alcohólicas –prohibición que, por demás no entiendo– ni por el aviso de que los pasajeros somos responsables de nuestro equipaje, sino por la manera educadamente despótica en que lo dijo. Supongo que así hablen las directoras de orfanatos en lugares difíciles, los guardias de prisión, los cuidadores de baños públicos; gente convencida de que no hay remedio y se enfocan en la conservación del puesto y no en el impacto social de su trabajo.

Este viaje me permite alejarme de La Habana por varios días, cosa que, de no ser por la ausencia de D, casi agradezco. Ya me hacía falta sentir en el cuerpo la tensión del viaje, especialmente la que provoca el viajar en tren. Extrañaba todo esto. El paseo interminable de los capitos de turno, pasando de vagón en vagón una y otra vez. Los vendedores que, por mucho que uno quiera, no dejan de parecer sospechosos y la mano instintivamente busca el bolso. El paisaje adjunto a la línea, bello en su monotonía. La calma chicha del tren, su suave embriaguez, lo mismo buena para tertulias y cavilaciones que para quedarse dormido. El fermento de tanta literatura.

Cuando se viaja de noche en tren el tiempo suele pasar volando, y antes que nos percatáramos ya estábamos entrando en la provincia de Camagüey. Solo tuvimos un pequeño contratiempo. Nuestro pasaje era hasta Florida, un pueblo que queda antes de llegar a la ciudad de Camagüey. En teoría debíamos bajarnos y tratar de conseguir pasaje para continuar pero, afortunadamente, la misma ferromoza que parecía de hierro nos dejó continuar como polizones el tramo que nos faltaba. Las muchachas consiguieron sentarse, pero yo debí permanecer de pie. El último pedazo del viaje lo hice parado frente a una ventana que no tenía ventana, con el frío de las cinco de la madrugada acuchillándome la cara, pensando en palabras que no existen.

A las seis de la mañana descendimos en el andén de Camagüey y a los pocos minutos comenzamos a sentir el peso abrumador de la hospitalidad de nuestros anfitriones camagüeyanos. Antes nos encontramos Disamis y yo con un pan con minuta, una de esas sencillas delicias que en La Habana suelen estarnos vedadas, al menos en la forma de auténticos panes con minutas ya que lo que nos venden como tal es un engrudo de pescado desmenuzado pasado por dos baños de harina y grasa.

La hospitalidad de nuestros anfitriones camagüeyanos, decía. Apenas llegamos un carro nos trasladó hacia la residencia estudiantil de la Universidad de Ciencias Médicas, donde nos acomodaron en una habitación. Yo, que hice el viaje sin pareja me encontré de pronto en una habitación sencilla, sintiéndome extraño por ser la primera vez en mucho tiempo que no compartía una habitación de provincias con nadie. Al rato me acostumbré, y para cuando había descubierto la ducha me había olvidado por completo de la extrañeza y estaba francamente encantado. Dejé correr el agua calentísima por mi cuerpo, despojándome de la suciedad acumulada en los últimos cientos de kilómetros, en los últimos cientos de cientos de vidas.

Después del baño decidí quedarme conversando con Rachel y Kako en lugar de ir a la Casa de la Trova. Ya sé que la idea de estos encuentros es compartir lo más posible con un grupo diverso que tiene pocas posibilidades de reunirse de otra manera, pero el cansancio del viaje en el tren el día anterior me estaba golpeando (¿síntoma de vejez? Mejor ni pensarlo).

Aproveché para descubrirle a Kako el Maggot Brain de Eddie Hazel, ese negro endemoniado en el que parece haber reencarnado Hendrix sin que el mundo se enterara. Maggot Brain es una de las canciones más hermosas que he escuchado alguna vez, un lamento hiriente y estremecedor que va cobrando fuerza hasta convertirse en aullido desenfrenado; una histérica declaración de principios que a pesar de todo conserva en su centro la calma de seis notas que bien pudieran ser el background de la construcción del universo. Todo aficionado a la música debería tener la oportunidad de vivir la experiencia que es escuchar esos 10:18 minutos de postsicodelia.

Ni Funkadelic ni la cerveza evitaron que después de un par de rodeos termináramos conversando de política, el eterno punto de debate de las conversaciones entre Rachel, Kako y yo. En eso echamos los restos de energía que nos quedaban. Un poco después de las once de la noche, arrastré mi cuerpo hasta la cama personal de la habitación 304 y caí como una piedra.

(Tomado del blog El microwave. Por Rafa González)

El mundo bajo la lluvia

foto-btik-quinque-cuba-rainy-day-ii-2Puedes quedarte bajo la lluvia durante más de una hora. Sentado en un banco. Esperar la guagua mientras las intermitentes gotas te ruedan por los cristales de los espejuelos. Puede que no pase nada. Ni la guagua. Ni nada. Puedes incluso cerrar los ojos y dormitar algunos minutos. Pero el mundo bajo la lluvia será el mismo. O no.

Quizás te levantaste tarde. Y llegaste tarde a todos los lugares. Y el trabajo en la calle, como últimamente, te lo ha echado a perder la lluvia. Quizá tanto calor. Tanto cansancio. Y quizá es de noche y esperas la guagua. Treinta minutos. Una hora. Y nada.

Puede entonces que hayas decidido esperar. En el trabajo pensaste ir temprano a casa; estaba lloviendo poco y daba tiempo a llegar y descansar un rato (claro, como ahora te gusta regresar a casa). Y aunque algo se vislumbraba interesante a esa hora, y por suerte no había trabajo pendiente, apagaste la máquina y saliste, sin mucho ánimo –ni sabes por qué– al elevador de siempre, y luego a enseñar el bolso, y más tarde a caminar por el costado del “yate”, y ya luego –con las sandalias definitivamente mojadas– a Ayestarán, y al final, a la parada, al banco, a la lluvia, a la espera.

Todo es igual bajo la lluvia. Nada cambia. Está lloviendo. Sí. Pero la gente, esencialmente, es la misma.

Sin embargo, Argos teatro no es lo mismo bajo la lluvia que a pleno sol. Bien sabes por qué. Pero este post no es de ella. Ya nada…

Sin embargo, puedes quedarte hoy bajo la lluvia, bajo esas intermitentes gotas que no son ni aguacero ni cesan de caer. Apagas el móvil. O lo enciendes. (Esa relación últimamente está tensa: poca cobertura y poco crédito tensan cualquier relación.) Mandas un mensaje, dos, tres. Llega más gente y tú inmóvil. Eres el primero; estás sentado bajo un árbol; no piensas moverte; la mirada fija en Ayestarán.

Claro. Estás ahí, bajo la lluvia, durante más de una hora, porque tientas a tu paciencia. Últimamente es un ejercicio que llevas hasta el límite. Y las miradas fijas en Ayestarán de las diez o quince personas de la parada te han sacado esa idea a flote. Haces los cálculos. Miras la hora. Pones el cartel de espera. Una hora como máximo. La guagua no puede demorar más que eso. Y esperas.

Entonces ocurre lo mejor y lo peor. La ensoñación. El cansancio. Los pies mojados. El frío. Los deseos y resúmenes del día mezclados en los dos o tres minutos que dormitas sin dejar de oír los carros, la lluvia, los rezos de la gente, tu resuello. El celular que anuncia un par de mensajes. La espera. Tanta espera. Y tu paciencia intacta.

Pero las miradas fijas es lo que más te atrae. Todos, increíblemente todos, miran en una sola dirección. Miran y desean, ruegan porque aparezcan un par de luces, solo un par de luces, las demás no importan, más bien molestan, cuando se confunden. Algunos tienen sombrillas, otros paraguas, uno tiene un nylon sobre la cabeza, tres o cuatro, como tú, se refugian bajo un árbol, aunque no el tuyo. Tú estás sentado, casi inmóvil, en una posición felina que te permite mirar, dormir, dilucidar el mundo a tu alrededor sin demasiado esfuerzo. Pero tu paciencia comienza a molestarse. Y las miradas fijas siguen la línea, no descansan, imploran.

De pronto una luz se hace inconfundible. Ya viene. Es ella. Desacelera, y justo unos metros antes, el chofer clava el pie y pasa de largo.

Entonces estallas. Mandas todo al carajo. Todo lo mandable. Y rompes a caminar bajo el agua. Y ni la sientes. Aunque se te empañen los espejuelos. Aunque tengas en los pies más tierra y agua que nunca. Aunque te asqueen la calles del Cerro empapadas de suciedad. Llegas a Infanta. Elijes al azar una esquina para buscar un carro –esquina incorrecta– y la guagua que esperabas dobla junto a ti como un rayo.

Todo lo que pasa después no importa. Porque tú sonríes bajo la lluvia durante 10 minutos más. Y la tercera guagua te recoge. Y llegas a casa. Y comes. Y te bañas. Y duermes. Y Madonna que sigue ahí, sin chistar; y Jesús a su lado. Y apagas la luz y no se escucha ya la lluvia.

Y recuerdas a Argos teatro, y a tu paciencia. Y te das cuenta que, no importa cuánto estalles, el mundo, bajo la lluvia, nunca es el mismo.

(Tomado del blog Esquinas. Por Alejandro Ulloa García)