Publicado por Juan Antonio García Borrero
Es inevitable que, tras el fallecimiento de una persona a la que se
ha conocido, no lleguen a la mente buena parte de esos momentos en que
nuestras vidas se entrecruzaron. Con Rigoberto López coincidí varias
veces: en festivales de cine, en encuentros organizados en diversas
provincias, en la sede de su Muestra Itinerante del Caribe.
Nuestros intercambios siempre fueron breves, pero intensos. Por eso
los recuerdo de forma tan nítida ahora. El último fue un poco antes de
que comenzara a rodar El Mayor. Él me leyó un fragmento del
guión mientras nos tomábamos un café en las afueras del Hostal “El
Paso”; yo le mostré la maqueta de lo que entonces iba a ser la Enciclopedia Digital del Audiovisual Cubano
(ENDAC), y todavía me conmueve la manera en que dejó a un lado el tema
de lo que sin dudas fue su proyecto de trabajo más ambicioso, para
hablar de las potencialidades que veía en aquella plataforma.
Supongo que influyó el haberle mostrado las diversas entradas
vinculadas a cada uno de sus filmes, incluyendo los documentales menos
conocidos y que para él, tenían una importancia similar a la de sus
películas más comentadas (Yo soy del son a la salsa; Roble de olor; Vuelos prohibidos).
De hecho, la consulta de esos textos nos permitió “reconstruir” el
momento en que por primera vez intercambiamos ideas acerca de su
trabajo. Fue en los hoy lejanos años noventa, en la provincia Ciego de
Ávila, invitados ambos a la Semana de Cine Iberoamericano
que no sé si todavía se celebra en esa ciudad. Y recuerdo cómo el
perfecto desconocido que era yo llegó ante el cineasta, para preguntarle
sobre La soledad de la jefa de despacho (1990), que recién había descubierto.
Nuestro diálogo, ahora lo sé, empezó allí, pero a pesar de su muerte,
no ha terminado. Como tampoco va a terminar cuando, inevitablemente, me
toque a mí la muerte. El cine tiene eso: pone a salvo ideas que mañana
podrán ser recuperadas por aquellos que, como nosotros, creemos en el
alto valor de la cultura.
Juan Antonio García Borrero
Rigoberto López sobre La soledad de la jefa de despacho (1990)
Yo llevaba un tiempo considerable sin rodar, sobre todo como
consecuencia de un verticalismo autoritario, que impedía se filmara de
manera fluida. Llegué a tener catorce guiones que nunca realicé, pues
siempre se argumentaba la falta de recursos, o sea, que no había
transporte, gasolina, etc.
Un día me reuní con Camilo Vives, el productor general del ICAIC,
para discutir mi situación, y luego que me explicara lo de la falta de
recursos, se me ocurrió decirle: “¿Y si yo te traigo un proyecto con una sola locación y una sola actriz?”, y me dijo “Tráelo”.
Hablé entonces con Alberto Pedro, que tenía escrito un monólogo que
todavía no había estrenado y pensé que ese podía ser el proyecto.
Siempre pensé en Daisy para el personaje, porque es a mi juicio, nuestra
actriz de mayor rango. Es una actriz personal. La prefiero por su
naturaleza, su organicidad y sobre todo su sinceridad.
Yo quería un personaje muy creíble, porque iban a ser veinticinco o
treinta minutos, exigiéndose del personaje múltiples transiciones. Sabía
que en términos de realización no debía cortar el texto, sino que en
todo caso debía buscar la complicidad del espectador, que este pudiera
asumir la sorpresa.
Como se sabe, un magacín de 400 pies es apenas cuatro minutos, por lo
que parecía inevitable hacer varios cortes. Entonces me acordé de
Hitchcoock y su experimento con La soga, y de allí el juego de Daisy entrando y saliendo del cuadro, pero de manera imperceptible.
Es una experiencia que recuerdo con mucho agrado, y que me permitió
ser audaz. Yo veía al equipo, que en ocasiones no podían ocultar sus
caras de dudas, escepticismos, porque en verdad no podía fallar nada. Si
Daisy se equivocaba, o el dollyman o el foquero, yo tenía que botar el magacín completo.
Creo que tuve mucha suerte al elegir a Daisy, y al mismo tiempo
pienso que es uno de los trabajos más significativos en su carrera como
actriz, donde puso en evidencia su facilidad para transitar diversos
estados de ánimo: en el corto ella es cínica, ese sensual, es mordaz, o
sea, tiene diversos registros actorales.
(…)
Yo siempre he tenido el criterio de que la cámara es un actor y el
personaje es el plano. Para lograr que el personaje se exprese el
fotógrafo tiene que tener un gran vínculo con el sentido dramático de lo
que está filmando.
Pepe Riera y yo sentíamos que había que buscar un plano que mostrara
la interrelación, porque de lo contrario la cámara se iba a sentir
demasiado fría. Entonces le pedí a Raúl Pomares, un amigo común, que me
ayudara como comodín.
Es decir, siempre quise que Pepe Riera sintiera a Daisy, y que la
cámara se incorporara o moviera de acuerdo a la emoción del momento.
Entonces le pedí a Pomares que reaccionara ante lo que Daisy decía, pero
sin hablar, y a Riera que anotara los puntos de reacción. Todo esto se
hizo con recursos muy rústicos. El Dolly fue lo más jodido de aquello.
Era poner los rieles y moverse sin provocar ruidos.
(…)
La película fue filmada íntegramente en el séptimo piso del ICAIC. No
tuvo una censura oficial, pero si oficiosa. O sea, nadie dice: “este corto no se puede proyectar”,
pero lo cierto es que no se exhibe. Es la propia Daisy la que pide en
televisión, luego que le preguntan por algunos de sus trabajos
preferidos, que se ponga este corto y es gracias a esto que mucha gente
lo descubre.
Quedamos tan contentos con el resultado que pensamos hasta hacer una
segunda parte, en la que sale un tipo que estaba debajo del carro. ¿Te
imaginas? La gente con el corto primero se sorprende, luego se ríe y
finalmente aplaude. De veras que a mí me ha dejado satisfecho.