ANTONIO GRAMSCI: AMOR Y REVOLUCIÓN (III). FRANCISCO FERNÁNDEZ BUEY

Tomado del blog El Ciervo Herido

Por Francisco Fernández Buey

Gramsci declara odiar todo lo que es convencional. No quiere verse reducido a una correspondencia convencional. Así era ya en Viena, cuando empezaba a escribir a Julia. Solo que esta sensación se le agudiza ante un carteo que sabe que será, además, convencionalmente carcelario.

(III)

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«Omaggio a Gramsci» (2011), de Gabriele Cancedda.

Antonio Gramsci Amor y Revolución (I)

Antonio Gramsci Amor y Revolución (II)

Amor y camaradería, una colaboración de quehaceres

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La declaración más explícita en ese sentido la hace Gramsci justo el mismo día en que aparecía su artículo contra el pesimismo: “Te aseguro que si sólo se hubiera tratado de nuestro amor yo no habría insistido como lo he hecho. Pero nuestro amor es y debe ser algo más: una colaboración de quehaceres, una unión de energías para la lucha, además de búsqueda de nuestra propia felicidad. Hasta es posible que la “felicidad consista precisamente en eso”. Lo que más conmueve en esta solicitud de “colaboración de quehaceres” es que el hombre que la hace ha asumido ya una responsabilidad política peligrosa, y lo sabe; se siente viejo como el chino Lao-tsé, nacido a los ochenta años, y sabe, además, que continúa su lucha con el propio “cerebro”, con “las cucarachas se le pasean” por él, con “la araña que le chupa el cerebro”, con los fantasmas, las sombras y “las gotas de metal fundido en la carne”.

En abril de 1924 Gramsci fue elegido diputado por el Véneto en las listas del partido comunista. Comunica a Julia la noticia y al mes siguiente regresa a Italia. Han pasado dos años desde su viaje a Moscú y aquel viaje le ha cambiado la vida. El retorno lo hace sabiendo que Julia tendrá un hijo a los pocos meses y teniendo que renunciar, sin embargo, tanto a su propuesta de encontrarse en Viena para trabajar juntos como a la posibilidad de viajar él mismo, de nuevo, a Moscú.

A pesar de ello, no hay duda de que el sentimiento de la próxima paternidad y la vuelta a Italia, a un ambiente políticamente adverso pero que conoce, han tranquilizado psicológicamente a Gramsci. En las cartas escritas desde Italia entre mayo y agosto de 1924 Gramsci no deja de mencionar la persistencia de los dolores de cabeza y la tristeza que le produce la encrucijada en que están: él querría ir Moscú para encontrarla pero no puede; propone insistentemente que ella vaya a Italia pero no obtiene respuesta. Siente que “una inmensa muralla de espacio y tiempo les separa”. Pero, aun así, cuando aborda la relación sentimental, es más paciente e incluso las bromas domésticas que hay en estas cartas (sobre la discusión familiar acerca del nombre que habrían de poner al niño, sobre la reconocida limitación de su propio papel en esto y sobre la decantación del amor) no son inquietantes; son bromas cariñosas y revelan un estado de ánimo mucho más equilibrado que durante los meses de Viena.

En una de estas primeras cartas enviadas a Julia desde Italia, mientras sufre de insomnio y se siente débil en una tórrida noche veraniega romana, Gramsci vuelve al tema de la relación entre actividad política y vida sentimental para establecer una generalización que afecta a su personalidad: “No podemos dividirnos y dedicarnos a una actividad única, puesto que la vida es unitaria y cada actividad sale reforzada con la otra”. Se pregunta entonces si el amor no refuerza toda la vida al crear un equilibrio y dar una intensidad mayor a las otras pasiones y a los otros sentimientos, aunque, paradójicamente, enseguida añade que no quiere ponerse doctrinario.

En estas cartas que Gramsci escribe desde Roma a Julia Schucht hasta marzo de 1925, fecha en la que volverían a encontrarse en Moscú y en la que él conocería a su primer hijo, predomina el tema político. Es natural que un hombre que está dedicando gran parte de las horas de su vida al trabajo de organización antifascista haya buscado en las cartas que escribe a la persona amada la complicidad política. Pero la solicitud de colaboración de quehaceres pasa a segundo plano por razones obvias: Julia está ya en avanzado estado de gestación y la situación en Italia, sobre todo después del asesinato de Mateotti, tampoco permite seguir insistiendo en el trabajo intelectual compartido.

Política y paternidad

En agosto de 1924 nació el primer hijo de Julia y Antonio. Después de discutir entre bromas sobre varios nombres simbólicos (Ninel, Lev) le pusieron Delio a propuesta de Antonio. Éste tuvo que renunciar a estar presente en Moscú en el momento del nacimiento. Su actividad política en Italia se había hecho desbordante. El nacimiento del hijo coincidió con el momento en que Gramsci empieza a actuar como secretario general del Partido Comunista. Quiso, en cambio, ayudar materialmente a los suyos enviando algún dinero a Moscú través de amigos italianos, aunque tampoco acertó con la forma adecuada, lo cual provocó un malentendido con Julia, que se sintió ofendida, y una disculpa inmediata de Antonio que contiene una reflexión notable:

Creo que es un recuerdo de mi vida infantil, ligada a las penurias materiales y a las estrecheces… que crea vínculos de solidaridad y afecto que nadie podrá destruir. ¿Crees tú que la mejor de las sociedades comunistas podrá modificar de manera fundamental estos condicionamientos de las relaciones individuales? Yo creo que, al menos por algún tiempo, seguro que no. Y me parece que tales sentimientos son propios de las clases explotadas, no de la burguesía.

Durante los meses que siguieron, Gramsci, además de mostrar a Julia su alegría por el nacimiento del hijo, del que asegura que va a unirles mucho más, y de expresar su malestar por no poder ayudar como querría, confiesa cierta confusión a la hora de hacerse una idea concreta de lo que significa la paternidad reciente: “Pienso en los niños en general, en su peso, en su debilidad, en los peligros que les amenazan a cada momento, pero no consigo pensar en nuestro niño vivo como individuo concreto”. Pide fotografías pero sabe que “la objetividad no es la vida, sino una fría caricatura fotográfica de la vida”; escribe pero sabe que las cartas no pueden sustituir la presencia. Sigue habiendo entonces algunas dificultades en la comunicación con Julia, pero éstas son mayormente externas: retrasos en la correspondencia, esperadas cartas que no llegan, desconfianza en el funcionamiento de los correos y sensación de que estos motivos externos deterioran a veces la relación sentimental. El 18 de septiembre de 1924 Gramsci escribe a Julia: “Hay un montón de cosas que no puedo escribirte porque no me fío del correo”. Dos semanas después confiesa que no es sólo la desconfianza en el correo: “Siento pena cuando no puedo enviarte una carta y tengo que superar un montón de obstáculos psicológicos cuando me pongo a escribirte. Me parece —y creo que tú has tenido la misma impresión— que el papel empobrece todos nuestros sentimientos y se convierte en un filtro a la inversa, o sea, en algo que enturbia lo que es limpio y claro”.

En lo sentimental, Gramsci oscila ahora entre la manifestación de la ternura que le produce la maternidad de Julia, la expresión de la preocupación por su salud, la contención de sus ironías privadas para no hacer daño, cierta perplejidad ante una paternidad para la que no parece sentirse particularmente preparado y la mala conciencia que le produce el estar ausente y lejos en un momento decisivo: “No soy capaz de estimar mi amor por ti: me parece distinto de lo que era hace un año. Tampoco sé imaginar la impresión que tendré al ver al niño vivo y real en lugar de la leve impresión de la cartulina fotográfica”. Narra a Julia sus actividades, sus viajes por Italia y sus impresiones sobre la situación política y social del momento. Pasa constantemente de la anécdota (una conversación escuchada, las impresiones de un viaje, la estancia en una ciudad) a la categoría, al análisis de lo que entonces hay socialmente en Italia y de lo que puede llegar a haber en el próximo futuro.

Algunos pasos de estas cartas son interesantísimos desde el punto de vista del diagnóstico psicosocial de lo que estaba siendo el fascismo, tanto más de apreciar cuanto que apenas se han conservado otras cartas políticas de Gramsci escritas desde el retorno a Italia hasta abril de 1925. Los pasajes políticos de estas comunicaciones a Julia Schucht destacan por la veracidad y la lucidez con que describen ciertos rasgos (el atraso, la ignorancia, la intolerancia, el semibandidismo, la corrupción, el clientelismo) que contribuyen a la consolidación del régimen de Mussolini: “Los niños y los idiotas están convirtiéndose en la expresión política de la situación, y lloran y hacen tonterías bajo el peso de una responsabilidad histórica con la que de repente han tenido que cargar sus espaldas de aprendices ambiciosos e irresponsables. La tragedia y la farsa se suceden en escena sin conexión alguna. El desorden está alcanzando un grado que ni la fantasía más desenfrenada podía imaginar”. Gramsci rectifica ahí sus ilusiones de meses anteriores sobre un próximo fin del fascismo. Absorto en la batalla antifascista y en la reorganización del partido comunista, incluso su juicio sobre las personas más próximas quedará mediatizado por consideraciones políticas. Es lo que ocurre cuando, después de varios intentos fallidos, en febrero de 1925, Gramsci conoce en Roma a Tatiana Schucht, la hermana de Julia, con la que simpatiza en seguida. La opinión que comunica a Julia es que, a pesar de las apariencias y de los rumores, su hermana puede llegar a estar más cerca de los bolcheviques que de los socialistas revolucionarios rusos, entonces muy críticos con el leninismo.

El desierto de lo puramente político: mirar la naturaleza con impaciencia

Gramsci estuvo de nuevo en Moscú un par de semanas entre marzo y abril de 1925. Durante esas semanas participó en los trabajos de la V Sesión del Ejecutivo ampliado de la Internacional Comunista, volvió a estar con Julia unos pocos días y conoció a su hijo Delio. No son muchos los recuerdos escritos que han quedado de aquella estancia. Gramsci recordará después un paseo con Julia y Delio por un parque moscovita, que no sacó buena impresión de la forma en que la familia Schucht comenzaba a educar al hijo y se referirá, ya en un contexto polémico posterior, a la influencia en esto de Eugenia, la hermana mayor de Julia, cuya afición al niño, un tanto obsesiva, la impulsaba a suplantar a la verdadera madre. Pero es evidente que después de este viaje se producen algunos cambios notables en la correspondencia. Gramsci ha estabilizado las relaciones con la familia de Schucht, ha arrancado la promesa de que Julia irá a Italia con el niño en cuanto pueda (cosa que, efectivamente, harían pocos meses después) y los lazos afectivos se han hecho más fuertes. Tal vez por eso entre la primavera y el otoño de 1925 las cartas de Gramsci se hacen más breves, más espaciadas y también menos ansiosas. La seguridad de que Julia llegará en breve le permite aguantar mejor los bajones psicológicos, incluso cuando el calor del verano romano le altera los nervios.

En la espera, Gramsci ha tenido que reduplicar la actividad político-organizativa no sólo como diputado sino también como secretario general del partido: “Ha sido borrado de mi cerebro todo lo que no sea actividad política inmediata”. Cuando llegan los calores del verano empieza a sentirse peor; no ha perdido del todo el humor del que hacía gala en los meses inmediatamente anteriores al nacimiento del hijo, pero las referencias a su propio estado de ánimo van haciéndose más sombrías. Se siente —dice— como “el resto de un naufragio a merced de las olas” y describe con cierto distanciamiento pesimista su debut parlamentario; se queja varias veces del desorden y da la desconexión existente en las propias filas y vuelve a sentirse, como en Viena, psicológicamente cansado y viejo.

Al menos por dos veces ha aludido Gramsci durante estos meses al “desierto” que representa una vida dedicada exclusivamente a la política. Y sintomáticamente ve ahora en las conversaciones con Tatiana, a la que sólo unas semanas antes había juzgado casi solo en términos político-ideológicos, una salida de ese desierto, algo así como una anticipación de lo que puede ser el equilibrio psicofísico cuando Julia y Delio lleguen, por fin, a Italia. Sus requerimientos a Julia acentúan ahora la necesidad de salir de esa mecanización unilateral de la vida propia que representa lo solo político. Ve ahora el amor como algo que tiene que impedir “que me convierta en un pingo almidonado, me mecanice, me haga apático y acabe convertido en un muñeco que repite siempre las mismas palabras y los mismos gestos”.

Este estado de ánimo no le hace perder, sin embargo, la lucidez política. El diagnóstico que realiza, en julio de 1925, de la situación en Italia, cuando para llevar a cabo sus actividades empieza a verse obligado a “borrar las huellas” y burlar así a la policía política, suena a premonitorio: “Somos demasiado fuertes para no tener iniciativas que llevan al descubrimiento de nuestras fuerzas y somos demasiado débiles todavía para aguantar un choque frontal”. En esas circunstancias nota, en cambio, Gramsci que está perdiendo el gusto por la naturaleza. Y relaciona esto, como Brecht, precisamente con las obligaciones de lo solo político.

Nada más revelador y sintomático de lo que el desierto (obligado) de lo solo político puede llegar a representar para un hombre sensible que comparar lo que dice Gramsci sobre la naturaleza en la última carta (de 15 de agosto de 1925) que escribe a Moscú, antes del viaje de Julia y Delio a Italia, con la carta en que un año después cuenta a Julia su estancia con Delio en Trafoi y con la descripción del paisaje que él mismo haría en enero de 1927, después de la detención, ya en el destierro de Ustica.

En efecto, durante el ferragosto de 1925, en la misma carta en que dice a Julia que tendrá que explicarle el significado exacto de la palabra “quiero”, narra Gramsci uno de los viajes a los que se ha visto obligado por el trabajo de organización, y describe así sus impresiones:

He visto parajes que, según dicen, son bellísimos, paisajes que al parecer son admirables, tan admirables que los extranjeros vienen de lejos para contemplarlos. Por ejemplo, he estado en Miramare, pero me ha parecido una errada fantasía de Carducci; las blancas torres se me presentaban como chimeneas acabadas de blanquear con argamasa; el mar tenía un color amarillo sucio porque los peones que construían un camino habían echado en él toneladas de detritus; el sol me dio la impresión de un calorífero fuera de estación.

A renglón seguido comenta Gramsci que se está convirtiendo en un apático y que esas impresiones tienen que deberse a que el sentimiento de la ausencia le está haciendo perder el gusto por la naturaleza.

La percepción de la naturaleza cambia con la llegada de los seres queridos a Italia durante el otoño de aquel año. Julia y Delio permanecieron con Antonio en Roma hasta el verano de 1926, aunque en casas distintas por motivos de seguridad. A finales de agosto Gramsci se tomó un respiro en la actividad política y pasó unas breves vacaciones con su hijo en Trafoi (Bolzano) mientras Julia regresaba a Moscú. En septiembre escribe a Julia: “Creo que la estancia de Delio en Trafoi, en un marco tan grandioso de montañas y glaciares, dejará en su memoria huellas muy profundas. Hemos jugado. Le he construido algún juguete, hemos hecho fuego en el campo. No había lagartijas, así que no he podido enseñarle a cogerlas. Me parece que ahora empieza una fase muy importante para él, esa fase que deja los más sólidos recuerdos porque en su desarrollo se conquista el mundo grande y terrible”.

Incluso unos meses después de la detención, ya en Ustica, y a pesar de estar desterrado, a pesar de la falta de libertad, a pesar de los presagios y de la incertidumbre de la nueva situación, pendiente como estaba de juicio por sus actividades políticas, y lejos también de Julia, nuestro hombre dispone de algo que no tenía meses atrás. Es un desterrado, pero dispone de tiempo para mirar la naturaleza de otra manera: “Tenemos a nuestra disposición una hermosísima terraza desde la que admiramos el mar sin fin durante el día y un magnífico cielo por la noche. Como el cielo está limpio, sin los humos de la ciudad, podemos gozar estas maravillas con la máxima intensidad. Los colores del agua del mar y del firmamento son realmente extraordinarios por su variedad y por su profundidad. He visto arco iris únicos en su género”. La explicación de este cambio en la manera de percibir la naturaleza es psicológica y la da el propio Gramsci en una carta que una semana antes ha escrito a su cuñada, Tatiana: a pesar de que ha perdido la libertad de movimientos, el ambiente de Ustica le está regenerando física y mentalmente porque necesitaba un periodo de reposo absoluto después de una desbordante actividad política de meses y meses.

El mundo subterráneo

Las cartas enviadas desde Ustica revelan tranquilidad de espíritu e incluso, en algún momento, una cierta euforia. La euforia desaparecerá después del traslado desde la isla a la cárcel de San Vittore, en Milán, a principios de febrero de 1927, pero la serenidad ante una situación tan adversa seguirá siendo durante meses el rasgo principal de las cartas de la cárcel. Incluso el símil con que Gramsci transmite a Julia su estado de ánimo, imaginándose como uno de los marineros que acompañaron a Fridtjof Nansen al Polo Norte sugiere cierta serenidad doblada de ironía: avanzar lentamente, muy lentamente, después de dejarse aprisionar por los hielos, aprovechando el empuje de los mismos a medida que éstos se van separando. Y de hecho, durante más de un año, hasta después del proceso al que Gramsci y otros dirigentes comunistas fueron sometidos en Roma y de su traslado, ya condenado, a la casa penal de Turi de Bari, la gran mayoría de las cartas que escribió a Tatiana, a Julia, a su madre y a otros familiares no dejan entrever la tragedia que se avecinaba. En ellas, además de la tranquilidad de espíritu, afloran la fortaleza moral, el autocontrol en el plano de los sentimientos, la reserva en el juicio político, el sentido práctico y realista, la crítica de los convencionalismos y, sobre todo, el humor, una vena irónica no siempre bien comprendida por sus interlocutores.

Entre el destierro en Ustica y la celda de San Vittore, en Milán, Gramsci ha ido construyéndose una ética de la resistencia basada en la observación lúcida y distanciada del nuevo mundo que estaba descubriendo y en la acentuación de lo que cree que son los principales rasgos de su propia personalidad. No quiere dejarse dominar por la aflicción ni quiere ser consolado. Ha conocido el aislamiento, ha sabido en otras ocasiones estar solo entre la multitud y no cree que la nueva situación le vaya a superar.

Mientras se encontró físicamente bien, Gramsci se ha preocupado más por disipar los temores de los otros ante un futuro incierto, pero en cualquier caso sombrío, que de solicitar ayudas o pedir clemencia. En este sentido ha recordado a la madre su propia fortaleza física y moral, bromeando con ella sobre curas y rezos, pero sobre todo advirtiéndola de que hay algo peor que la cárcel, con ser ésta malísima, y que ese algo es el deshonor por debilidad moral o por villanía. Ha llamado la atención del hermano Carlo, en términos cortantes, sobre lo poco que éste sabe de lo que ha sido su vida hasta ese momento y sobre el principio moral de la resistencia: las convicciones profundas que no se venden por nada de este mundo. Ha ironizado con Tatiana Schucht sobre las deficiencias de su italiano y a cuenta de sus propias lecturas, aconsejándola cuando ella se ha encontrado enferma. Ha mantenido durante esos meses una relación epistolar esporádica pero relativamente equilibrada con Julia. Y ha elegido a Tatiana como corresponsal principal para seguir manteniendo, a través de ella y con Piero Sraffa, el contacto con el partido comunista y, de paso, mitigar así el peso de la losa que más le abrumaba: el convencionalismo epistolar al que obliga el reglamento carcelario con todas las derivaciones que esto supone cuando se trata de comunicar sentimientos amorosos.

Ya en estas cartas, sin embargo, la fortaleza moral y el alto concepto del honor y de la dignidad personal que Gramsci tenía chocan con una educación sentimental que se reconoce insuficiente. Tiene un alto concepto de su propia fortaleza moral y se exige mucho, pero quiere que los otros (Julia, Tatiana, su madre, su hermano Carlo) le consideren “un hombre normal” cuando, obviamente, no lo es.

Gramsci declara odiar todo lo que es convencional. No quiere verse reducido a una correspondencia convencional. Así era ya en Viena, cuando empezaba a escribir a Julia. Solo que esta sensación se le agudiza ante un carteo que sabe que será, además, convencionalmente carcelario. Dedica mucho tiempo a la introspección, casi tanto como a la lectura, y pronto cree estar perdiendo “el hábito externo de la sensibilidad”, su “meridionalismo”. Gramsci está haciendo un esfuerzo voluntarista por controlar sentimientos y afectos. Ve en ello una forma de autodefensa, pero duda de si los resultados de este esfuerzo son siempre positivos, consecuentes con su afirmación de que hay que ser prácticos y realistas hasta en la bondad. Se diría que toda la seguridad con que argumenta sobre el principio moral de la resistencia se le convierte en duda, incluso en inseguridad, cuando ha de hacer frente a los propios sentimientos. Y así oscila entre valorar positivamente la frialdad y la indiferencia externas, el reconocimiento esporádico de que él mismo ha llegado a adquirir “cierta sensibilidad morbosa” y la aceptación forzada de la confusión que le produce el tener que hablar o escribir de sus cosas íntimas. Sabe que su correspondencia es en cierto modo “pública” porque la están leyendo otras personas (funcionarios de la cárcel y amigos políticos) y no consigue vencer el pudor que le produce hablar de sentimientos íntimos ante terceras personas.

Desde el primer momento, ya en Ustica, Gramsci ha pensado que su capacidad de resistencia como prisionero tenía que estar directamente vinculada a un programa de lecturas y estudios. Y ha hecho planes a este respecto. Pero también desde el primer momento ha sabido que la probabilidad de llevar a cabo estos planes desciende cuanto más detallados son. Se aplica a sí mismo el concepto que tiene de la utopía. Y no sólo por razones externas, de tipo general o relacionadas con los obstáculos que el destierro y la cárcel suponen, sino también por autoconciencia, por conocimiento del propio carácter, porque se considera un hombre polémico y dialogante que necesita medirse intelectualmente con otros interlocutores.

Precisamente por eso lo mejor de las cartas que ha escrito desde la cárcel de San Vittore está en la descripción irónica y vivaz de sus conversaciones con otros, en el uso metafórico de algunas de sus lecturas carcelarias para contar la evolución de los propios estados de ánimo y en la forma en que ha narrado, para las personas a las que quiere, el descubrimiento de un mundo cuya existencia apenas podía sospechar en los meses anteriores: el mundo subterráneo de los desterrados y de los presos, de los “no cristianos”, un mundo que le hace pensar en lo difícil que es captar la verdadera naturaleza de los hombres a partir de los rasgos externos. Digna de recuerdo es su descripción de la cuerda de presos que como una inmensa serpiente se arrastra desde Palermo a Milán dejando en cada cárcel una parte de sus anillos para luego recuperarlos en otras madrigueras. l E igualmente memorable la narración —entre el distanciamiento propio del antropólogo y la perplejidad crítica del político— de ese mundo subterráneo que vive y se reproduce en los márgenes del otro y que acaba configurando el subsuelo humano dostoievskiano: beduinos de Cirenaica, mafiosos sicilianos, camorristas de Nápoles, remedos de Farinata y violadores con aire bonachón: “Todo un mundo complicadísimo, con una vida propia de sentimientos, puntos de vistas, códigos del honor, jerarquías férreas y un particular sentido de la solidaridad”.

Este primer periodo carcelario en San Vittore, que se abría con el símil de los marineros de Nansen sugiriendo la imagen de la serenidad conscientemente elegida ante la dificultad, se cerrará, entre febrero y abril de 1928, con otro símil y la manifestación de una sospecha. En sus cartas a Julia Gramsci advierte que se ha cumplido ya todo un ciclo de transformaciones que han afectado a su estado de ánimo, y luego que un periodo de su vida carcelaria está a punto de terminar. Son los prolegómenos del proceso que tendría lugar finalmente en Roma. Gramsci sugiere ahora que él mismo está cambiando la táctica de la ética de la resistencia. Se ha hecho más estoico. Ha decidido dejar de oponerse a lo que es necesario e ineluctable “con los medios y maneras de antes” y quiere dominar ahora el proceso en curso acentuando el espíritu irónico. En ese contexto vuelve a la metáfora:

A la celda llega una luz a mitad de camino entre la luz de una cantina y la luz de un acuario. De todas formas, no debes pensar que mi vida transcurre tan monótona e igual como puede parecer a primera vista. Una vez que se ha acostumbrado uno a la vida del acuario, adoptando el sensorio para captar las impresiones amortiguadas y crepusculares que llegan hasta allí (y siguiendo, desde luego, en una posición un tanto irónica) se descubre todo un mundo que bulle alrededor, con sus peculiares leyes y con su curso esencial. Ocurre como cuando después de echar una ojeada rápida a un viejo tronco medio deshecho por el tiempo y la intemperie nos paramos a mirarlo más fijamente y con atención. Primero se ve únicamente algo así como una fungosidad humectante, con alguna babosa soltando baba y arrastrándose lentamente. Pero luego, casi de repente, se ve todo un mundo de colonias de pequeños insectos que se mueven y afanan, haciendo y rehaciendo los mismos esfuerzos, el mismo camino. Si uno sigue conservando la propia posición externa, si no se convierte en una babosa o en una hormiguita, todo eso acaba interesándole y le permite pasar el tiempo.

La ironía empieza a hacerse negra. El mundo subterráneo sigue siendo para Gramsci una curiosidad interesante cuando se la observa con la adecuada distancia, pero ya no es un mundo de hombres, por primitivos y elementales que fueran (mafiosos, camorristas o delincuentes) sino un mundo poblado de babosas e insectos, lo que sugiere cierta inquietud psicológica. Gramsci se encuentra aún relativamente bien de salud, pero justamente por eso, en la siguiente carta a Julia, a finales de abril, manifiesta su disgusto por la forma en que los compañeros han enfocado la campaña de solidaridad ante el proceso y alude a una preocupación que en los años siguientes se le convertiría en obsesiva: “He recibido recientemente una extraña carta firmada Ruggero, que solicitaba respuesta. Quizá la vida en la cárcel me haya hecho más desconfiado de lo que exigiría la prudencia, pero el hecho es que esa carta, a pesar de su sello y de su matasellos, me ha sacado de quicio”.

Esta carta de Ruggero Grieco, fechada el 10 de febrero de 1928 y conocida por su destinatario en marzo, se ha convertido en uno de los asuntos más repetidamente tratados entre los biógrafos e intérpretes de Gramsci. Y se comprende. No tanto por lo que la carta misma decía, ni siquiera por lo que Gramsci dice a Julia al mes siguiente de haberla recibido, pues, al fin y al cabo, el que eso “le sacara de quicio” está probablemente todavía dentro de lo que llamaríamos prudencia, sino por la forma terrible en que se ha referido a ella varios años después. Gramsci trató de esa carta en un coloquio con Tatiana, en la cárcel de Milán, poco después de haberla recibido, unos meses antes del proceso. Entonces manifestó su disgusto al respecto, pero añadió, además, y esto es significativo, que el juez instructor le había advertido de que aquella carta podía costarle unos cuantos años más de cárcel sugiriéndole que sus amigos políticos le estaban traicionando. Así nacía una sospecha que iba a atormentarle durante años y que acabaría dando un nuevo giro a su manera de entender la relación entre lo público y lo privado.

Fuente: LEYENDO A GRAMSCI, Francisco Fernández Buey, Editorial El viejo topo, España, 2001.

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