El mundo bajo la lluvia

foto-btik-quinque-cuba-rainy-day-ii-2Puedes quedarte bajo la lluvia durante más de una hora. Sentado en un banco. Esperar la guagua mientras las intermitentes gotas te ruedan por los cristales de los espejuelos. Puede que no pase nada. Ni la guagua. Ni nada. Puedes incluso cerrar los ojos y dormitar algunos minutos. Pero el mundo bajo la lluvia será el mismo. O no.

Quizás te levantaste tarde. Y llegaste tarde a todos los lugares. Y el trabajo en la calle, como últimamente, te lo ha echado a perder la lluvia. Quizá tanto calor. Tanto cansancio. Y quizá es de noche y esperas la guagua. Treinta minutos. Una hora. Y nada.

Puede entonces que hayas decidido esperar. En el trabajo pensaste ir temprano a casa; estaba lloviendo poco y daba tiempo a llegar y descansar un rato (claro, como ahora te gusta regresar a casa). Y aunque algo se vislumbraba interesante a esa hora, y por suerte no había trabajo pendiente, apagaste la máquina y saliste, sin mucho ánimo –ni sabes por qué– al elevador de siempre, y luego a enseñar el bolso, y más tarde a caminar por el costado del “yate”, y ya luego –con las sandalias definitivamente mojadas– a Ayestarán, y al final, a la parada, al banco, a la lluvia, a la espera.

Todo es igual bajo la lluvia. Nada cambia. Está lloviendo. Sí. Pero la gente, esencialmente, es la misma.

Sin embargo, Argos teatro no es lo mismo bajo la lluvia que a pleno sol. Bien sabes por qué. Pero este post no es de ella. Ya nada…

Sin embargo, puedes quedarte hoy bajo la lluvia, bajo esas intermitentes gotas que no son ni aguacero ni cesan de caer. Apagas el móvil. O lo enciendes. (Esa relación últimamente está tensa: poca cobertura y poco crédito tensan cualquier relación.) Mandas un mensaje, dos, tres. Llega más gente y tú inmóvil. Eres el primero; estás sentado bajo un árbol; no piensas moverte; la mirada fija en Ayestarán.

Claro. Estás ahí, bajo la lluvia, durante más de una hora, porque tientas a tu paciencia. Últimamente es un ejercicio que llevas hasta el límite. Y las miradas fijas en Ayestarán de las diez o quince personas de la parada te han sacado esa idea a flote. Haces los cálculos. Miras la hora. Pones el cartel de espera. Una hora como máximo. La guagua no puede demorar más que eso. Y esperas.

Entonces ocurre lo mejor y lo peor. La ensoñación. El cansancio. Los pies mojados. El frío. Los deseos y resúmenes del día mezclados en los dos o tres minutos que dormitas sin dejar de oír los carros, la lluvia, los rezos de la gente, tu resuello. El celular que anuncia un par de mensajes. La espera. Tanta espera. Y tu paciencia intacta.

Pero las miradas fijas es lo que más te atrae. Todos, increíblemente todos, miran en una sola dirección. Miran y desean, ruegan porque aparezcan un par de luces, solo un par de luces, las demás no importan, más bien molestan, cuando se confunden. Algunos tienen sombrillas, otros paraguas, uno tiene un nylon sobre la cabeza, tres o cuatro, como tú, se refugian bajo un árbol, aunque no el tuyo. Tú estás sentado, casi inmóvil, en una posición felina que te permite mirar, dormir, dilucidar el mundo a tu alrededor sin demasiado esfuerzo. Pero tu paciencia comienza a molestarse. Y las miradas fijas siguen la línea, no descansan, imploran.

De pronto una luz se hace inconfundible. Ya viene. Es ella. Desacelera, y justo unos metros antes, el chofer clava el pie y pasa de largo.

Entonces estallas. Mandas todo al carajo. Todo lo mandable. Y rompes a caminar bajo el agua. Y ni la sientes. Aunque se te empañen los espejuelos. Aunque tengas en los pies más tierra y agua que nunca. Aunque te asqueen la calles del Cerro empapadas de suciedad. Llegas a Infanta. Elijes al azar una esquina para buscar un carro –esquina incorrecta– y la guagua que esperabas dobla junto a ti como un rayo.

Todo lo que pasa después no importa. Porque tú sonríes bajo la lluvia durante 10 minutos más. Y la tercera guagua te recoge. Y llegas a casa. Y comes. Y te bañas. Y duermes. Y Madonna que sigue ahí, sin chistar; y Jesús a su lado. Y apagas la luz y no se escucha ya la lluvia.

Y recuerdas a Argos teatro, y a tu paciencia. Y te das cuenta que, no importa cuánto estalles, el mundo, bajo la lluvia, nunca es el mismo.

(Tomado del blog Esquinas. Por Alejandro Ulloa García)

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