EL VENENO DE LA DOBLE MORAL
Los errores, las equivocaciones y las meteduras de pata, como decimos los cubanos, de las cuales de alguna forma nos lamentamos, son, según reza una sentencia popular: “cuestiones humanas”. Todos de una manera o de otra cometemos deslices, cargamos esas (grandes o pequeñas) cruces por el resto de la vida y debemos lidiar con la compleja disyuntiva de ignorar los yerros propios, justificando su aparición, o reconocerlos, sacar la patica del fanguero y atenuar el lío con una buena dosis de sinceridad y arrepentimiento.
Nos es cuestión nada fácil eso de hacernos la autocrítica y asumir que la “maldita culpa” tiene efectivamente un dueño y que ese podemos ser nosotros mismos y si el reconocimiento amerita ser en público, pues mucho peor, porque entonces nos duele como la piedra en el zapato; es tan incómodo como un trámite para vender tu casa o más lacerante que la recepcionista que no te contesta tus “Buenos Días” en la entrada de tu Empresa.
Sin embargo, los tiempos actuales reclaman trasparencia y solo podremos fomentar la confianza colectiva si las banderas de la sinceridad ocupan los mástiles donde muchas veces ondean los pabellones de la doble moral. En mi barrio recuerdo a YAGRUMA, que así le decían por aquellos de las dos caras en las hojas de ese árbol, el tipo se especializó en el asunto , se hizo célebre por su supuesto combate frontal a casi todo y a casi todos, hasta que los muchachos de la barriada descubrieron que visitaba de madrugada la casa de Chichita, condenada por él dadas sus libertades amatorias, y además luego se supo que agregaba un “poquitín” de agua a la leche que vendía su hijo y practicaba la enfermería inyectando el preciado líquido a los pollitos, que luego de congelados, los daba a su sobrina para venderlos un poco más pesaditos de lo común.
El susodicho me recuerda que en materia de política internacional las plantaciones de Yagrumas están bastante florecientes e incluso, por acá, dentro de nuestra propia isla, tenemos algunos buenos ejemplares, muy diestros en eso de poner una carita “blanca” para meterle caña a la Revolución y otra carita “verde” muy sonriente cuando agarran los billeticos de ese mismo color.
Decir, sin sentir lo que se dice como una verdad o un precepto, es el peor de los venenos en las relaciones humanas y si ese discurso hueco lleva como objetivo convencer a otros o sumarlos a una acción común, el daño es entonces de proporciones enormes, pues la mentira con su pata coja, termina por dejar sus máscaras y las secuelas de desengaños y resquemores labran una profunda grieta en el muro de las confianzas necesarias.