La batalla comunicacional (1): Un nuevo escenario en nuestra larga lucha

Tomado del Blog El Cievo Herido

Por Pedro Santander Molina*, especial para Dominio Cuba

El imperialismo encontró en el media-lawfare un mecanismo de restauración. Una serie del Dr. Pedro Santander en Dominio Cuba

Mucho se habla en estos tiempos de “la batalla comunicacional”. Independientemente de si se tenemos una definición nítida del concepto, es evidente que en esta etapa de la dominación capitalista lo comunicacional juega un rol de primer orden.

La derecha siempre intenta cambiar la relación de fuerzas entre las clases, una manera es a través del campo comunicacional. Sabemos que los dispositivos comunicacionales — que incluyen medios tradicionales, redes sociales, comunicadores, periodistas, corporaciones mediáticas, matrices de opinión, fake news, etc. — son métodos y escenarios de lucha que inciden en las correlaciones de fuerza y en la batalla de las ideas que se libra en un contexto de la lucha de clases.

Efectivamente, en las últimas décadas hemos sido testigos de cómo la dinámica de lo mediático-comunicacional se han impuesto de modo significativo sobre lo político, incidiendo en relaciones de poder, y a veces incluso determinando el vínculo entre política y sociedad. Medios y poder parecen hoy ser un mismo campo de análisis.

Y ahora, en un contexto de (re)instalación de gobiernos derechistas en países donde gobernaban fuerzas que — con matices y diferentes énfasis — cuestionaron al neoliberalismo, podemos observar que el imperialismo encontró en el uso de lo mediático-comunicacional un mecanismo de restauración conservadora. Aunque, en estricto rigor, se trata de un uso combinado: medios y poder judicial. Hablamos de un media-lawfare; es decir, de un nuevo mecanismo de intervención golpista mediante uso combinado del 3er y 4º Poder para la guerra sucia.

Se usa el poder judicial para perseguir, perjudicar y anular a los adversarios políticos, los casos de Lula en Brasil, Jorge Glas en Ecuador y Cristina Fernández en Argentina son, en ese sentido, paradigmáticos. En paralelo, se emplea a los medios y las redes para legitimar la acción judicial, para desprestigiar a los/las dirigentes y preparar el terreno de la persecución judicial con acusaciones comunicacionalmente amplificadas, que a menudo son falsas, pero que gracias a la acción mediática resultan verosímiles.

¿Qué tienen en común el Tercer y el Cuarto Poder? Son los sistemas más alejados del control social, más aún que los poderes legislativo y ejecutivo. El voto, el sufragio, las urnas no juegan rol alguno en el caso de los tribunales y de los medios, a diferencia de lo que ocurre con los otros poderes institucionalizados.

Con el uso instrumental del sistema jurídico y del mediático, las fuerzas reaccionarias locales, bajo el mando del imperialismo, han librado una batalla que les ha permitido crear condiciones de posibilidad para su retorno a la administración política del Estado.

En ese sentido, la hipótesis es que el imperialismo encontró en el media-lawfare un mecanismo de restauración. Un mecanismo de época. Es esta la primera característica de la actual batalla comunicacional: tras el desalojo de la derecha del poder Ejecutivo, gracias a la voluntad y energía popular, las fuerzas reaccionarias usan ahora los dos poderes más autónomos respecto de la ciudadanía para estructurar un mecanismo golpista de retorno. La batalla comunicacional tiene pues esas dimensiones materiales, no sólo las simbólicas o discursivas.

Recordemos que ante el avance de las opciones populares a partir del triunfo del Presidente Hugo Chávez a fines de los ’90, partidos tradicionales como Alianza Democrática y Copei en Venezuela, el Partido Social Cristiano de Ecuador, el Movimiento Nacionalista Revolucionario en Bolivia, el PSDB de Brasil, etcétera, sufrieron debacles electorales, reconfigurándose el sistema de partidos en dichos países. En ese marco de derrotas, el sistema de medios, consolidado por el neoliberalismo en la década del ’80 fue la retaguardia estratégica de la derecha. Esto fue posible porque a pesar de los triunfos de gobiernos populares (¿progresistas, de izquierda?), a pesar de nuevas constituciones, nuevos actores sociales, nuevos discursos, nuevas legislaciones, etc. apenas se cambiaron las relaciones medios-Estado; y, salvo en Venezuela y Bolivia, tampoco se modificaron las estructuras del Poder Judicial (también en estas dimensiones se evidenciaron los límites de proyectos que no supieron o no quisieron realizar los cambios estructurales).

Entonces, ante un momento de repliegue derechista, el sistema de medios acogió a la golpeada estructura política del bloque reaccionario. Desde que se comienza a impugnar el modelo neoliberal en nuestro continente, son los medios hegemónicos y no los partidos quienes comienzan a ejercer la dirección política e ideológica de la derecha latinoamericana. Sus medios se convierten en el lugar desde el cual actúan los intelectuales orgánicos de la oligarquía, desde el cual se ejerce la guerra de posiciones (socavamiento mediante lucha ideológica), desde el cual se recupera y transfiere a la capacidad organizativa perdida, y desde el cual se re-generan los vínculos con la base social (la audiencia).

En esa etapa de repliegue, los medios hegemónicos liberaron a diario y concertadamente dosis de ideología, falsedades, veneno y ataques contra las fuerzas progresistas que se fueron asentando semiótica y simbólicamente, permeando así a una parte importante de la audiencia. Es esta la “fase crónica” de la batalla comunicacional y en la cual los medios tradicionales (televisión abierta y de pago, radios, prensa) juegan un papel protagónico. Es importante insistir en que esta estrategia de la derecha se ha visto facilitada por los errores de gestión, corrupción y desconexión con las bases populares que en muchos casos han mostrado los gobiernos anti-neoliberales y que sirvieron para el proceso de criminalización de los gobiernos populares. El socavamiento de la legitimidad no sólo se explica por variables comunicacionales y externas a nuestro campo, en ese sentido, vale la pena no olvidar que la praxis política es una variable importantísima para la potencial creación de imaginarios.

En ese marco, la derecha comprende perfectamente la importancia vital de superestructuras como el poder jurídico y el poder mediático, y las cuida como fortalezas que permiten en tiempos difíciles el repliegue primero y luego la generación de condiciones de posibilidad para el asalto al poder. Esas superestructuras, apenas modificadas por los gobiernos progresistas, se cuidan como se cuidan las trincheras en una guerra, pues la ofensiva y el derrocamiento de cualquier alternativa popular sigue representando el aspecto central.

De la fase crónica a la fase aguda de la batalla comunicacional

La etapa de repliegue derechista en la estructura medial fue una fase de posicionamiento, es decir, de reagrupamiento, de fortificación y, sobre todo, una fase de acomodo al nuevo contexto signado por la pérdida del poder ejecutivo y legislativo a manos de fuerzas políticas de izquierda o progresistas.

Pero la derecha tiene la cuestión estratégica muy clara, el pasaje a la ofensiva siempre es cuestión de tiempo. Y si en la etapa de posicionamiento el uso de los medios tradicionales fue fundamental, en la etapa ofensiva el uso de las redes sociales (en intensa combinación con el lawfare) cobra la mayor importancia, más aún en contextos de campaña, como lo pudimos ver en Brasil este año y, sin duda, lo veremos el 2019 en Bolivia y en Argentina (donde ya el 2015 se pudo ver la mano de Durán Barba).

En situaciones de campaña la derecha, sobre todo la ultraderecha, está apostando hoy por las redes para la ofensiva electoral, más que por los medios tradicionales cuyos niveles de desprestigio han ido en aumento y cuya intermediación ya no siempre es necesaria. El modelo de comunicación política apuesta por la construcción de comunidades, nodos digitales, cajas de resonancia, viralización, etc.

Es una tendencia que se inaugura el 2008 con la campaña de Obama, cuyo comando hace un uso político-electoral de las redes que marca precedente. Luego vimos a Trump en 2016 apostado por Facebook (FB) como instrumento electoral prioritario, jaqueando a Hillary Clinton quien contó con el apoyo de los medios tradicionales. Y este año el equipo de Bolsonaro hizo un sorpresivo uso de WhatsApp (wsp) que ha dado mucho que hablar.

Entonces, de la llamada “fase crónica” de la batalla comunicacional antes mencionada y en la cual los medios tradicionales tienen un papel central en la diseminación prolongada de ideología, se pasa a la “fase aguda”en cuyo centro está la acción de las redes sociales y en la cual se apuesta por el efecto hipodérmico y directo de la comunicación. Ambas fases suman. En todo caso, aclaremos que la cuestión central no es que se usen las redes, es evidente que éstas se emplearán, el problema es el modo en que se opera con ellas: diseminando mentiras, destruyendo simbólicamente la realidad, fabricando distorsiones y desinformación sistemáticamente, comprando ilegalmente bases de datos, etc.; y también cómo la izquierda reacciona y da la batalla en ese terreno.

De acuerdo a cada contexto particular se elige la red social que se priorizará. En EE.UU. ha sido Facebook. Tiene sentido, la penetración de FB en USA es muy superior a la de wsp: el 73% de los estadounidenses usa esa red, y es ésta su fuente de información más importante. En cambio, con más de 315 millones de habitantes, apenas 25 millones usan wsp.

La situación es distinta en Brasil. Aquí 93 millones de personas — cerca de un 40% de la población — usa FB, mientras el uso de wsp es mucho más intenso y extenso y llega al 70%. Hay ya varios escándalos asociados a esta red social, cuya efectividad política ya se había probado en anteriores situaciones. De los poco más de 208 millones de habitantes unos 170 millones poseen celulares, y como señala un estudio de Celag, en Brasil el 90% de esos usuarios son parte de uno o más grupos en esta red social, lo que dinamiza la difusión electoral por medio de esta vía. De hecho, la encuestadora Datafolha dio cuenta que el 40% de los votantes de Bolsonaro declaró haber difundido material partidario por grupos de WhatsApp.

Con el empleo de wsp en la campaña de Bolsonaro se logró llegar directamente a lo que algunos consideran una extensión cognitiva de nuestro cerebro: los celulares. A pocas cosas le prestamos hoy más atención que a los teléfonos celulares, hemos cambiado nuestros hábitos y costumbres en función de esos aparatos, gran parte de nuestra intimidad está en ellos y ésta se refleja en la práctica que desplegamos con su uso. De este modo, se logró atraer la atención política de muchos indignados con el sistema y convertir en activistas de campaña a quienes, en medio de su malestar, comparten su desilusión con la democracia neoliberal, desconfían de los medios tradicionales, concuerdan de que este sistema sólo sirve a las elites y están aburridos del discurso políticamente correcto.

Saber generar conexión discursiva con ese amplio ejército de individuos irritables que sabemos que existen en las sociedades neoliberales y saber politizar esa rabia (como la derecha ya lo está haciendo) es un desafío político-comunicacional clave. En ese marco la derecha le dio a wsp un uso informativo y de campaña ad hoc. Pasaron así a la “fase aguda”: financiamiento irregular, uso opaco de bases de datos, destrucción simbólica de lo real, compra de números pertenecientes a sistemas oficiales de telecomunicaciones de otros países (como Portugal y EE.UU); creación y administración robótica de grupos originarios de wsp, disparos en masa, caballos de troya, etc. En esta fase se concentró toda la artillería, no sólo la de wsp (aunque su rol fue fundamental); también se operó por FB donde Bolsonaro tenía en campaña 7 millones de seguidores y Haddad apenas 1 millón; o Twitter donde Bolsonaro tiene hoy más de 2,6 millones de seguidores, 5 veces más que Lula y el doble que Haddad.

Esta fase aguda del uso de la comunicación en el marco de la contra-ofensiva reaccionaria y de campañas electorales entraña muchos desafíos para las fuerzas anti-neoliberales, y que deben ser considerados en las próximas contiendas electorales que se vienen. La elección brasilera fue un laboratorio de la derecha y lo aprendido será implementado, sin duda, en las elecciones del próximo año.

La necesaria revisión y reelaboración del pensamiento crítico que esta etapa nos demanda debe incluir también la cuestión comunicacional. Como dice Araham Aharonian, no podemos pelear contra la inteligencia artificial y el big data con arcos y flechas, ni podemos refugiarnos en discursos que apelan a una nostalgia inmovilizadora y acrítica.

El 2019 América Latina vivirá elecciones presidenciales en seis países: El Salvador, Panamá, Guatemala, Argentina, Uruguay y Bolivia. La necesidad urgente de una actualización respecto de las nuevas técnicas de comunicación política, un análisis del uso político de internet, de sus fases y del margen de maniobra que tenemos ahí las fuerzas anti-neoliberales, así como la construcción de un know how de izquierda son prioritarios.


*Pedro Santander es Doctor en Lingüística de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, donde preside su Capítulo Académico. Integra el movimiento Mueve América Latina

La batalla comunicacional que, en definitiva es una batalla cultural, no sólo se define en los medios de comunicación. Igualmente importante en esta lucha son los discursos que se vuelven legítimos y hegemónicos pues las fuerzas en pugna también se constituyen discursivamente.

El discurso ultraderechista ya está instalado. Emergió velozmente y se ha erigido en fuerza política y discursiva en Europa, Estados Unidos y América Latina. Tópicos que como el odio al diferente y el amor a las dictaduras parecían cosa del pasado hoy forman parte de programas de gobierno y candidaturas presidenciales. Discursos que hasta hace poco parecían inconcebibles hoy se extienden con fuerza y popularidad. Este despliegue de discursos que muchos creían imposibles y que, de hecho, lo eran hasta hace poco, da cuenta de profundidades en la vida social que vale la pena tratar de comprender.

Tres hipótesis al respecto:

a) Hay una disputa por la hegemonía dentro del bloque dominante. Ésta responde a un reordenamiento de las correlaciones de fuerza al interior de dicho bloque. La tensión ocurre entre los defensores del neoliberalismo clásico-tecnocrático y del neoliberalismo de ultraderecha, y se expresa en los discursos de ambos bandos.

b) El discurso ultraderechista se muestra efectivo para resolver (por ahora) las tensiones de clase que el mismo neoliberalismo ha creado globalmente al enriquecer a los más ricos como nunca en la historia. Asimismo, la discursividad neofascista ha sido eficiente para canalizar la extendida rabia social que ha sido creada por el propio neoliberalismo, lo que permite dirigir dicha ira contra otros y no contra el sistema. Esta eficiencia discursiva ha permitido generar conexión narrativa con sectores medios y populares, lo que da réditos electorales.

c) La disputa al interior del campo dominante es una oportunidad para la izquierda de recobrar su identidad de clase, de articularse globalmente y de reconectar y repolitizar lo social. Para ello hay que aprovechar comunicacional y discursivamente la pugna intra-bloque.

Luego de unas cuatro décadas de implementación global del neoliberalismo podemos distinguir tres corrientes discursivas que lo conforman y que se han ido estructurando con el tiempo: el neoliberalismo progresista, el neoliberalismo clásico-tecnocrático y el neoliberalismo de ultraderecha. Por supuesto, las tres tienen en común una serie de cosas, la principal de ellas es que no cuestionan el rol central del mercado en el ordenamiento social. Su defensa de sociedades cuya institución principal sea el mercado es esencial, un irreductible.

No obstante, hoy podemos ver ciertos límites en la narrativa neoliberal, y en ese marco emergen diferencias y tensiones, cada vez más notorias, que dan cuenta de un disputa por la hegemonía al interior del bloque dominante.

Al hablar de neoliberalismo progresista (denominación acuñada por Nancy Fraser) nos referimos a esa izquierda socialdemócrata que tras la caída del Muro se hizo liberal y culturalista. La que levantó el discurso de la “Tercera Vía”, del “capitalismo con rostro humano”, mientras promovía las privatizaciones de empresas públicas, la cooptación de los movimientos sociales y la desmovilización de la militancia política y sindical. Para seguir manteniendo cierto aire progre reemplazaron su identidad clasista y la crítica estructural contra la sociedad capitalista por un discurso culturalista, identificándose en clave postmoderna con luchas de reconocimiento identitario, sintonizando así con una minoría ilustrada.

A este progresismo le ha venido bien apoyarse en este tipo de temas, así mantuvieron cierta aura de izquierda sin tener que enfrentarse a las dinámicas capitalistas, lo cual es siempre es más complicado. Plantar cara al poder tiene costos, y hay que tener valor para hacerlo. Su deriva — como no podía ser de otro modo- ha sido la más patética: se ha visto relegada cada vez más a la irrelevancia, tanto de sus partidos como de sus líderes, hablamos de tipos como Tony Blair, Gerhard Schröder, Ricardo Lagos, Felipe González o Enrique Cardoso. Claro, como suele ocurrirle a la socialdemocracia, cuando abjura de su identidad clasista y reniega de un proyecto de sociedad distinto al capitalismo entra en un terreno en el cual va perder (y a perderse). En el contexto actual, eso significó hacerse débil frente a los neoliberales clásicos cuyos discursos se impusieron globalmente.

Cuando hablamos del neoliberalismo clásico nos referimos a los herederos del Consenso de Washington, los hijos de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Francis Fukuyama. Esta discursividad pone en el centro la defensa del orden democrático-liberal y la difusión a escala mundial de los valores ‘democráticos’ y ‘civilizadores’. Su performatividad discursiva tiene dimensiones globales gracias a la acción comunicacional de las corporaciones mediáticas que posee; fundamentalmente dispositivos tradicionales como cine, diarios, televisión, radios y editoriales. Son éstos los medios a los que apuesta y los que usa políticamente. Según su concepción, no podría haber democracia sin capitalismo, considerándose ambos intrínsecamente inseparables. Su discurso es pseudo — cientificista, y en ese marco consideran sus ideas como técnicas y objetivas en base al saber de la ciencia matemática y económica.

En esa línea, apoyados entusiastamente por los neoliberales progresistas, promovieron un individualismo hedonista y competitivo, y a través de un discurso políticamente correcto y de centro-centro, incentivaron la apatía política de los sujetos, la despolitización de la sociedad y el descrédito del eje político izquierda-derecha. Sólo existiría un centro gravitacional: el centro. Esto porque de acuerdo a las tesis de Fukuyama se concibe la democracia liberal como el fin de la historia evolutiva de la humanidad y de los antiguos enfrentamientos ideológicos. Este discurso “imposibilista” y anti-utópico, que enfatiza la ausencia de alternativas válidas al neoliberalismo y califica como “irracionalidad” oponerse a los postulados del mercado, ha sido hasta ahora el hegemónico y el que ha gobernado ampliamente en las últimas décadas.

Sin embargo, sus postulados, su estilo y su comunicación política defendidos por dirigentes como Macri, Piñera, Aznar, Santos, Merkel, Macron etc., son hoy puestos en tensión y cuestionados por líderes de ultraderecha como Le Pen, José Antonio Kast, Iván Duque, y, por supuesto, Trump y Bolsonaro, en el marco de una disputa por la hegemonía al interior del bloque dominante. No casualmente hemos escuchado recientemente a Madeliene Albright, ex Secretaria de Estado, advertir contra ese peligro del autoritarismo y calificarlo, sin tapujos, de “fascismo”. A su juicio, la democracia, en EE.UU. y en el mundo, está en peligro y los gobiernos libres “están en franca recesión, en decadencia, en total retroceso, completamente asediados”La democracia pierde brillo en 2018
La calidad democrática en el mundo está en regresión. Varios rankings globales lo corroboran. Todos destacan el…www.publico.es

Efectivamente, el neoliberalismo de ultraderecha, de ser una excepción periférica ha pasado a ubicarse en la centralidad del tablero y ha está alterando los términos discursivos del debate político, tanto en su contenido, como en su forma. Hoy confronta al neoliberalismo clásico-tecnocrático en relación con qué lenguaje usar en la comunicación política y con qué significados construir sentido común. Lenguaje y sentido común …. las bases para la formación del discurso dominante, por eso sostenemos que se trata de una disputa interna por la hegemonía, es decir, por el modo de dirección del bloque histórico.

El neoliberalismo de ultraderecha levanta dicotomías con el discurso clásico-tecnocrático, tanto en el terreno económico — por ejemplo, desglobalización versus globalización- como en el doctrinario — liberalismo valórico versus ideología de género. En ese sentido, destaca la impugnación que hace del “lenguaje políticamente correcto”, estilo que ha sido propio del neoliberalismo clásico. Hemos escuchado a sus máximos dirigentes como el mismo Trump decir “no tengo tiempo para el lenguaje políticamente correcto”. Esta convicción la repiten líderes de ultraderecha en Europa, USA y América Latina, de manera coordinada, y bajo ese mantra no temen decir cosas que hasta hace poco eran consideradas tabú y que fundamentan su discurso clasista, racista y misógeno, o sea, su discurso de odio. De este modo tensionan el estilo apolítico, neutral, aséptico del discurso neoliberal clásico, estilo que responde a una visión fukuyamista que propugna el fin de todo antagonismos.

Ha sido pues el discurso de la ultraderecha el que ha posibilitado un retorno de los sustantivos fuertes (como pedía de Sousa Santos a la izquierda), frente a los débiles que han sido propios de la usanza discursiva tecnocrática. Palabras como “ideología de género”, “basura marxista”; “adoctrinamiento ideológico”, “limpieza”, “los buenos y los malos” etc. pueblan este discurso. Paradójica y dialécticamente han facilitado un retorno de términos que la teoría política liberal-individualista quería eliminar, pues, antagónicamente, también se están revitalizado conceptos como “supremacistas”, “fascismo”, “nazismo”, “ideología del odio”, “extrema derecha”, etc.

Una de las consecuencias del discurso políticamente incorrecto y los sustantivos fuertes usados por la ultraderecha es que se ha vuelto a repolitizar el discurso público. A su vez, se ha revitalizado el sentido político del eje izquierda — derecha. De este modo, se está haciendo trizas un esfuerzo de 40 años de los neoliberales tecnócratas (secundado por los progres) por destruir y diluir esas distinciones clásicas. Hablamos de décadas en que se fue construyendo un imaginario en el cual no hay ni izquierda ni derecha, todos serían de centro. ¿Alguien puede aún sostener eso a la luz de Le Pen, Salvini, Bolsonaro o Trump? ¿Acaso hay alguna mejor categoría que “ultraderecha” para referirlos? No la hay.

De este modo, el neoliberalismo tras pasar por sus formas “progresistas” y “tecnócratas”, repone el vínculo con su origen autoritario y extremista: no olvidemos que su engendramiento es el Chile de Pinochet.

La izquierda

Si hay derecha y ultraderecha, es porque hay izquierda. Carecen de sentido los discursos que afirman que el eje derecha — izquierda está obsoleto, si así fuera, ¿cómo clasificar a Bolsonaro o a Trump? Paradójicamente, la ultraderecha con su discurso de odio y su disputa contra el centrismo radical tecnocrático abrió un espacio discursivo a la izquierda, pues se ha cristalizado el mapa político y objetivado las posiciones al interior del mismo.

Es, por lo tanto, el momento para reafirmar con la mayor fuerza posible, a través de todos los canales, con convicción y ruido la existencia y la necesidad de una izquierda, como categoría y como realidad política. Se acabó el tiempo del discurso políticamente correcto. Frente a la frustración social que el neoliberalismo ha provocado, las explicaciones tecnocráticas, asépticas, abstractas pierden performatividad. El discurso ha vuelto a politizarse.

Por ahora, el neoliberalismo encontró con el discurso extremista un método para canalizar la rabia y tensión social, y evitar que dicha rabia se dirija al sistema que la causa. Pero al hacerlo ha debido asumir una posición anti-elite que, si bien le ha dado resultados electorales, objetivamente ha también reforzado el odio social hacia los ricos y ha politizado lo social.

El conflicto de clases está ahí y es inocultable. En este momento se presenta (aún) distorsionado y se atenúa aglutinando sectores populares contra otros sectores populares en una infinita lista de odio. En ese marco, debemos observar que la extrema derecha habla críticamente acerca de las consecuencias concretas de una globalización con pocos ganadores y muchos perdedores, mientras la izquierda se ha dedicado, sobre todo, a hablar abstractamente de las causas.

No obstante, éste puede ser nuevamente el momento para la izquierda si sabe conjugar discursivamente consecuencias y causas. Hay un histórico sentido de separación de los pueblos frente a las clases dominantes que debe ser activado en una lógica anti-capitalista. Amplios sectores del pueblo no están dispuestos a aceptar el clasismo, el racismo y el machismo, ese rechazo cohesiona y la re-politización de lo social abre espacios discursivos para poner lo estructural en el centro de la agenda.

Para ello decirse, reafirmarse y mostrarse de izquierda es hoy urgente. No olvidemos lo que Gramsci nos enseña: si los sectores dominados no cuentan con una discursividad propia, construirán su identidad a partir del discurso dominante. Ahí está hoy una de nuestras tareas en el marco de la batalla comunicacional.


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*Pedro Santander es Doctor en Lingüística de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, donde preside su Capítulo Académico. Integra el movimiento Mueve América Latina

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