La muchacha y el faro

100_4959Marianela tomo el sábado para hacer sus labores domésticas, por eso la encontré en la puerta de la cocina metiendo ropas en el tambor de la lavadora. Me atendió con toda la amabilidad del mundo- teniendo en cuenta que la estaba distrayendo de su labor doméstica- y me contó de su singular oficio. Su centro de trabajo lo tiene en el patio de la casa. Una enorme torre circular de 32 metros de altura, construida con bloques de piedra de más de 500 kilos a la que se debe subir cada cuatro horas en la noche, para darle cuerda, como se le da a un reloj de contrapesos y péndulos. Marianela es torrera, una de las dos mujeres torreras de Cuba, y su faro está en el codo del caimán, justo en Cabo Cruz al sur de la provincia de Granma, donde las aguas claras del Golfo de Guacanayabo se juntan con las profundas del Caribe.

Marianela Rodríguez Deveras se crio entre el mar la costa de mangles y diente perro, viendo los pesqueros salir al océano, a los pescadores trajinar sus artes, conoce la mar brava y la mar tranquila. Desde chiquilina aprendió del formidable torreón de piedra y de la hermosa casa colonial de los torreros en la época de España, de columnas neoclásicas, que hoy está en derrumbe, a pesar de ser Monumento Nacional  y según me cuenta va tan lenta la reparación que terminará por caerse.100_4947

Debido a las condiciones extremas y distantes donde se ubican la mayoría de las torres el oficio de farero es, en todo el mundo, una labor de familia transmitida entre generaciones. Marianela subía desde niña, primero con su abuelo y luego con su padre, así se enamoró del oficio; cuando el abuelo se jubiló, ella decidió ser su relevo, con ello entró a la pequeña y familiar dotación de los vigías de Cabo Cruz. Marianela conoce el mar lo suficiente como para respetarlo y amarlo, no le teme, se mantiene en vela cuando su esposo sale a pescar al Caribe. Sus momentos de mayor zozobra ocurren cuando en las situaciones extremas- como los huracanes- son evacuadas las personas a sitios seguros. A ella la trasladan y queda su padre en el faro enfrentando la tormenta. “Me da terror dejarlo solo” me dice y le brillan los ojos chinos.

Mientras subimos ella me cuenta del faro, a la hermosa cúpula de acero níquel se llega por más de un centenar de escalones. La joven torrera exige que me quite los zapatos para acceder al interior de la torre. Adentro todo está cuidado, limpio, pintado con barnices que protegen al metal y la piedra de la erosión del salitre. Uno puede marearse fácilmente dando vueltas por el formidable caracol. La escalera principal da acceso a una terraza circular desde donde se manejan los péndulos que sirven para dar cuerdas a la maquinaria del faro. Por una escotilla se sale a la terraza que bordea el cono en su punta, y desde la que se ve la frontera entre las aguas sedimentadas del Golfo y las hondísimas de la fosa del Caribe.

Encima de la torre la cúpula de ópticas francesas, en sus inicios se iluminaba con una llama alimentada con aceite de oliva, ahora cuenta con una bombilla eléctrica cuya luz, aumentada por los espejos y los lentes, es visible con buen tiempo a más de 30 millas náuticas guiando a los marinos que pasan por las aguas al sur de Cuba. El faro presta servicios desde el 5 de mayo de 1871 y en sus inicios se llamó Faro Vargas debido al nombre del ingeniero constructor.

Las llamadas insistentes al móvil debido a la premura con el tiempo, me impiden prolongar la estancia en compañía de la muchacha, supongo que ella igual agradece mi partida para poder seguir en sus labores domésticas. Me doy prisa por la calle que bordea la marina, con sus barcos pesqueros atracados entre las espumas y los sargazos. No puedo dejar de sentir tristeza por irme, creo que alguna vez volveré, me quedé encantado de ese lugar, de su historia y de Marianela la chica torrera más simpática del Caribe.

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