Mi ascenso al Yunque

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Subir lomar hermana hombres. Y divide grupos. Hombres, pero también mujeres. Subir lomas tiene un efecto particular sobre el cerebro, hace que hable consigo mismo, que hablemos con nosotros mismos. Es como si la falta de oxígeno, la altura, nos pusiera a trabajar más rápido las neuronas. Todo lo pienso, hasta lo último, mientras escalo el Yunque, esa montaña en forma de pieza de herrero que corona el paisaje de Baracoa, ciudad primada, ciudad que excepto algunas construcciones es solo ruina, pero que se las arregla para verse bella, como algunos sitios de la Habana.

Dialogo conmigo a falta de aire para hacerlo con los demás. Para los que no me conocen, soy obesa. Peso, o pesaba la última vez que me subí a una balanza, unos 120 kilos, demasiados para mis 1.67 de estatura, demasiados incluso si tuviera otros centímentros más del piso al cielo, de modo que articular palabras no cabía en mi ecuación para subir al Yunque. Era eso, o respirar, o caminar. La diferencia entre avanzar cuesta arriba y quedarme sentada en una piedra.

Para aclarar, el hecho de que intentara escalar el yunque, y lo diga así, “escalé el yunque”, no significa que llegara a la cima. De hecho, me faltaron, exactamente, 30 minutos de camino para llegar, y lo aclaro porque dejarlo así, primero, los haría suponer algo que nunca fue, y en segundo lugar, por puro respeto a quienes sí llegaron, y se comieron la fruta en el puesto de venta y se tiraron la foto de grupo al lado del busto de Antonio Maceo.

Lo digo sin remordimientos. En realidad, hice lo que pude, como todo el mundo. Sencillamente, en algún momento sentí que no podía más y me detuve, me senté en una piedra y le informé, en un grito donde invertí lo que me quedaba de aliento, que ahí me quedaba al Coka, a Julio César, el habanero que cada tanto se retrasaba de su grupo para esperarme, para decirme, !dale lily!, como si en vez de aire, de piernas entrenadas, lo que me faltara fuera motivación.

Subir lomas hermana hombres, y muestra a los verdaderos amigos. Una loma, como nada más, te dice quién se preocupa por ti. Coka me llevó lo que pudo, cargada no, pero casi en su mano, casi en su pecho. Coka me devolvía el aire, la confianza, aunque no fuera suficiente. Sé que, si se lo hubiera pedido, se hubiera quedado conmigo hasta el final, hasta el final de mi espera, sobre aquella piedra, o hasta el final del camino, llevándome así fuera arrastrada, como un fardo.

A estas alturas, sospecho que lo sabía. Me vio levantarme temprano y ponerme los zapatos, desayunar, preguntar por alguna bebida energética…, y no me dijo nada, pero creo que en el fondo, sabía que no podría subir aquella montaña, que sería incapaz de completar los seis kilómetros desde la base del campismo hasta la cima aparentemente plana del Yunque.

El guía también lo sabía. Se lo habrá dicho la experiencia, los años de ver a grupos subir y a personas quedarse en el camino. Quizás lo vio en mi cuerpo, en la piel blanquecina de quien camina poco, o quizás en mis ojos, en algún sitio que ni siquiera yo pude descubrir, y por eso cuando, a la orilla del primer y único paso de río que tuvimos que atravesar le pregunté si habría otro, se quedó callado, como quien sabe que saberlo me sería tan útil como un par de botas de agua en Saturno. Quizás estoy siendo injusto y solo no me escuchó, o estaba tan absorto en sus problemas, que ni siquiera reparó en mí, una más entre aquel grupo de trepadores entusiastas.

Pero Coka sigue siendo un gran amigo y el guía un buen guía. Por eso los liberé, a los dos. Por eso, en algún momento de la subida, al primero le dije que no seguiría, aunque seguí, y por eso, cuando de pronto no supe qué trillo coger y aún podía escuchar su voz, preferí sentarme sobre otra piedra a llamarlo y encadenarlo de nuevo a mi lentitud, a mi falta de resuello, a mi trastabillar entre las piedras y las huellas frescas en el fango.

Subir lomar hermana hombres, pero divide grupos. Delante, van los de avanzada, con el guía, y después otro grupo, y uno más atrás, hasta llegar a la imagen de mí misma sentada en una piedra, escalando unos metros y descansando, teniendo extensas conversaciones sin interlocutor, mirando a la cima porque a esas alturas, solo la cima es importante, es todo, verla es el recordatorio de por qué el esfuerzo, el sudor corri{endote por el cuerpo, la gratificación a los pies adoloridos, al dolor en la espalda.

Eso y la vista, la vista inmensa del verde, de las montañas, del río a nuestros pies. Esa vista por la que vale la pena desgarrarse los zapatos, perder el aliento, subir de última sin nadie a quien pedirle ayuda, agua, una mano. Fue la visión de la cima lo que me llevó hasta allá arriba, mucho más allá de lo que yo misma pensé que llegaría, y su falta la que terminó por convencerme de la imposibilidad de lograrla.

Sentada, esperando al grupo en bajada, uno tiene tiempo para todo, para pensar, para ver. El verde de Baracoa, desde esas cimas, no es igual a ninguno, y la fauna variada, fuerte, colorida. Sentada, escuché decenas de trinos, vi artrópodos que nunca antes había visto, y en las palmas o los árboles, varios tipos de orquídeas, de plantas trepadoras, de helechos arborescentes que difícilmente pudieran transplantarse a otro sitio.

Sería genial tener una laptop, o una tablet, una hoja de papel y empezar a escribir. Es increíble lo bien que se piensa en medio de la nada. Las ideas llegan claras a la mente, como si luego de acostumbrarse al sonido neutral de la naturaleza, uno fuera realmente capaz de escucharse a sí mismo.

Pero no la tengo, no tengo, siquiera, la certeza de acordarme de todo lo pensado cuando baje la cuesta, así que después de un rato decido regresar sobre mis pasos, hasta donde pueda, hasta donde, de nuevo, me enfrente a una encrucijada que sea incapaz de resolver, y tenga que regresar a la piedra, esa piedra genérica que está en todos los caminos como esperando que alguien se detenga y se siente sobre ella,  la eliga entre todas como un trono de desesperanza o de tregua.

La bajada, para quienes nunca la han vivido, no es como la piensan. La bajada es una subida diferente, y no todos los santos ayudan. A mí, por ejemplo, me ayuda estar sola, lejos de los lentes y los flashes, a salvo de mis complejos…, tan libre que me permito bajar como puedo, sin necesidad de mantener las poses que, delante de otros, serían imprescindibles.

Entonces me sostengo a gatas, pero como gata bocarriba, o pongo las manos, el cuerpo de frente a la tierra y me aso a cualquier cosa que creo pueda sostenerme. Las bajadas, a veces, pueden ser más difíciles que las subidas. Las bajadas son las madres por excelencia de los accidentes, de los resbalones, y la hermana de fuerzas que, a esas horas, nuestro cuerpo es incapaz de controlar. La gravedad, el cansancio, el temblor en las piernas, la falta de azúcar en la sangre, las ganas de descansar, darse un baño caliente o un baño a secas.

Podría perderme en un campo de lechugas, pero el descenso marcha sin problemas. El río me guía, el murmullo inconfundible del río que, desde cualquier altura, puedo seguir como un hilo de Ariadna para llegar al mismo lugar desde donde partí. Si en la subida la cima era la promesa, en la bajada esa corriente viva es el alivio, la certeza de la salvación, de que pase lo que pase él siempre estará para guiarme.

De modo que, cuando por fin el río deja de ser un murmullo y se convierte en visión real, en corriente que te retuerce el cuerpo y la voluntad, en peces, en pequeñas cascadas que lo mantienen oxigenado, y vivo, me aso a él, me sumerjo y me dejo llevar, arrastrar por entre las piedras enormes, hasta que el abandono se vuelve peligroso y retomo el control sobre mi cuerpo.

Quisiera quedarme allí mismo, pero tampoco puedo. Tomo un poco de sol y al rato, vuelvo sobre mis pasos. Rebaso el río, dejando detrás a un par de pescadores que me informan que en medio de la corriente se esconden los robalos y los camarones, y me abandonan llena de intrigas y preguntas, para perderse en la corriente que, ante el ojo inexperto, pareciera marchar sin sorpresas.

Ya no puedo pensar bien, y los sonidos, los ruidos del mundo vuelven a poblar mi cabeza, a competir con mis pensamientos, con la frases que arriba, sentada sobre aquella piedra desnuda,  llegaban preclaras, como esas frases donde pudiera caber el mundo, esas frases que son de punto y final, definitivas. Así que me escondo de mí misma, y miro el paisaje. Me fumaría un cigarro, me tomaría una cerveza y empezaría a escribir, pero no tengo laptop, ni tablet, ni un papel decente.

Me hace falta un cigarro, y una cerveza, pero solo tengo la memoria, y las palabras del Coka que allá arriba, mientras me decía !arriba, Lily!, me pidió una crónica, una crónica donde no podía faltar la palabra obesa, obesidad, o cualquiera de sus derivaciones o sinónimos…, pero solo tengo la espera, el deseo de llegar a mi casa, tomarme unas pastillas, unas cuantas pastillas para el dolor, encender la computadora, y cumplir, de una vez y por todas, mi palabra.

 

Por:

https://eskinalilith.wordpress.com/

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