Reportaje a Villafranca conmociona la red (II): Las culpas de Carlos Manuel

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tomado de La Esquina de Lilith

Charles Hill llegó a Cuba a finales de 1971, luego de secuestrar un avión en Nuevo México. Dieciocho días antes, escapaba junto a dos amigos y miembros como él de la República Nueva África, una organización considerada terrorista, cuando un policía detiene el auto y pide que abran el maletero.

En el maletero, dirían los reportes del Observer de Nuevo México en mayo de 2006, cargaban tres escopetas militares, una de cañón corto calibre 12, materiales para fabricar bombas y cientos de balas. El policía termina muerto.

Más de cuatro décadas después, Charles Hill está en La Habana, su vida se puede confundir con la de cualquier cubano normal, tiene descendencia y santos, pero todavía forma parte de una lista de terroristas que el FBI creía que se refugian en Cuba.

Exactamente 43 años después de los sucesos de Nuevo México, un periodista cubano, ex estudiante de periodismo y ex ladrón de libros, según se define en su columna Esta boca es mía, en la revista digital On Cuba, publica Los rostros de Charles, una crónica que revive la historia del fugitivo en un momento en que se cocinan las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos.

Charles, dice Carlos Manuel Álvarez, vive con miedo. Miedo a que pueda ser usado como moneda de cambio, miedo a que lo separen de su familia y de Cuba, de donde no se iría ni siquiera con el supuesto, improbable perdón del gobierno del país donde nació, según dice a otro periodista norteamericano, algunos años antes.

Pero publica la crónica y después de Los rostros de Charles, el asunto de los fugitivos más buscados de Los Estados Unidos que escaparon de la justicia vuelve a ser noticia y ahora es uno de los temas que podría determinar en el restablecimiento de las relaciones entre Cuba y el país norteño.

Carlos Manuel no es, por mucho, el primer periodista que confirma las sospechas del FBI sobre Charles Hill. En septiembre de 2009, Tracey Eaton publica U.S fugitive Charles Hill reflects on his 38 years in Cuba. Un año después, The New York Times publica US fugitive Charles Hill worry about a Cuba without Castro.

No es el primero, pero si los reportes de los norteamericanos en su momento eran una historia sin implicaciones, Los rostros de Charles cayeron en el momento justo, o más perjudicial, según se mire.

Hace unos días, un colega me preguntaba si Carlos Manuel entendía la dimensión de lo que había hecho. No lo sé. Es posible que sí.

Días después, vuelve a la carga con Las patrias íntimas del internacionalismo. Trata sobre Reynaldo Villafranca, el enfermero cubano de la brigada Henry Reeve que murió hace unas semanas en Sierra Leona mientras combatía el ébola, debido a malaria con complicaciones cerebrales.

Coqui, dice Carlos Manuel, era negro, gay, es probable que fuera una pájara cumbanchera, y su casa no era tal sino un quimbo, una casucha de madera a la que le faltan muchas de las cosas que dejó, incluso antes de que se conociera la noticia de su muerte. Mugre, churre, polvo, miseria, era el día a día del internacionalista.

La crónica, otra vez, va al destape de lo cotidiano. Y otra vez, se disparan los comentarios. Algunos alaban el buen periodismo. Otros condenan, se arquean ante la inmundicia de la pluma, ante los detalles que hubieran deseado omisos. Alguien llama la atención de que lo escrito puede ser punible y viola la ética periodística.

A Carlos Manuel, creo, nada de esto lo inquieta demasiado. No intenta ser convencional y, según tengo entendido, no es miembro de la UPEC. En todo caso, lo que sí es seguro es que está acostumbrado a los desafueros y los comentarios de todo tipo. Lo divierten, me dijo alguien cuando las crónicas Noche en Las Vegas formaron lo suyo. En realidad, no creo que importe.

Tampoco es que Carlos Manuel sea un pionero incomprendido. Escribe bien, muy bien, pero no es el primero que cuenta como lo hace. En su generación, varios se inscriben en ese estilo que sigue la tradición del llamado Nuevo Periodismo Latinoamericano, que tiene voces consagradas, publicaciones y premios.

En Cuba, tiene también un precedente en Juan Orlando Pérez, en su Juego de Pelota en Londres y otras crónicas exageradas, aunque ignoro si ese periodismo de historias y gentes vio alguna vez la luz desde el papel gaceta de la isla.

A veces, para ser justos, Carlos Manuel se detiene en la crítica, en la opinión sobre alguien o algo, siempre despiadada, si es para criticar el algo con el algo, si es para alabarlo, con los otros, con el exterior a ese algo, a través del cual lo pondera, aplastándolo. Puede o no tener razón, pero lo dice con palabras fuertes, contundentes, y eso asusta.

Cuando se decide a contar, como los latinoamericanos, hurga en la historia. Las cifras, entonces, importan poco. Los latinoamericanos tienen su excusa: en medio del fuego cruzado entre el narcotráfico y la política, han tenido que contar la historia desde el quicio de la puerta. Arremangarse el traje y hurgar en los dolientes, los protagonistas que, de otra manera, tuvieran una voz mínima.

La excusa de Carlos Manuel es, si acaso, no menos entendible. La necesidad de una historia diferente, de una historia que olvide los extremos –aunque él, a veces, caiga en la trampa que evita. Una historia más allá de lo convencional, más allá del estereotipo que te separa al cubano de a pie del dirigente, y al hombre común del heroico. Una historia frente al periodismo casi siempre gris que pulula en los medios de comunicación.

El asunto es que cuenta. A veces, mete el dedo en la llaga y se regodea en el dolor, lo hace bello, lo escribe bello, y uno casi puede sentir los olores, entender, sufrir… La poética del desastre, no más ni menos que esos fotógrafos que se la pasan haciendo fotografías a La Habana desvencijada, a las grietas, a las barbacoas pobrísimas, a La Habana que se entierra a sí misma.

Le dicen entonces morboso e inhumano. Buitre, vergüenza, bochorno para el periodismo cubano y alguna lectora promete no leerlo más. Se le acusa de no respetar el dolor de la familia, y le advierten que no está a salvo de reprimendas. Pero yo dudo. La gente que habló sabía a quién lo hacía, y lo que dijeron fueron las respuestas a preguntas que, seamos francos, la mayoría de los que lo critican no serían capaces de formular, periodistas incluidos.

En realidad, es más complicado, y más viejo. El periodista como observador o como actuante. El periodismo como juez o como parte. Truman Capote sintió el dilema cuando escribió A sangre fría. La trascendencia a cambio de la vida de un hombre, sin cuyo final no sería posible lo primero.

Un dilema que, además, es más común de lo que se piensa porque lo determina, la acrecienta el sentimiento de plaza sitiada con que crecimos, vivimos, cursamos la carrera de periodismo. Lo vive, por ejemplo, el periodista que se cuestiona si dar una noticia escandalosa o dejar que se resuelva en silencio, a salvo de miradas ajenas.

Objetividad contra responsabilidad. Metas ambas. El periodista, nos dicen, debe ser objetivo. El periodista, nos dicen, tiene que ser responsable con la verdad, pero también con su pueblo, con la ética revolucionaria. Pero el problema es que a veces andan en los extremos, y no son líneas paralelas.

Sería fácil si Carlos Manuel mintiera. Pero no lo hace o, por lo menos, nadie ha dicho que lo haga. Y ahí nace el dilema.

En el caso de Charles Hill, también es una cuestión de ética. Se cuestiona la pertinencia del periodismo, midiéndolo a partir de su capacidad de hacer el bien, como si en realidad contar la realidad pudiera cambiarla, para bien o para mal, cuando lo cuestionable es que un hombre que asesinó a otro en Los Estados Unidos viva libre durante más de 40 años en Cuba, así como tantos criminales buscados por la justicia cubana caminan ilesos por las calles del gigante norteño.

Así, con Villafranca, lo doloroso no debería ser el adjetivo, el sustantivo…, como lo que lo provoca. La intolerancia que casi termina con su vida unos años antes, la pobreza que afrontan a diario muchos de nuestros profesionales, la falta de vivienda, la marginalidad.

Con el muerto glorioso, empero, Carlos Manuel es particularmente benévolo. Cuenta lo que ve y lo que le cuentan. Que era gay. Y no sólo gay sino uno jodedor, que además se trasvestía, que todos sus hermanos se dieron a la delincuencia, menos él, que vivía más en una casa vecina que en el propia, y en esa misma dirección mandaba a sus afectos.

Y eso hace crecer al que murió y, por ahora, descansará entre muertos extraños. Que fuera gay, y negro, y feo, y se fuera a Sierra Leona, y fuera feliz por salvar un niño, y fuera el enfermero de la vecina que es como madre, y sobreviviera a pesar de todo.

El error de Carlos Manuel, entonces, es si acaso el de la bofetada o el balde de agua fría.

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