Parque de mi ciudad, 7:30 pm. El viento soplaba, mezcla de temporal anunciando tormenta, truenos, lluvia.
Mi saya –por encima de las rodillas- se negaba a obedecerme. El bolso en una mano, la sombrilla en la otra. La saya y el pelo al viento.
Guardé la sombrilla, a fin de liberar mis manos y poder mantener la pieza de ropa en mi cuerpo. Pegada al cuerpo, y no bailando libre al viento.
Mientras atravesaba el parque de un extremo a otro –por entre tantos bancos, personas, estatuas- pensé en la mala elección de una saya para ese día. Una saya de tela que estaba a punto de salir volando. Toda una odisea por mantenerme vestida.
Ya estaba llegando al otro extremo del parque, a punto de quedar a salvo entre calles estrechas y portales. A salvo de que la saya se alzara más de unos centímetros, pues ya en ese momento yo la tenía agarrada con ambas manos.
Estaba casi a salvo cuando un hombre, tal vez ansioso al ver mi lucha contra el viento –pero con intenciones diferentes a las mías- gritó. Un grito que hizo que otros se volvieran a ver qué sucedía.
Yo implorando que el viento se calmara, que la saya se calmara. Y él ciertamente invitaba al viento a arremolinar toda mi ropa.
Ahí, a unos pasos de salir del parque, noté la desesperación de aquel hombre. Gritó. Gritó alto, sin disimulo:
— ¡Sopla! ¡Sopla, viento, que tú eres macho!
Por Leydi Torres Arias
https://botellasalmar.wordpress.com/