Tag: crónica

Nostalgias de Baracoa

baracoa

Visité Baracoa por primera vez hace ya más de 11 años, cuando tuve que viajar desde Santiago de Cuba a esa ciudad para dar clases de Comunicación Social a los estudiantes de la Escuela de Trabajadores Sociales.

Entonces yo estaba en cuarto año de la carrera y tenía 20 años, pero miré la ciudad con los ojos de la responsabilidad que me había llevado allí; de modo que no reparé mucho en ella, sino que me concentré en las casas de mis alumnos, los lugares donde estudiaban… Más allá del encanto indiscutible de la carretera que une a Guantánamo con la Primada de Cuba, y sus paisajes que van desde los colores de la sequía, el azul del mar, hasta el verdor de los bosques de montaña; más allá de la fascinación de quien se enfrenta por primera vez a la imponente Farola y sus pinos y manantiales; mis ojos no descubrieron nada.

Quizás por eso, cuando me preguntan, a veces la memoria me traiciona y digo que conocí Baracoa un año después, cuando llegué hasta allá con un grupo de locos amigos.

Entramos a la ciudad después de las nueve de la noche y llevábamos encima todo el cansancio y la mugre que se puede acumular en ropas y mochilas tras varios días de viaje acampando a orillas de ríos y playas. Fue esa mi primera experiencia “guerrillera”, y confieso que quedé enamorada para siempre de la camaradería que se produce al compartir una tienda de campaña, las caminatas, el sol, la lluvia; cuando descubres lo bien que sabe la comida que logras cocinar en ese improvisado fogón de leña, no importa si el arroz se quemó o los espaguetis son una verdadera pasta.

Baracoa nos recibió así, cansados y felices, con ganas de continuar viaje al medio del monte. Y aunque era de noche, vimos lo mejor y más hermoso de esa tierra: su gente.

Como era tarde para armar un campamento en alguna de las playas de la ciudad, tocamos la puerta de una familia baracoesa. La casa en cuestión pertenecía a los amigos de los padres de uno de los miembros de la tropa, pero el muchacho no había estado allí más que una vez en toda su vida, cuando era un niño. A pesar de ello llamó a su casa en Santiago de Cuba, pidió la dirección y nos fuimos para allá con la idea de guardar en esa vivienda nuestras pertenencias e irnos a dormir en la arena. Íbamos sin muchas esperanzas, porque la verdad es que estaba difícil confiar en personas totalmente ajenas, y si además lucían tan raros como nosotros a esa hora…

Tocamos esa puerta y se nos abrió la ciudad.

Baracoa es para mí, desde entonces, la sonrisa y los abrazos que nos prodigó una familia desconocida en medio de la noche. La invitación a bañarnos a cubo limpio en el patio interior de la casa; la gente que abandona la comodidad de su cama para compartirla con extraños.

Al día siguiente, la ciudad que vi era otra diferente a la contemplada un año atrás: más brillante, llena de matices, como una puerta que anuncia un pasadizo entre el ayer y el presente; como un pasaje que conecta la civilización y la naturaleza.

Quizás por todo eso se ha convertido en uno de esos lugares a los que me gusta llevar a mis amigos, contemplar sus rostros, especialmente si es la primera vez; uno de esos sitios a los que siempre quiero volver, porque me hacen feliz.

Y aunque todavía me faltan muchos secretos suyos por conocer y estoy llena de nostalgias, por esta vez, solo por esta vez, no viajé a Baracoa con mis amigos. Es esta una guerrilla diferente a la que me acompañó 10 años atrás, pero es igualmente entrañable. Ya me contarán ellos a su regreso cómo es la ciudad que vieron. Quién sabe si a la distancia logro descubrir que Baracoa es mágica, y que se camufla, se transforma, y es al mismo tiempo una y miles.

por karinamarron

https://espaciolibrecuba.wordpress.com/2015/05/16/nostalgias-de-baracoa/

 

Viaje aI extremo de una isla. Parte I: Camagüey

Salimos un lunes al mediodía. Me acompañaba mi colega Lis García, también una agenda, tres plumas, una grabadora, y una cámara que viajó de Canadá para “congelar” en el tiempo las imágenes que cada día capturo en mi Isla. Me frotaba las manos ante mi nuevo viaje rumbo a Baracoa. Las ganas de reencontrarme con mis amigos de bloguerías eran inmensas, sobre todo después de mi dolorosa ausencia al último encuentro celebrado en Camagüey.

Llegamos a la Ciudad de los Tinajones tarde en la noche, sin más ganas que hospedarnos de una vez y darnos una bendita ducha. Bajo el agua caliente rememoré cada instante transcurrido durante el viaje desde Matanzas y que luego plasmaría en mi agenda.

Vinieron a mi mente aquellas señoras que nunca se pusieron de acuerdo por las estrecheces de espacio de una, y el derecho soberano e inalienable de la otra a reclinar el asiento de la yutong, “mijita es que esto lo construyeron los chinos y ellos son diminutos, pero yo estoy gorda y me estás oprimiendo mi abultado estómago”, para recibir por respuesta “no puedo hacer nada por ti chica, yo pagué mi pasaje y tengo derecho a ir cómoda”. En esa alharaca pasaron la mayor parte del viaje impidiendo mi lectura. Mientras, Lis dormía como una marmota ajena a todo.

Por suerte también presencié la humanidad de los cubanos cuando un viejito tosía sin descanso, hasta que una joven le preguntó si era alérgico ofreciéndole no sé qué medicamento. En todas esas cosas pensaba al irme a la cama, con unos deseos muy grandes de que amaneciera de una vez para recorrer Camagüey nuevamente. Y así sucedió.

Con la luz de la mañana partimos mi colega y yo a “zapatear” Camagüey. Primero llegaríamos al periódico Adelante para reportar nuestra llegada. Allí nos recibió un tal Valdivia, -mi hermano de la Universidad- y nos llevó hasta la Upec donde nos comunicaron que podíamos almorzar. Aun faltaba tiempo para la hora del almuerzo, por lo que decidimos esperar. Pero apenas habíamos comido el día anterior, así que la espera duró muy poco. Tras recorrer solo dos cuadras Lis y yo nos lanzamos una mirada cómplice y casi regresamos corriendo a la Casa de la prensa camagüeyana, para enfrentarnos al excelente potaje de frijoles que nos esperaba desafiante.

Luego de reponernos salimos con nuevos bríos a redescubrir Camagüey. Pero tan solo avanzar dos cuadras el celular de Lis comenzó a sonar. Era Mary Romero exigiendo nuestra presencia en la Upec. Con Mary en la tropa ya el encuentro de blogueros cobraba cuerpo. Para mayor alegría allá nos esperaba Kako, el flamante fotógrafo del equipo, (son unos cuantos más) y su novia, a quien no conocía personalmente. Luego apareció el hermano Raúl y su novia, y ya me sentí a gusto.

Después del almuerzo finalmente caminamos la ciudad. Si desde mucho antes los habitantes de esa villa destacaban por su orgullo camagüeyano, hoy este debe rozar el cielo. Camagüey se renueva constantemente, envidia sana que embarga a un matancero que observa sin entender como en su propia ciudad sucede todo lo contrario. A veces me amilana el sufrimiento de tener que esperar 500 años para que a Matanzas lleguen definitivamente los buenos tiempos. Y me desinflo cuando saco cuenta con mi dedos y no me alcanzan, porque de 320 años a 500 van par de siglos, y yo no duraré tanto como Matusalén, ni tampoco me interesa. Pero bueno, estas disquisiciones no vienen al caso. Hablábamos de Camagüey y su belleza.

Un bulevar cómo Dios, o el buen gusto manda; una calle dedicada al cine, con innumerables establecimientos gastronómicos con motivos cinematográficos; descubrí hasta un parquecito japonés, que se suma a las emblemáticas estatuas de bronce de la Plaza el Carmen, y las calles laberínticas que siempre te conducen a una fachada colonial muy bien conservada. Me imagino que los estudiosos de la arquitectura y los historiadores del arte se den un festín cuando recorren la añeja Puerto Príncipe.

Ya en la noche nos recogimos a nuestros habitáculos, ubicado en la Escuela de Ciencias Médicas. Tarde en la noche regresé a Matanzas por unos minutos de la mano y el arte de Kako, con su documental Hombres de Cocodrilo, o Cocodrilo simplemente. En esa oportunidad creamos una especie de cine debate con la primera avanzada de la guerrilla. Después solo nos quedaba descansar, porque dentro de muy pocas horas, sobre las tres de la madrugada, partiríamos hacia Guantánamo donde nos esperaban grandes vivencias. Entreví en ese instante que no haría uso de la agenda ni de la grabadora.

¿Qué escribir de Baracoa?

¿Qué escribir?, ¿por dónde empezar? ¿Por la ganas que tenía de reencontrarme con mis hermanos? Recuerdo que antes nos definíamos como amigos, pero esta vez escuché en varias ocasiones la palabra hermanos. ¿Y no es de hermano acaso que María Antonieta te pregunté cuando te despides medio tristón, si le llevas cucuruchos o barras de chocolate a tu mamá?; ¿o cuando en movimiento culto y silencioso te aprovechas del sueño del Jhonny y le hurtas el elixir mágico que trajo desde Holguín, y al descubrirlo solo muestra una sonrisa, como si los disgustos y las malas caras estuvieran desterradas de estos encuentros? ¿No es de hermano que Lilibeth te brinde su casa, su cama, su comida sin reparos?; (habrá que hablar siempre en mayúscula de la entrega incondicional de los guantanameros, excelentes anfitriones). Pero a estas alturas no sé bien por dónde empezar. Acaso por ese sentimiento inevitable que siempre me acompaña cuando me alejo, cuando la tristeza llega de sopetón después de días de dichas; cuando en cada beso de despedida, en cada abrazo, bien pudiera soltar una lágrima.

Lo peor vienes después con el regreso a tus días normales, o más bien anormales y aburridos, carentes por completo del sobresalto por las alturas, sin ríos que cruzar, sin el chiste constante e inteligente que provoca la carcajada contagiosa, sin pueblitos atractivos y majestuosos desde su humildad, montes y lomas que te dejan sin aliento, sin esos paisajes mágicos que vislumbras a cada paso.

Desde que me enrolé en esta nuestra hazaña de descubrir a Cuba y su gente, sin importar la lejanía ni el difícil acceso, me considero más cubanos, con mucha más información sobre mi país, con una perspectiva mucha más amplia de mi realidad. Siempre hablo como matancero, pero bien pudiera hablar y entender las ganas de sentir de un pinareño, o un guajiro del Nicho, o del Uvero, o esta vez de un campesino que ancló su vida, sus sueños y su felicidad en las estribaciones del Yunque donde cultiva el cacao.

Yo me considero dichoso y en Playita de Cajobabo lo entendí mejor: no tengo esto ni lo otro, y me falta aquello, pero tengo una guerrilla de buenos amigos, si no pregúntenle a Albita y Darío quienes me cuidaron y quisieron como un niñito en las casi 20 horas de viaje de regreso hasta la Habana. Esas acciones te marcan para toda la vida, y no temo decir que solo cuando nos reencontramos me insuflo nuevas energías como una pseudoefedrina en vena.

Solo eso quería decir. Después hablaré de lo demás, de las piedras -chinas pelonas se llaman- que recogí en las playas y ríos de Guantánamo, y que desde hoy muestro en la sala de mi casa con orgullo como si yo fuera Marco Polo mostrando su gran tesoro hallado en el Oriente; hablaré también del cacao, de los paisajes que me dejaron sin habla a todo momento, porque no encontré un solo adjetivo o una frase competente que se ajustara a tanta belleza. Por ahora, cuando regreso a mis labores cotidianas miro por la ventana y escucho dos gorriones disputándose un pedazo de pan, enciendo un cigarro, y solo pienso en el reencuentro.

 

Posteado por: arnaldomirabal.

https://arnaldobal.wordpress.com/2015/05/20/que-escribir-de-baracoa/

El mundo bajo la lluvia

foto-btik-quinque-cuba-rainy-day-ii-2Puedes quedarte bajo la lluvia durante más de una hora. Sentado en un banco. Esperar la guagua mientras las intermitentes gotas te ruedan por los cristales de los espejuelos. Puede que no pase nada. Ni la guagua. Ni nada. Puedes incluso cerrar los ojos y dormitar algunos minutos. Pero el mundo bajo la lluvia será el mismo. O no.

Quizás te levantaste tarde. Y llegaste tarde a todos los lugares. Y el trabajo en la calle, como últimamente, te lo ha echado a perder la lluvia. Quizá tanto calor. Tanto cansancio. Y quizá es de noche y esperas la guagua. Treinta minutos. Una hora. Y nada.

Puede entonces que hayas decidido esperar. En el trabajo pensaste ir temprano a casa; estaba lloviendo poco y daba tiempo a llegar y descansar un rato (claro, como ahora te gusta regresar a casa). Y aunque algo se vislumbraba interesante a esa hora, y por suerte no había trabajo pendiente, apagaste la máquina y saliste, sin mucho ánimo –ni sabes por qué– al elevador de siempre, y luego a enseñar el bolso, y más tarde a caminar por el costado del “yate”, y ya luego –con las sandalias definitivamente mojadas– a Ayestarán, y al final, a la parada, al banco, a la lluvia, a la espera.

Todo es igual bajo la lluvia. Nada cambia. Está lloviendo. Sí. Pero la gente, esencialmente, es la misma.

Sin embargo, Argos teatro no es lo mismo bajo la lluvia que a pleno sol. Bien sabes por qué. Pero este post no es de ella. Ya nada…

Sin embargo, puedes quedarte hoy bajo la lluvia, bajo esas intermitentes gotas que no son ni aguacero ni cesan de caer. Apagas el móvil. O lo enciendes. (Esa relación últimamente está tensa: poca cobertura y poco crédito tensan cualquier relación.) Mandas un mensaje, dos, tres. Llega más gente y tú inmóvil. Eres el primero; estás sentado bajo un árbol; no piensas moverte; la mirada fija en Ayestarán.

Claro. Estás ahí, bajo la lluvia, durante más de una hora, porque tientas a tu paciencia. Últimamente es un ejercicio que llevas hasta el límite. Y las miradas fijas en Ayestarán de las diez o quince personas de la parada te han sacado esa idea a flote. Haces los cálculos. Miras la hora. Pones el cartel de espera. Una hora como máximo. La guagua no puede demorar más que eso. Y esperas.

Entonces ocurre lo mejor y lo peor. La ensoñación. El cansancio. Los pies mojados. El frío. Los deseos y resúmenes del día mezclados en los dos o tres minutos que dormitas sin dejar de oír los carros, la lluvia, los rezos de la gente, tu resuello. El celular que anuncia un par de mensajes. La espera. Tanta espera. Y tu paciencia intacta.

Pero las miradas fijas es lo que más te atrae. Todos, increíblemente todos, miran en una sola dirección. Miran y desean, ruegan porque aparezcan un par de luces, solo un par de luces, las demás no importan, más bien molestan, cuando se confunden. Algunos tienen sombrillas, otros paraguas, uno tiene un nylon sobre la cabeza, tres o cuatro, como tú, se refugian bajo un árbol, aunque no el tuyo. Tú estás sentado, casi inmóvil, en una posición felina que te permite mirar, dormir, dilucidar el mundo a tu alrededor sin demasiado esfuerzo. Pero tu paciencia comienza a molestarse. Y las miradas fijas siguen la línea, no descansan, imploran.

De pronto una luz se hace inconfundible. Ya viene. Es ella. Desacelera, y justo unos metros antes, el chofer clava el pie y pasa de largo.

Entonces estallas. Mandas todo al carajo. Todo lo mandable. Y rompes a caminar bajo el agua. Y ni la sientes. Aunque se te empañen los espejuelos. Aunque tengas en los pies más tierra y agua que nunca. Aunque te asqueen la calles del Cerro empapadas de suciedad. Llegas a Infanta. Elijes al azar una esquina para buscar un carro –esquina incorrecta– y la guagua que esperabas dobla junto a ti como un rayo.

Todo lo que pasa después no importa. Porque tú sonríes bajo la lluvia durante 10 minutos más. Y la tercera guagua te recoge. Y llegas a casa. Y comes. Y te bañas. Y duermes. Y Madonna que sigue ahí, sin chistar; y Jesús a su lado. Y apagas la luz y no se escucha ya la lluvia.

Y recuerdas a Argos teatro, y a tu paciencia. Y te das cuenta que, no importa cuánto estalles, el mundo, bajo la lluvia, nunca es el mismo.

(Tomado del blog Esquinas. Por Alejandro Ulloa García)