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EE.UU. y sus «lecciones» de Derechos Humanos

En esa nación se cometen flagrantes violaciones de los derechos humanos que suscitan profunda preocupación de la comunidad internacional, no tienen ni la más mínima autoridad moral para criticar a Cuba

 

El canciller cubano Bruno Rodríguez Parrilla fue enérgico ante la Asamblea General de la ONU, el pasado 1ro. de noviembre, al reafirmar que «los EE.UU., donde se cometen flagrantes violaciones de los derechos humanos que suscitan profunda preocupación de la comunidad internacional, no tienen ni la más mínima autoridad moral para criticar a Cuba, un país pequeño, solidario, de amplia y reconocida trayectoria internacional; un pueblo noble, trabajador y amistoso».

En referencia al discurso injerencista, irrespetuoso y agresivo de la embajadora norteamericana, añadió: «Habla ella a nombre del jefe de un imperio que es responsable de la mayor parte de las guerras que se libran hoy en el planeta y que asesinan inocentes, y es el factor decisivo de inestabilidad mundial y de gravísimas amenazas a la paz y a la seguridad internacional, pisoteando el Derecho Internacional y la Carta de las Naciones Unidas que cínicamente ella acaba de invocar».

¿Cuáles son las calificaciones en materia de derechos humanos que conceden las instituciones estadounidenses e internacionales en esa materia al gobierno de EE.UU.? ¿Qué expectativa generó la elección de Donald Trump y cómo lo califican nueve meses después?

Ocho días antes de que asumiera el nuevo inquilino de la Casa Blanca, al presentar el Informe Mundial 2017, la organización no gubernamental Human Rigths Watch, un observatorio de derechos humanos con sede en Nueva York, alertaba que «la elección de Donald Trump como presidente de EE.UU., luego de una campaña que fomentó el odio y la intolerancia, y la creciente influencia de partidos políticos que rechazan los derechos universales en Europa, han puesto en jaque el sistema de derechos humanos de posguerra».

En la introducción del informe, el director ejecutivo de la organización, Kenneth Roth, expresaba que «el ascenso del populismo supone una profunda amenaza para los derechos humanos (…) Trump y varios políticos en Europa intentan llegar al poder apelando al racismo, la xenofobia, la misoginia y el nativismo. Todos ellos pretenden que el público acepte violaciones de derechos humanos, argumentando que supuestamente son necesarias para asegurar empleos, evitar cambios culturales o prevenir ataques terroristas. En realidad, el desprecio por los derechos humanos brinda el camino más probable hacia la tiranía».

Calificó la campaña de Trump como un ejemplo patente de la política de intolerancia, con un discurso de rechazo a los principios básicos de dignidad e igualdad. «Su campaña planteó propuestas que perjudicarían a millones de personas, incluidos planes de efectuar deportaciones masivas de inmigrantes, limitar los derechos de las mujeres y la libertad de los medios de comunicación y aplicar torturas», apuntó.

Afirmaba el directivo que «a menos que Trump repudie estas propuestas, su gobierno se arriesga a cometer violaciones masivas de derechos humanos en EE.UU.».

¿Cuáles eran las calificaciones de Washington a la llegada de Trump y qué ha pasado después?

El acápite dedicado a los Estados Unidos de América en los informes anuales publicados a principios del 2017 sobre Derechos Humanos de las organizaciones Human Rights Watch y Amnistía Internacional (esta última con su sede central en Londres), es revelador de las verdaderas «lecciones» que en esa materia la principal potencia mundial puede exhibir a un planeta que trata de adormecer con ese cuento.

PRINCIPALES ACUSACIONES:

-Diversas leyes y prácticas estadounidenses, sobre todo en materia de justicia penal y de menores, inmigración y seguridad nacional, violan derechos humanos reconocidos internacionalmente. Las personas con menos posibilidades de defender sus derechos ante los tribunales o a través del proceso político –como, por ejemplo, miembros de minorías raciales y étnicas, personas de bajos recursos, inmigrantes, niños y niñas, y reclusos– son las más expuestas a sufrir abusos.

-La elección de Donald Trump como presidente en noviembre del 2016 culminó una campaña marcada por una retórica xenófoba y racista y por el anuncio, por parte de Trump, de políticas que causarían enormes perjuicios a comunidades vulnerables, contravendrían las obligaciones fundamentales de derechos humanos asumidas por Estados Unidos, o bien tendrían ambos efectos. Las propuestas de campaña planteadas por Trump incluyeron la deportación de millones de inmigrantes no autorizados, la reforma de leyes federales para permitir la tortura de personas sospechosas de terrorismo y «llenar» el centro de detención de la Bahía de Guantánamo.

-El presidente electo también se comprometió a derogar la mayoría de las disposiciones de la Ley para la Atención de la Salud Asequible (Affordable Care Act), que ha ayudado a 20 millones de estadounidenses que antes no tenían cobertura a acceder al seguro de salud, y nominar a jueces «pro-vida» para integrar la Corte Suprema, que revocarían «automáticamente» el fallo Roe vs. Wade, lo cual permitiría que los estados criminalicen el aborto.

-Dos años después de que un comité del Senado informara sobre abusos cometidos en el marco del programa de detención secreta gestionado por la CIA no se ha realizado rendición de cuentas por los crímenes de derecho internacional que se habían perpetrado al aplicarlo.

-Se transfirió a más detenidos fuera del centro de detención estadounidense de la Base Naval de Guantánamo, pero otros siguen recluidos allí indefinidamente, mientras que en algunos casos continuaban los procedimientos preliminares ante comisión militar.

-Persiste la preocupación por el trato dispensado a las personas refugiadas y migrantes, por el uso del aislamiento en las prisiones federales y estatales y por el empleo de la fuerza en las actuaciones policiales.

ESCRUTINIO INTERNACIONAL

En agosto de 2016, el Consejo de Derechos Humanos de la onu expresó preocupación por que Estados Unidos no hubiera llevado a cabo la investigación que estaba jurídicamente obligado a realizar sobre la tortura en el contexto de la lucha antiterrorista. El Consejo observó que Washington no había proporcionado más información relativa al informe del Comité Selecto de Inteligencia del Senado sobre el programa de detención secreta gestionado por la cia tras los atentados del 11 de septiembre del 2001 (11-s).

No se adoptó medida alguna para poner fin a la impunidad de las violaciones sistemáticas de derechos humanos, incluidas las torturas y desapariciones forzadas, cometidas en el marco del programa de detención secreta de la CIA tras el 11-S.
Al concluir el 2016, casi ocho años después de que el presidente Obama se comprometiera a cerrar el centro de detención de la bahía de Guantánamo para enero del 2010, 59 hombres seguían recluidos allí, la mayoría sin cargos ni juicio.

Durante su primera semana en la Casa Blanca, el presidente Donald Trump aseguró que el «waterboarding» o ahogamiento simulado, «funciona» para extraer información en interrogatorios a detenidos y ha avanzado que estudiaría junto a miembros de su Gobierno si restaura esta y otras prácticas de tortura. Afirmó, en una entrevista con ABC News, que «personas del máximo nivel de Inteligencia» le han reconocido que este tipo de técnicas funcionan, «sin duda». No obstante, ha evitado dar nada por sentado, en uno u otro sentido.

El mandatario dijo que «confiará» en las propuestas que le presenten el secretario de Defensa, James Mattis, y el director de la CIA, Mike Pompeo. «Si ellos quieren, trabajaremos hasta el final. Haré todo lo que pueda dentro de los límites que me permite la ley», ha añadido.

Antes de asumir el cargo, Pompeo había llamado la atención de la prensa internacional por sus declaraciones de que es partidario de rescatar el «waterboarding» como forma de tortura idónea para enfrentarse a los terroristas.

Las palabras de Trump coincidieron con la filtración a los medios del borrador de una supuesta orden ejecutiva que abriría la puerta a que la CIA utilizase de nuevo cárceles secretas en el extranjero y a las prácticas de tortura en interrogatorios. El texto, del que se hicieron eco The Washington Post y The New York Times, revocaría la decisión del anterior presidente, Barack Obama, de poner fin a los programas más controvertidos de la CIA y recuperaría una orden dictada en el 2007 por George W. Bush que permitía, con matices, la operación de «rendición e interrogatorio».

A raíz del atentado terrorista en Nueva York, el pasado 31 de octubre del 2017, cuando un individuo de origen uzbeko embistió con una furgoneta una multitud en Manhattan, que provocó ocho muertos y 12 heridos, Trump propuso enviarlo a la prisión de la Base Naval de Guantánamo, pero después dijo que era preferible la pena de muerte, por lo engorroso de los trámites para enviarlo al enclave.

Human Right Watch reaccionó diciendo que la pena de muerte pedida por Trump el 1ro. de noviembre «atenta contra un juicio justo» y «fue un acto irresponsable».

VIOLENCIA CON ARMAS DE FUEGO

Durante el 2016, no prosperaron los intentos del Congreso de Estados Unidos de promulgar legislación para impedir la venta de armas de asalto o para llevar a cabo comprobaciones exhaustivas de antecedentes de los compradores de armas. El legislativo siguió negándose a financiar al Centro de Control y Prevención de Enfermedades para que llevara a cabo o patrocinara una investigación sobre las causas de la violencia con armas de fuego y cómo prevenirla.

En junio del 2016, un ataque armado masivo perpetrado en un club nocturno en Orlando, Florida, que aparentemente respondió a motivos políticos, dejó un saldo de 49 muertos y volvió a abrir una vez más el debate público sobre el control de armas y la frecuencia con que se producen ataques armados masivos en Estados Unidos.

En enero, Obama anunció una serie de medidas que tenía previsto adoptar el poder ejecutivo para reducir la violencia con armas. Sin embargo, diversas reformas legislativas sobre el tema quedaron estancadas en el Congreso.

Solo en los nueve primeros meses de la administración Trump se han producido en EE.UU. al menos siete atentados de connotación internacional en los que murieron 79 personas y resultaron heridas 570, (cuatro de ellos con el empleo de armas de fuego, dos usando medios de transporte y una con arma blanca) en los que se vieron afectados seis estados. El tiroteo masivo ocurrido en Las Vegas durante un concierto, que dejó 59 muertos y 527 heridos, es considerado la peor masacre ocurrida en ese país después de los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001.

Dentro y fuera de los EE.UU., el presidente Trump fue criticado luego de que no fuera lo suficientemente contundente en la condena a un delicado capítulo  de violencia racista por parte de supremacistas en Charlottesville, Virginia, en el que murió una mujer de 32 años cuando un auto embistió a la multitud que se oponía a la marcha. Otras 19 personas resultaron heridas en los enfrentamientos generados.

Desde todos los sectores de la sociedad estadounidense, incluido el partido republicano, emergieron cuestionamientos al mandatario por condenar la violencia de ambas partes, en lugar de censurar directamente a los supremacistas blancos, neonazis y miembros del Ku Klux Klan (KKK) que marcharon por la ciudad.

El alcalde de Charlottesville, Michael Signer, culpó directamente a Trump por gran parte de la violencia, diciendo que el mandatario ha creado un clima de «aspereza, cinismo e intimidación», y que sus seguidores estaban «jugando con nuestros peores prejuicios».

De acuerdo con estadísticas del Centro de Control de Enfermedades de Estados Unidos, cada año mueren en ese país 33 000 personas por arma de fuego, la mayor parte  (casi dos tercios) por suicidios, fundamentalmente hombres de alrededor de 45 años de edad, y cerca de 12 000 por homicidios, la mitad son jóvenes y dos tercios son afroamericanos.

La versión en español de Los Ángeles Times divulgó el 3 de noviembre del 2017 que los maestros en general y los latinos en particular enfrentan en EE.UU. una difícil situación mental y emocional en el actual contexto político y social sin que muchos de ellos sepan cómo responder adecuadamente a esas tensiones, según expertos en el tema.

Añade que los incidentes de violencia, desde la masacre en la escuela Columbine en 1999 hasta los recientes atentados en Las Vegas y Nueva York, han cambiado la función de los docentes, a quienes ahora se les pide que «aconsejen, asesoren, faciliten, representen y dirijan» las respuestas en establecimientos educativos a las necesidades emocionales de los estudiantes.

Y un estudio publicado el mes pasado por la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) reveló que desde que el presidente Donald Trump asumió su cargo «el nuevo clima político ha hecho que maestros de todo el país reporten que, desde la inauguración presidencial, sienten más estrés y ansiedad y son víctimas de buscapleitos más que antes».

DERECHOS DE LAS PERSONAS REFUGIADAS Y MIGRANTES

Durante el año 2016 se detuvo a más de 42 000 menores de edad no acompañados y a 56 000 personas que componían unidades familiares al cruzar la frontera sur de manera irregular.

Las familias permanecían bajo custodia durante meses –algunas durante más de un año– mientras se tramitaba su petición de permanecer en Estados Unidos. Muchas estaban recluidas en centros sin acceso adecuado a atención médica ni asistencia letrada. El alto comisionado de la ONU para los Refugiados calificó de crisis humanitaria y de protección la situación en el Triángulo Norte de Centroamérica.

Durante el primer mes de Trump en la presidencia, la Oficina de Inmigración y Aduanas (ICE) deportó a 17 606 indocumentados, y desde el mes de su elección sumaban más de 56 000. A diferencia de las cifras aportadas en la presidencia de Obama, en las que se especificaba que el 43 % de los deportados en sus ocho años de gobierno no tenían antecedentes criminales que constituyeran una amenaza para la seguridad nacional, el gobierno de Trump incluye al 100 % de sus expulsados en la categoría de criminales.

Según datos oficiales manejados por medios de prensa internacionales, hasta el 15 de julio la Administración Trump había deportado a 167 350 extranjeros, lo que va en camino de convertirse en la más grande masa de deportados por EE.UU. en los últimos años. Los latinoamericanos constituyen el grupo más grande en ser expulsados, particularmente los mexicanos, que hasta mayo del 2017 sumaban alrededor de 60 000.

El miedo entre los inmigrantes es ahora mayor después de que Trump dictara una política de cero tolerancia en caso de redadas. Desde que el mandatario llegó a la Casa Blanca se han conocido casos en los que algunos «dreamers» e indocumentados, sin antecedentes criminales serios, han sido detenidos durante operativos y puestos en proceso de deportación.

El mandatario primero dijo que deportaría a 11 millones de indocumentados en un plazo de 18 meses, y las organizaciones proinmigrantes y de derechos civiles se han activado para intentar proteger a aquellos que no han cometido crímenes y que constituyen la mayoría.

Luego el magnate rebajó la cifra hasta tres millones de indocumentados con antecedentes criminales y estableció una nueva lista de prioridades de deportación que, entre otros, incluye crímenes severos, la expulsión de indocumentados cuyos casos todavía no han sido resueltos y da poderes extraordinarios a los agentes de inmigración para que sean ellos y los jueces quienes decidan si un indocumentado es o no una amenaza a la seguridad de Estados Unidos.

A principios de noviembre del 2017, defensores centroamericanos de Derechos Humanos alertaron a los gobiernos de la región sobre el impacto que tendría si la Administración Trump decide retirar el Estatus de Protección Temporal (TPS) a casi 300 000 inmigrantes originarios de El Salvador, Honduras y Nicaragua.

Afirmaron que una decisión de esa magnitud impulsaría una expulsión masiva hacia Centroamérica en el 2018 y llevaría a los países a enfrentar una crisis, debido a que no existen condiciones suficientes para la reinserción de los repatriados.

El 3-11-2017 The Washington Post reveló que el Departamento de Estado ha recomendado poner fin al Estatus de Protección Temporal (TPS) para Nicaragua, Honduras, El Salvador y Haití, del que se benefician 413 500 inmigrantes que residen y trabajan legalmente en territorio estadounidense. La noticia trascendió días antes de un anuncio muy esperado del Departamento de Seguridad Interna (DHS) sobre si renovaría esa protección.

El TPS no abre ninguna vía para la residencia permanente ni  otro estatus de regulación migratoria, por lo que si el Gobierno decide no prorrogarlo, sus beneficiarios tendrían que volver a su país de origen o se convertirían en inmigrantes indocumentados y podrían ser deportados.

El mandatario también pidió al Congreso trabajar para acabar «inmediatamente» con la lotería de visados, que asigna hasta 50 000 visas al año a naciones con bajas tasas de inmigrantes en EE.UU. y que él mismo ya había solicitado eliminar, en agosto pasado. Trump ha respaldado proyectos de ley que limitan la inmigración legal y regresan a un sistema que privilegia el mérito y la capacitación sobre los lazos familiares.

Sobre el multimillonario proyecto de completar un muro para sellar la frontera de EE.UU. con México, argumentando razones de seguridad interna y tráfico humano, se incrementan los opositores y el cuestionamiento.

Los que se oponen aseguran que el número de personas que pretende cruzar a Estados Unidos va a la baja, como lo indican las cifras de detenciones registradas por la Patrulla Fronteriza a lo largo de toda la frontera.

Durante el año fiscal 2016 se registraron 418 816 arrestos, y en el año fiscal 2017 que finalizó el 30 de septiembre, solo se habían registrado 287 637, por lo que aseguran el muro es totalmente innecesario.

Para erigirse sobre el desierto de California, los prototipos del muro tuvieron que pasar por encima de al menos 39 leyes estadounidenses: ambientales, humanitarias, sociales y de derechos indígenas, dio a conocer Paloma Aguirre, directora del Programa Costero y Marino de Costa Salvaje (programa fronterizo EE.UU.-México).

Los prototipos, construidos por cuatro compañías, le costaron al gobierno de Estados Unidos 500 000 dólares cada uno.
El Congreso aún necesitaría aprobar un presupuesto de 1 800 millones de dólares para comenzar oficialmente la construcción.

CONDICIONES DE RECLUSIÓN

En Estados Unidos hay 2,3 millones de personas en prisión, que representan la mayor población penitenciaria del mundo. De esas personas, 211 000 se encuentran en el sistema federal y dos millones en cárceles estatales y centros de detención locales.  El número de personas recluidas en condiciones de privación física y social en prisiones federales y estatales de todo el país superaba en todo momento las 80 000.

A lo largo del 2016, aproximadamente 50 000 niños y niñas eran mantenidos en centros penitenciarios. Esta cantidad representa una reducción del 50 % respecto de 1999, pero sigue siendo una de las tasas de detención juvenil más altas del mundo.

Todos los estados de EE.UU. permiten que los niños y niñas sean juzgados como adultos en algunas circunstancias, y miles que han delinquido se encuentran en cárceles o centros de detención destinados a adultos.

El Departamento de Justicia anunció en agosto del 2016 que la Agencia Federal de Prisiones comenzaría a eliminar paulatinamente el uso de cárceles privadas.

Las dos empresas más importantes del negocio de las prisiones en Estados Unidos, CoreCivic –hasta el pasado octubre se llamaba Corrections Corporation of America– y Geo Group, se han disparado con la llegada del mandatario republicano a la Casa Blanca: duplican su tamaño en bolsa desde entonces, además de sus previsiones de beneficios y de sus márgenes, ante la posibilidad de que las políticas de Trump que presuponen un incremento de las detenciones beneficien a su negocio.

Por otra parte, informaciones trascendidas en agosto dan cuenta de que la Administración Trump sopesa poner en marcha un plan, con la ayuda de alguaciles, para transferir a inmigrantes indocumentados detenidos en cárceles locales a prisiones federales, como una especie de rebelión contra tribunales que han declarado inconstitucionales las órdenes de retención de los detenidos por parte de la Oficina de Inmigración y Aduanas (ICE).

PENA DE MUERTE

En el 2016 veinte hombres fueron ejecutados en cinco estados, lo que elevó a 1 442 la cifra total de ejecuciones desde que, en 1976, la Corte Suprema de Estados Unidos aprobara las nuevas leyes sobre la pena capital. Fue la cifra total anual más baja desde 1991. Se dictaron alrededor de 30 nuevas sentencias de pena de muerte. Al final del año había aproximadamente 2 900 personas pendientes de ejecución y en 31 estados todavía se permite la pena de muerte.

Durante los primeros nueve meses de la presidencia de Trump se reportaban 20 nuevas ejecuciones de condenados a pena de muerte.

Human Rights Watch aseguró en un comentario el 3-11-2017, sobre  recientes declaraciones de Trump, que «en Estados Unidos, la aplicación de la pena de muerte ha estado además marcada por arbitrariedades, errores y disparidad racial».

USO EXCESIVO DE LA FUERZA

Las autoridades seguían sin registrar la cifra exacta de personas muertas durante el 2016 a manos de funcionarios encargados de hacer cumplir la ley; sin embargo, la documentación recabada por los medios de comunicación arrojaba cerca de 1 000 víctimas mortales. Según los limitados datos disponibles, entre las víctimas de homicidio policial había una cantidad desproporcionada de hombres negros. The Washington Post publicó a principios de julio que solo en los primeros seis meses de este año la policía norteamericana disparó mortalmente contra 492 personas.

Al menos 21 personas murieron en 17 estados tras recibir descargas de armas de electrochoque de la policía, con lo que el total de fallecidos en esas circunstancias desde el 2001 se elevó al menos a 700. La mayoría de las víctimas no iban armadas ni parecían representar una amenaza de muerte o lesión grave cuando se utilizó el arma de electrochoque.

LAS MUJERES INDÍGENAS

Las mujeres indígenas seguían teniendo 2,5 veces más probabilidades de ser violadas o agredidas sexualmente que las no indígenas. También seguían sufriendo notorias desigualdades en el acceso a la atención posterior a la violación, como exámenes médicos, kits para la asistencia tras una violación –una caja de material de uso médico para reunir pruebas forenses– y otros servicios básicos de salud.

Persiste la disparidad en el acceso de las mujeres a la atención a la salud sexual y reproductiva, incluida la salud materna. El índice de mortalidad materna aumentó durante los últimos seis años; las mujeres afroamericanas siguen teniendo una probabilidad casi cuatro veces mayor de morir a causa de complicaciones derivadas del embarazo que las mujeres blancas.

Las mujeres de la fuerza laboral estadounidense que durante el 2014 trabajaron a tiempo completo obtuvieron el 79 % de los ingresos que percibieron los hombres, y la brecha salarial por género fue mayor para las mujeres negras e hispanas. La Comisión para la Igualdad de Oportunidades de Empleo (Equal Employment Opportunity Commission) recibe cada año miles de denuncias de discriminación por embarazo y de acoso sexual.

Se estima que el 32 % de las mujeres en Estados Unidos han sufrido violencia física por parte de una pareja íntima, y aproximadamente el 19 % han sido violadas, en casi la mitad de los casos por una pareja íntima.

LOS NIÑOS Y LAS NIÑAS

Los vacíos en el derecho y las reglamentaciones federales permiten que los niños y niñas empleados en agricultura trabajen desde más jóvenes, durante más horas y en condiciones más peligrosas que aquellos que se desempeñan laboralmente en cualquier otro sector. Los niños y niñas empleados en agricultura suelen trabajar en condiciones de calor extremo, expuestos a plaguicidas tóxicos y a otros peligros.

Estas son apenas algunas de las verdades inocultables de la ejecutoria de los derechos humanos en EE.UU., captadas y reveladas por organizaciones no gubernamentales especializadas, observatorios y la prensa internacional. Por supuesto que son muchas más las aristas y los temas, las violaciones e injusticias, que merecen análisis y seguimiento de un tema que tradicionalmente la Casa Blanca ha manipulado para justificar políticas agresivas y hostiles hacia países que desafían su dominio.

¿Task Force?: Los sitios “independientes” y el proceso electoral cubano

Tomado del blog: Cambios en Cuba

Por M. H. Lagarde

Tal vez demasiado entusiasmados por el reciente anuncio del Departamento de Estado sobre la nueva fuerza de tarea (Task Force) que será creada por el gobierno de Estados Unidos que promete mayor acceso a internet para los “desinformados” cubanos y apoyo a sitios “independientes”, algunos de los editores de esas páginas parecen empeñados en demostrar sus habilidades en el tema de la manipulación informativa.

Un ejemplo de tal “eficiencia” es el editor de Cartas desde Cuba, Fernando Ravsberg, quien a propósito de un reclamo que hiciera, vía Facebook, la compañera de uno de los Cinco Héroes cubanos sobre la no nominación de su esposo como diputado, aprovecha la casual inminencia de las elecciones cubanas para enfocar la política editorial de su “independiente” sitio al  “desmontaje” del sistema electoral cubano.

Primero, reproduce las palabras del cantante de Buena Fe, Israel Rojas, publicadas en La Joven Cuba (otro sitio de los llamados independientes) quien dice que agregará en su boleta, durante la próximas elecciones el nombre de los Cinco, lo que equivaldría, según la legalidad cubana, a anular la boleta. Pero lo que en el caso del cantante puede interpretarse como una licencia poética a favor de los héroes cubanos a los cuales dedicó, durante su encierro en Estados Unidos, más de un concierto, en el caso de Ravsberg, que no es ningún ingenuo en estos asuntos, puede apreciarse como la manipulación de la opinión de una figura pública cubana en detrimento del proceso electoral cubano.

No satisfecho con ello, Cartas desde Cuba reproduce poco después otro texto del “experto” constitucional, Julio César Guanche: Un análisis del sistema electoral cubano en donde se halaga la condición democrática de los procesos electorales prerrevolucionarios sin tener en cuenta ni fraudes ni golpes de estado y se pone en entredicho la unidad defendida por la Revolución desde su condición de plaza sitiada por los Estados Unidos.

Es posible que Guanche, un historiador demasiado imbuido en investigar los “logros” de la seudorrepública, no sepa mucho sobre cuáles son las tareas que llevan a cabo en internet los grupos al estilo del recientemente creado por el gobierno de Estados Unidos para la subversión en Cuba, pero no creo para nada que sea ese el caso de Ravsberg.

El periodista de origen uruguayo y ex corresponsal de la BBC en Cuba, con amplia experiencia profesional, no debe ser ajeno al papel que jugó el grupo de tarea creado por el gobierno de Estados Unidos durante las elecciones en Irán en el 2009. La Ola Verde, o como también se le conoce la Revolución de Facebook y Twitter, organizada desde Washington para cuestionar los resultados electorales de ese país, fue una muestra de lo que pueden hacer este tipo de grupos de trabajo para, vía internet, alentar al caos y la violencia en aquellos países que no disfrutan del agrado imperial. La propia Hillary Clinton reconoció en un video público que, siguiendo sus órdenes, sus muchachitos de Twitter continuaron trabajando (o sea, manipulando) en esa red a pesar de un mantenimiento que tenía programado. También se supo que la mayoría de las “independientes” cuentas en las redes sociales que reclamaban la transparencia de las elecciones iraníes no estaban ancladas en Irán, como se pretendía hacer ver, sino en los Estados Unidos.

Por cierto, hablando de subversión y grupos de tareas, la agencia EFE acaba de publicar que un joven informático de Miami, por supuesto que “independiente”, acaba de lanzar “Pizarra”, “una nueva red social creada a similitud de Twitter para que cubanos de dentro y fuera de la isla interactúen.  ¡Vaya casualidad!

Como cualquiera sabe todo acto de informar implica una gran responsabilidad y aunque se trate de enmascarar con la inexistente imparcialidad periodística, representa también una toma de partido. Las elecciones en Cuba de 2018 es sin dudas un buen momento para saber de quién son “independientes” algunos de los sitios  en internet supuestamente dedicados a reflejar la realidad cubana.

“Reconciliación y perdón son sinónimos de impunidad”. Por Sara Rosenberg

Tomado del blog La pupila Insomne

La lucha por la memoria y contra la impunidad del terrorismo de estado vertebra la lucha del pueblo argentino.

Es un tema profundo. Es la lucha por nuestra historia, que sintetiza la consigna clara y contundente:  Memoria- Verdad- Justicia.

Es la lucha de las madres, los familiares, los hijos -y de todos los que no olvidamos ni perdonamos- lo que ha permitido juzgar a una parte de los genocidas –militares, policías- implicados en el terrorismo de estado que acabó con la vida de treinta mil detenidos desaparecidos, robó niños, asesinó impunemente y devastó el país para imponer un proyecto económico que sólo podía imponerse a sangre y fuego. Y que hoy de una manera mutada sigue imponiéndose con la  violencia de clase –mediática y física- que necesitan para someter a la gente.

Hay una continuidad en el proyecto que hoy está llevando adelante la oligarquía

-con sus representantes parlamentarios- para imponer nuevamente a sangre y fuego el neoliberalismo. El despojo y la desposesión de las mayorías incrementa la acumulación que necesita el capital financiero y de las grandes corporaciones.  La lucha de clases es aguda. Y en esa lucha la bandera de Memoria- Verdad y Justicia ha permitido y permitirá la cohesión que las grandes mayorías necesitan para enfrentarse al mismo enemigo de siempre. Hoy vestido de amarillo –el color del PRO- y apodado la “fiebre amarilla”.

No es casual que el macrismo libere a los genocidas que han sido juzgados y que deberían permanecer para siempre en prisión.  No es casual, porque son sus socios desde siempre. El grupo económico “Macri” fue uno de los favorecidos por la estatización de la deuda privada llevada a cabo en 1982 por el Estado Terrorista . El pueblo tuvo que cargar con las deudas de los especuladores, como en el caso de las empresas del grupo –SIDECO,SEVEL Y FIAT – que llegaron a más de 250 millones de dólares .
Ninguno de los militares juzgados por crímenes de lesa humanidad –tortura, asesinato, robo de niños- se ha arrepentido y mucho menos ha dicho nada sobre dónde están los desaparecidos o los hijos nacidos en cautiverio.  Funcionan, hoy como ayer, con espíritu de cuerpo y siguen siendo fieles a su ideología criminal. En los  setenta se desata en todo el cono sur de América la cacería y el crimen contra la  organización popular y contra el pensamiento antiimperialista; un proyecto que se preparó detalladamente y es posible decir que se inicia con el golpe contra el gobierno de Salvador Allende en 1973, preparado por los chicago boys y su mentor intelectual, -Friedman- y su mentor logístico el gobierno de USA, la CIA y como no el ubicuo Kissinger.

No es casual que ahora el golpe parlamentario en sus variadas formas y la represión se desaten – Argentina, Honduras, Perú, Brasil…- porque una vez más necesitan acabar con la resistencia de los pueblos a la política neoliberal. No es casual tampoco que todavía no se haya podido llegar a juzgar a las empresas que participaron en este genocidio y que tienen nombres propios: Ford, Mercedes Benz, Ledesma,  Clarín, etc. y a toda la red civil que financió, apoyó, participó y fue cómplice  de los crímenes de lesa humanidad.

La red civil criminal ha salido indemne de estos juicios, por el momento, y sigue gobernando el país. Y siguen operando desde el mismo lugar y con el mismo objetivo: robar y acumular. Sólo que ahora lo hacen de una manera más “democrática”, no necesitan un golpe de estado militar porque han desarrollado técnicas de un alto nivel de perversión del discurso capaces de enloquecer a una parte de la sociedad –esa clase media que aspira a compartir el botín- decidida a sostener a los verdugos y a repetir sus mentiras de cruel y mediocre manual evangélico-goebeliano mientras es saqueada a mansalva.

En ese contexto se ha producido un hecho de enorme importancia para la salud mental –salud histórica- de nuestro pueblo: los hijos e hijas de los genocidas hablan, cuentan la verdad, se organizan y se movilizan junto a las familias que han sido víctimas del terrorismo de estado y en sus testimonios hay una dignidad  asombrosa.  Una elección y una lección de valentía que nos demuestra una vez más que la voluntad humana existe y que cuando hay voluntad los vínculos profundos se transforman y pueden transformar el horror individual en justicia colectiva.

He leído y he escuchado a la hija de uno de los más sanguinarios verdugos de nuestro pueblo, la hija de Etchecolatz. Y he recordado aquel viejo libro de Franz Fanon, Los condenados de la tierra, cuando analiza lo qué sucedía con los asesinos y torturadores que volvían a sus casas y hacían “vida normal” –golpeaban y violentaban a su familia- y también recordé aquella frase: “matar a un colonizador es matar dos pájaros de un tiro: es matar a un asesino y matar al esclavo para que nazca un hombre libre”.

Ha pasado mucho tiempo, pero la memoria de nuestro pueblo es  una memoria que renace, crece y se fortifica. Que se hace cada día más dueña de su historia  y no lo hace desde el lugar que la oligarquía hubiera querido que lo hiciera, desde el victimismo, sino desde un profundo combate por la justicia y por el necesario castigo y juicio y prisión a los culpables. Este combate por la historia es un  combate ético y político de largo alcance.

Los genocidas son gente peligrosa, son asesinos y seguirán asesinando. Siguen  sirviendo al mismo proyecto político que hoy encarna Mauricio Macri y sus cómplices. Por eso Milagro Sala sigue presa, por eso el crimen de Santiago y Nahuel y la brutal represión contra el pueblo mapuche se desata, por eso encarcelan a dirigentes sociales y políticos, por eso allanan locales de organismos de derechos humanos y fraguan causas y noticas falsas cada día, por eso se atreven a hablar de “reconciliación como en Sudáfrica”, y por eso hoy en la Plaza de Mayo una vez más se les ha respondido con claridad que no perdonamos, no nos reconciliamos y no olvidamos. [1]   “Reconciliación y perdón son sinónimos de impunidad”, dijeron   miles de voces memoriosas.

En España, hasta el día de hoy las fosas y los crímenes del franquismo siguen impunes.  Y no se trata –como la burguesía española franquista y liberal dice- de  crear conflicto o reabrir heridas y hasta el insultante querer cobrar indemnizaciones, sino que se trata de cómo los asesinos siguen siendo impunes y se perpetúan –y los muertos desde el 36 hasta ahora no descansan-, de cómo la historia ha sido transformada en un vacío, en una zona opaca que impide crecer y comprender que se ha robado no sólo el derecho a las victimas de la dictadura sino el derecho de  varias generaciones a saber quienes son y adonde van. El olvido –consensuado por los partidos políticos y muy bien articulado desde Washington- pudrió la posibilidad de hacer justicia y nunca mejor dicho entronizó a la monarquía como sucesora del régimen. La tergiversación y el robo de la historia es la gran tragedia del pueblo español. Y es desde allí desde donde se deberían leer los conflictos actuales y el desgraciado rol de “imperio con muletas” como lo llamaba Fidel, con su papel de socio asociado en sociedad con el imperialismo norteamericano que le paga con el papel de mediocre potencia colonial en América Latina y partícipe en las guerras más sucias  en Oriente medio, en África y en el este de Europa. Pedacitos de botín y siembra de bases militares para operaciones que de poco le sirven al pueblo español, condenado día a día a perder sus derechos políticos y sociales más elementales, mientras crece una juventud desmemoriada, carne de cañón para empresas y ladrones de cualquier futuro.

¿Cómo podría existir esa pretendida reconciliación-perdón con los asesinos?

El pueblo argentino tiene una excelente salud histórica, una buena memoria y  jamás olvidará ni permitirá la impunidad.

Y es una lucha profunda, abarca todos los aspectos de la vida porque es una lucha por la historia y por eso es una lucha que alumbra el futuro.

(1) https://www.pagina12.com.ar/90673-reconciliacion-y-perdon-son-sinonimos-de-impunidad

21 enero 2018

Los Estados Unidos más allá de Trump: La cultura política y el proyecto de nación en transición histórica*

Jorge Hernández Martínez

 

Con el triunfo electoral de Donald Trump en las elecciones realizadas en los Estados Unidos el pasado 8 de noviembre y su toma de posesión como Presidente de ese país el 20 de enero de 2017, se registra un auge ideológico del movimiento conservador, del populismo, del nativismo, la xenofobia, las corrientes de extrema derecha, como reacciones de desencanto, rechazo y ajuste de cuentas con la política de la doble Administración Obama. Esa ofensiva ideológica cuestiona desde los finales de los años cde 1970 e inicios de los de 1980, al inaugurarse la “era de Reagan”, al liberalismo tradicional y a las prácticas de gobiernos demócratas (Wilentz, 2008).

A mediados del segundo decenio del siglo XXI a ello se  agrega el disgusto de sectores de la clase media blanca, protestante –afectada desde el punto de vista socioeconómico con Obama–, cuyos resentimientos se enfocaron no sólo contra el gobierno demócrata que terminaba su mandato, sino de modo específico contra la figura presidencial en el plano personal –un hombre de piel negra, de origen africano–, con beligerantes expresiones  de racismo y xenofobia que había anticipado el Tea Party y que Trump retoma ahora con fuerza, añadiendo una estridente nota de intolerancia étnica, misoginia, machismo, homofobia y sentimientos antiinmigrantes, con un discurso patriotero que decía defender a los “olvidados”.

Las posiciones del nuevo Presidente apelan a una conjugación de miedo y rechazo a todo lo que supuestamente amenaza la supremacía blanca en esa sociedad, incluyendo a los cuantiosos latinoamericanos indocumentados, a los que promete una deportación masiva, y  a los árabes, declarando una especie de cruzada contra el mundo musulmán   Trump ha dejado claro quiénes son las personas de segunda categoría o non gratas en esa sociedad, atendiendo a su pertenencia étnica, condición racial, idioma que hablan, procedencia geográfica, afiliación religiosa, ideología política, identidad cultural. Sobre todo, por el hecho de que rivalizan con quienes son considerados como los auténticos norteamericanos (blancos, anglosajones, trabajadores, disciplinados, individualistas, protestantes) ante áreas como el empleo, a los que les están robando el país y su cultura.  La victoria de Trump, que movilizó el voto nacionalista, de clase media y obrero blanco, refuerza a los grupos sociales y clasistas que “alertan” del presunto, manipulado, declive de la raza blanca en el país y combaten la inmigración. Así, el Ku Klux Klan, la Asociación Nacional del Rifle y la Sociedad John Birch, se sienten reconocidos y confían en poder influir en la Casa Blanca.

    Entre los enfoques que prevalecen aún en las sociales, se encuentran las narrativas sociológicas, historiográficas, politológicas y económicas que subestiman y hasta pretenden desconocer la significación del imperialismo contemporáneo, ganando presencia las miradas que retoman el concepto de imperio, considerando que éste se convierte en una especie de espacio abierto, donde los Estados-naciones se hallan en proceso de desaparición, y en el que el imperialismo pierde su razón de ser[1]. La realidad internacional de hoy, sin embargo, nada tiene que ver con la visión de los teóricos del “posmarxismo” y con la imagen que proyectan los exponentes teóricos de la globalización comprometidos con el llamado pensamiento único. El imperialismo, si bien con nuevos rasgos, sigue siendo la fase superior del capitalismo, y tiene un centro, hasta ahora irreemplazable, en los Estados Unidos.

El presente trabajo analiza, tomando como punto de referencia la victoria de Trump  y su significado histórico –más allá de dicha coyuntura electoral y en el marco de la prolongada crisis cultural norteamericana–, el agotamiento del proyecto nacional, apuntalado en el liberalismo tradicional, y la espiral conservadora que coloca en su centro al autoritarismo y a concepciones que expresan ciertos vasos comunicantes con la ideología fascista, bajo condiciones histórico-concretas específicas, en el centro de la dinámica política en los Estados Unidos[2].

La crisis, el agotamiento liberal y la reacción conservadora

Con el triunfo electoral de Donald Trump en las elecciones realizadas en los Estados Unidos el pasado 8 de noviembre y su toma de posesión como Presidente de ese país el 20 de enero de 2017, mucho se ha hablado y escrito acerca de que ello expresa el auge del movimiento conservador, del populismo, del nativismo, la xenofobia, las corrientes de extrema derecha, como reacciones de desencanto, rechazo y ajuste de cuentas con la política de la doble Administración Obama. Esa ofensiva ideológica cuestiona desde los finales de los años de 1970 e inicios de los de 1980, al inaugurarse la “era de Reagan”, al liberalismo tradicional y a las prácticas de gobiernos demócratas (Wilentz, 2008). A mediados del segundo decenio del siglo XXI a ello se  agrega el disgusto de sectores de la clase media blanca, protestante –afectada desde el punto de vista socioeconómico con Obama–, cuyos resentimientos se enfocaron no sólo contra el gobierno demócrata que terminaba su mandato, sino de modo específico contra la figura presidencial en el plano personal –un hombre de piel negra, de origen africano–, con beligerantes expresiones  de racismo y xenofobia que había anticipado el Tea Party y que Trump retoma ahora con fuerza, añadiendo una estridente nota de intolerancia étnica, misoginia, machismo, homofobia y sentimientos antiinmigrantes, con un discurso patriotero que decía defender a los “olvidados”.

Las posiciones del nuevo Presidente apelan a una conjugación de miedo y rechazo a todo lo que supuestamente amenaza la supremacía blanca en esa sociedad, incluyendo a los cuantiosos latinoamericanos indocumentados, a los que promete una deportación masiva, y  a los árabes, declarando una especie de cruzada contra el mundo musulmán   Trump ha dejado claro quiénes son las personas de segunda categoría o non gratas en esa sociedad, atendiendo a su pertenencia étnica, condición racial, idioma que hablan, procedencia geográfica, afiliación religiosa, ideología política, identidad cultural. Sobre todo, por el hecho de que rivalizan con quienes son considerados como los auténticos norteamericanos (blancos, anglosajones, trabajadores, disciplinados, individualistas, protestantes) ante áreas como el empleo, a los que les están robando el país y su cultura.  La victoria de Trump, que movilizó el voto nacionalista, de clase media y obrero blanco, refuerza a los grupos sociales y clasistas que “alertan” del presunto, manipulado, declive de la raza blanca en el país y combaten la inmigración. Así, el Ku Klux Klan, la Asociación Nacional del Rifle y la Sociedad John Birch, se sienten reconocidos y confían en poder influir en la Casa Blanca.

La sociedad norteamericana, como marco dentro del cual sucede todo eso, bajo la influencia de la llamada Era de Reagan, vive una crisis de la cultura política, palpable en el auge de la orientación ideológica conservadora. El “trumpismo” –como se le está denominando a la línea de pensamiento y acción que promueve el actual Presidente– es una expresión de ello, que  recibe legítimamente tanto las etiquetas de conservadurismo como las de extremismo derechista y de populismo. Los tiempos, están cambiando. Los Estados Unidos se encuentran inmersos en un proceso de transición, en el que se mezclan elementos objetivos y subjetivos, económicos, políticos, ideológicos, que se expresan tanto a nivel interno como internacional. El proyecto de nación en torno al cual se ha troquelado el sistema desde los años de 1980 está exhausto. La importancia de comprender ese proceso la dejó  indicada Luis Maira, al percatarse de la gravedad y significación del asunto. “Uno de los problemas más serios que puede afrontar un sistema político –señalaría– es el del agotamiento del proyecto nacional que le sirve de fundamento sin que exista oportunamente uno alternativo para reemplazarlo. Cuando esta posibilidad ocurre, tanto el Estado y sus aparatos como la sociedad en que aquellos se insertan comienza a funcionar a la deriva, en un cuadro dominado por la simple administración de la crisis; semejante situación produce, como primer efecto, un completo desajuste entre las tendencias de corto y largo plazo del proceso político” (Maira, 1983: 96).

Esa es la situación que define hoy a la sociedad estadounidense, y que se ha venido expresando desde comienzos del siglo. Hasta entonces, estuvo vigente el proyecto que nació con  Ronald Reagan, en el decenio de 1980, como sucesor del que había estructurado la nación desde los años de 1930, establecido por Franklin D. Roosevelt. Los gobiernos de doble período, de George W. Bush y de Barack Obama, fueron incapaces de formular un nuevo proyecto nacional. Sobre esas bases, la hipótesis que sostiene estas notas es que la nueva Administración de Donald Trump se establece en un contexto de desajustes, signado por una larga crisis y por una inconclusa transición en la esfera cultural, sociopolítica, ideológica, pudiendo significar el comienzo de un nuevo ciclo histórico (Chomsky, 2016). ¿Cómo se expresan esa crisis y esa transición? En la involución democrática de la sociedad norteamericana, el fin del mito de los Estados Unidos como paradigma del liberalismo, la crisis de los partidos y de los políticos tradicionales, la revitalización del populismo el nativismo, la xenofobia, el conservadurismo tradicional y la derecha radical. La silueta de las tendencias que ello lleva consigo, se proyecta más allá de la coyuntura de las elecciones presidenciales de 2016, hacia 2020.

La transición que se despliega en los Estados Unidos comprende, por tanto,  una prolongada crisis y hondas transformaciones en la estructura de su sociedad y economía, llevando consigo importantes mutaciones tecnológicas, socioclasistas, demográficas, con implicaciones también sensibles para las infraestructuras industriales y urbanas, los programas y servicios sociales gubernamentales, la educación, la salud, la composición étnica y el papel de la nación en el mundo. Se trata de cambios graduales y acumulados, que durante cerca de  cuarenta años han venido modificando la fisonomía integral de la sociedad norteamericana. Sin embargo, a pesar de que en buena medida ha dejado de ser monocromática –el país del white-anglosaxon-protestant (wasp)–, y se puede calificar de multicultural multirracial y multiétnica, ello no significa que se haya diluido o mucho menos, perdido, esa naturaleza wasp, cuya representación esencial es la de la clase media. Sin ignorar la heterogénea estructura clasista estadounidense, en la cual coexisten la gravitación de la gran burguesía monopolista, de la oligarquía financiera, la clase obrera, los trabajadores de servicios, un amplio sector asociado al desempleo, subempleo y la marginalidad, es esa la imagen que presentan buena parte de los textos de historia, la literatura, el cine y los medios de comunicación.

El proyecto nacional y la transición

Con el sentido que se le comprende del modo más generalizado y compartido, el término transición se utiliza para definir el cambio, traspaso o evolución progresiva de un estado a otro. La palabra puede ser usada para designar un estado de ánimo (por ejemplo, la transición entre la alegría y el llanto) así como también para cuestiones físicas, como cuando se habla de la transición de la materia de un estado al otro, o cuando en una reacción química un elemento, como el agua, pasa del estado líquido al gaseoso o sólido, ante los cambios de temperatura. La idea de transición también se aplica a aquellos procesos históricos que se prolongan en el tiempo, como la sucesión de las formaciones económico-sociales. En todos los casos, cuando se habla de transición,  se hace referencia a algo que cambia o que se altera en su esencia, de manera gradual y progresiva.

Desde el punto de vista ya no tanto terminológico, sino conceptual, en el campo de las ciencias sociales, transición política remite a un proceso de radical transformación de las reglas y de los mecanismos de la participación y de la competencia política, ya sea desde un régimen democrático hacia el autoritarismo, o desde éste hacia la democracia. En sentido estricto el concepto se aplica al análisis del paso desde un régimen autoritario hacia uno poliárquico, al proceso de cambio mediante el cual un régimen preexistente, político y/o económico, es reemplazado por otro, lo que conlleva la sustitución de los valores, normas, reglas de juego e instituciones asociadas a éste por otros(as) diferentes (Dahl, 1989). Los estudios al respecto de mayor relevancia en las ciencias sociales se ubican primero en la década de 1960, al focalizar en las experiencias de la Unión Soviética y los países de Europa del Este lo que se denominó como transición del capitalismo al socialismo, y luego en las de 1970 y 1980, al colocar la atención en los procesos de América Latina, donde de la democracia se transitó a dictaduras militares. Ante el fin de éstas y el comienzo de la democratización, dichos estudios adquieren nuevo vigor en los años de 1990, en la que, además, el retorno al capitalismo que implica el desplome del socialismo europeo añade nuevos estímulos para el análisis de las transiciones políticas (O´Donnell, Schmitter y Whitehead, 1994).

A los efectos del presente trabajo, referido a la sociedad estadounidense, sin embargo, no se utiliza esa perspectiva teórica, sino que se acude a la acepción de transición aludida al inicio, aceptada convencionalmente en el lenguaje común, y en todo caso, a mitad del camino hacia una definición  conceptual, en la medida que se trata de designar, con ella, el proceso gradual que está teniendo lugar en los Estados Unidos desde la crisis múltiple de los años de 1970 y la llamada Revolución Conservadora de 1980, que se expresa a nivel sociopolítico, ideológico, cultural, mucho más allá de los cambios en las estructuras económicas, tecnológicas.

Ahora bien, cuando se habla de proyecto nacional, ¿de qué se trata?. En la actualidad es común el concepto de proyecto de vida, sobre todo en la literatura sociológica y psicosocial, pero no sucede lo mismo con el que nos ocupa. El proyecto nacional se refiere a la autoconciencia de un país, al consenso que sostiene la mirada de una nación sobre su misión junto a su visión de futuro, de modo que incluye tanto las tareas de construcción nacional como las proyecciones, metas a alcanzar, acordes con un sentido de destino histórico, en cuya base radica un acuerdo en cuanto al modo en que se articula la relación individuo-sociedad-Estado-política pública-sistema mundial. En el caso de los Estados Unidos, ello se articula dentro de las coordenadas impuestas por el federalismo, el bipartidismo, la división de poderes y el esquema de pesos y contrapesos, de costos y beneficios, donde encuentran razón de ser los elementos antes mencionados. Incluye la adhesión de la mayor parte de su población y de los sectores que la componen a determinados acuerdos básicos, establecidos sobre la base de los valores del capitalismo como modo de producción, formación social y patrón de organización económica, y de la democracia liberal, como forma acompañante de organización política. Algunos autores incorporan otros elementos a los que identifican como constitutivos del “credo norteamericano”, tales como el liberalismo, el individualismo, la democracia, el igualitarismo y una cierta actitud de independencia ante el gobierno y la centralización. Desde ese punto de vista, se asume que el consenso se da sobre las particularidades que la democracia liberal adquirió en los Estados Unidos desde la formación de la nación, cuyos rasgos formales han persistido. Y, asimismo, se considera que en la sociedad norteamericana no ha existido ninguna crisis de consenso, en la medida en que nunca se han puesto en tela de juicio esos atributos del consenso estadounidense o del citado “credo”. Por eso es que se afirma que se trata de una sociedad predominantemente consensual, con un alto índice de conflicto, pero donde el debate político tiene lugar dentro de márgenes ideológicos muy estrechos.

Así,  se suele hablar de que el proyecto nacional con el que surgen los Estados Unidos desde su fundación –asociado al proceso de negociación y creación del sistema político norteamericano y a la pugna entre federalistas y antifederalistas–, se termina de establecer a finales de la década de 1780 y se extiende hasta comienzos del decenio de 1860, cuando surgen las convenciones partidistas, teniendo como actores principales al Partido Whig y al Partido Demócrata, y donde la industrialización se convertía en una meta común, que trastocaba tanto la mentalidad como las relaciones laborales, el tejido social, la red urbana y las relaciones campo-ciudad, junto a la manera en que se encaraban los derechos y deberes ciudadanos, incluyendo los concernientes al género.

Ese proyecto nacional se reajusta de modo significativo en el marco de la Guerra Civil y de sus secuelas, entre 1860 y 1893 aproximadamente, ante el agotamiento del Partido Whig y la creación del Partido Republicano,  bajo la influencia del abolicionismo en ascenso, las tensiones raciales no resueltas, la revolución industrial, el crecimiento de la inmigración, el aumento de la densidad demográfica, el nacimiento de los monopolios y del capital financiero. Con posterioridad, luego de la Primera Guerra Mundial, ese proyecto es objeto de otros reajustes, si bien no modifican esencialmente el existente, De ahí que sea el New Deal, en rigor, el proceso que fija un nuevo marco de organización a la sociedad norteamericana desde los años de 1930, al restructurarse el proyecto nacional a partir de la Administración demócrata de Roosevelt, que saca al país de la gran depresión. Con ello se definen las bases del gran proyecto nacional que consolidará a los Estados Unidos como la primera potencia del mundo en el período de entre guerras mundiales, y que le convertirá luego en la potencia hegemónica del sistema capitalista internacional, en la segunda postguerra, asegurándole niveles de prosperidad y expansión que ningún otro país había conocido antes.

Dicho modelo de nación, cuyo contenido sería complementado por la Administración Truman a finales del decenio de 1940, incluyó una reconfiguración de la organización política, la restructuración económica y la redefinición del papel del Estado en su funcionamiento, así como del papel de los Estados Unidos en la vida mundial. Es decir, la fisonomía de la sociedad norteamericana se vería transformada en ese entramado de nexos individuo-sociedad-Estado-política pública-sistema internacional. El proyecto así articulado permanecería durante cuarenta años, exhibiendo un modelo que sentaría las bases para la creación de un nuevo marco de relaciones para el desarrollo de la sociedad estadounidense. Ese sería un trascendental y hondo reajuste, considerado por no pocos historiadores como el más importante en el transcurso del siglo XX. Ese proyecto sería suscrito incluso por los presidentes republicanos posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

El prolongado período de ascenso y prosperidad que los Estados Unidos vivieran después de la esa guerra halló precisamente su explicación en los vigorosos fundamentos del proyecto rooseveltiano. Este se basaba en un consistente esfuerzo por asegurar la hegemonía internacional del país, convirtiéndolo en una potencia global y en el líder indiscutido del sistema capitalista, en un creciente ensanchamiento del quehacer económico del Estado, que a partir del New Deal encaminó a la sociedad norteamericana hacia el llamado estado de bienenestar y en una vigorización de la presidencia, para garantizarle una efectiva conducción política a la nación.  Este modelo funcionó eficazmente mientras sus supuestos se conservaron vigentes. La crisis capitalista registrada a mediados del decenio de 1970 sería el marco de un proceso complejo, que actuaría como causa, consecuencia y factor de conciencia del agotamiento de dicho modelo. Los problemas acumulados al calor de dicha crisis se entrelazarían con otros factores, derivados de las crisis de legitimidad, credibilidad y confianza que significaron el escándalo Watergate, la derrota en Vietnam y los reveses internacionales que enfrentaron los Estados Unidos, todo lo cual cristaliza con el florecimiento de la Revolución Conservadora (Burnham, 1982).

Con ese fenómeno se inauguraba otro período de cambio profundo en la sociedad norteamericana, que revelaba, en este caso, el ocaso (para muchos, definitivo) del proyecto liberal que había servido de patrón al quehacer estadounidense por cuatro décadas. La crisis del proyecto nacional rooseveltiano no era sólo producto de su incapacidad para lidiar con los agudos problemas de la crisis económica, política y moral de finales de los años de 1970 y el decenio de 1980, o para adaptarse a las realidades de un mundo cambiante. En medida importante, esto se debía a que las condiciones objetivas en que el proyecto del New Deal había surgido, variaron. Organización productiva, distribución regional, sistema urbano, papel de las minorías étnicas y raciales, auge de los movimientos sociales y de sindicalismo: eran todos factores originales del proyecto liberal que en 1980 no se hacían presentes del mismo modo que en 1930. A diferencia de la coalición del New Deal (conformada por el partido demócrata, el movimiento negro, los hispanos, las mujeres, el movimiento obrero), surgía otra distinta, compuesta por empresarios pequeños y medianos, una clase media afluente, agricultores, grupos religiosos fundamentalistas, confluía, que se orientaba  hacia un nuevo modelo, fundado en la ideología conservadora, en expresiones de nativismo y populismo, aunque se tratase de una colación aún incompleta, contradictoria y difusa. Con ello se transformaron las bases del debate político norteamericano, definiéndose un nuevo consenso en torno a temas generales, pero trascendentes (menos gobierno, reconstrucción del poderío militar) y proyectándose una visión renovadora de la nación norteamericana. Aunque al principio parecía que se trataría de un movimiento efímero, que a lo sumo duraría lo que la popularidad de Reagan, la Revolución Conservadora redefinió el proyecto nacional fijado por el New Deal,  aportando una nueva y sustitutiva edición –tan relevante como lo había sido la de Roossevelt–, y dejando una cosecha cuya huella en la sociedad norteamericana permanece durante el gobierno de George H. Bush, se mantiene con perfiles menores, en ocasiones, latentes, pero sin desaparecer, bajo la doble Administración de William Clinton (1993-2000), y  reaparece con mayor organicidad, fuerza y coherencia en la primera etapa de George W. Bush (2000-2004), ya que hacia finales de la segunda (2005-2008), se desestructura y agota.

La victoria demócrata en las elecciones presidenciales de 2008 en los Estados Unidos replanteó con nuevo vigor un importante debate que durante años ha atravesado a las ciencias sociales y al pensamiento político contemporáneo. Se trata de la vieja polémica acerca de la validez de las denominadas teorías cíclicas o de la rotación social –que pretendían dar cuenta de los grandes virajes en la historia mundial–, la cual adquiere una renovada vigencia a partir del triunfo electoral de Barack Obama. De alguna manera, resurgía el contrapunteo entre opciones que codificaban con énfasis diferentes la relación capitalismo/democracia. Entre un modelo que afirma un Estado de bienestar que invade el ámbito de la economía, establece regulaciones y un mercado social, y un  paradigma que propugna la contracción estatal, junto a un mercado libre y desregulado.

La culminación de los dos períodos de gobierno de George W. Bush no significó, como se considera por diversos estudiosos, el fracaso, sino el agotamiento del proyecto nacional estructurado con Reagan a inicios de la década de 1980, como alternativa ante la crisis del modelo que se estableció desde el decenio de 1930, con Roosevelt. Con propuestas coherentes que redefinían la manera en que el diseño rooseveltiano encaró desde entonces la conocida relación identificada con la antinomia Estado-sociedad, el proyecto de nación que nació bajo las condiciones de las diversas crisis que confluyeron entre fines de los años de 1970 y comienzos de los de 1980, se articulaba en torno a la reducción del papel del Estado en la vida social y económica del país, al estímulo del libre mercado, la aplicación de economía enfocada hacia la oferta y el monetarismo, la crítica a las prácticas demócratas de orientación política liberal, la apelación a la fuerza militar, al anticomunismo, el nacionalismo chauvinista. Ese proyecto proponía una agenda de rescate de los valores ensamblados en la base del consenso nacional tradicional o del conocido “credo” norteamericano.

Con Obama, si bien pareció –desde el comienzo de su primer período de gobierno, resultante de las elecciones de 2008, y durante buena parte del segundo, al ser reelecto en los comicios presidenciales de 2012–, que estaban creadas las condiciones objetivas necesarias y que estaban dándose los elementos subjetivos que reconducirían a una rearticulación del proyecto nacional que trascendería la coyuntura de su doble Administración al reemplazar el viejo por uno nuevo, ello no ocurrió.

Los ciclos de la historia estadounidense

Cuando en los Estados Unidos tienen lugar procesos electorales como el de noviembre de 2016, cuyos resultados parecen simbolizar una ruptura con las tendencias que se afirmaban hasta entonces, adquieren vigor las miradas que sostienen un cambio en el ciclo de la historia de ese país. Durante los meses que han transcurrido desde la toma de posesión de Trump como Presidente, mucho se ha escrito ya sobre ello, al señalarse que termina una etapa y comienza otra. Esta distinción se apoya en una visión cíclica sobre el proceso histórico, que lleva consigo una concepción lineal evolutiva sobre el progreso, según la cual la sociedad y la política atraviesan siempre por determinados períodos, que se repiten una y otra vez, como una regularidad. Se le conoce como teoría de los ciclos históricos, o de la rotación social, en la medida en que se argumenta una alternancia entre etapas.

Más allá de que ahora, ciertamente, con la victoria republicana, concluye una doble Administración demócrata y de que en comparación con el gobierno republicano que le precedió, también de dos períodos, Obama significó un giro en las políticas de W. Bush, sería precipitado asegurar que la estridencia con que Trump se proyecta con su lenguaje y desempeño –al implementar acciones que se orientan al desmontaje de propuestas y medidas de su antecesor–, constituye un nuevo ciclo histórico. ¿Se trata de cambios profundos, sostenidos, perdurables, con consecuencias de mediano o largo plazo, o de movimientos espectaculares, con escaso fijador y alcances efímeros, que no trascenderán el corto plazo?.¿Se conforma finalmente un nuevo proyecto de nación, luego de los tropiezos y frustraciones que han diferido o pospuesto su articulación en los últimos años?.

En sentido general, existen teorías sobre los significados de las elecciones presidenciales, asumiéndose que en su trayecto, como procesos cuatrienales, expresan dinámicas de continuidad y de cambios, que se registran en ciclos de más o menos treinta años, explicables a partir de movimientos  sustanciales de los grupos sociales que alinean su simpatía hacia uno u otro de los dos partidos fundamentales –demócrata y republicano– que conforman el sistema político norteamericano. Se considera que tales  procesos no responden a decisiones conscientes o previas de los liderazgos partidistas, sino que son resultado de transformaciones sociales, del impacto de acontecimientos que impactan en las estructuras socioeconómicas, en la realidad histórica de la nación, y que con frecuencia, no son percibidos o visualizados, hasta que los resultados de unos comicios presidenciales o congresionales, los llevan del nivel latente o sumergido al manifiesto  o a la superficie, y los hace visibles. En este sentido, adquiere pertinencia la concepción sobre los ciclos históricos, aplicable tanto a la comprensión de procesos electorales como de relevo de proyectos de nación.

Según es conocido, la teoría de los ciclos más difundida es la de Arthur M. Schlesinger, Jr., perteneciente a la escuela de los intelectuales liberales progresistas, quién en 1980 expuso una interesante reflexión sobre el desarrollo de la historia norteamericana, considerando que existía una oscilación política entre períodos de preocupación por los intereses de la minoría y períodos de preocupación por los derechos de las mayorías, entre eras de quietud y de rápido movimiento; entre el énfasis por el bienestar social y el de la propiedad, entre el liberalismo y el conservadurismo.

Con frecuencia, se ha apelado a esa concepción, a la hora de interpretar los cambios en la historia norteamericana, como está sucediendo hoy, tanto en la prensa como en el análisis político (Schlesinger Jr., 1966).

Schlesinger definía los ciclos como un constante cambio en el compromiso nacional, entre los propósitos de interés público y el interés privado. Cada ciclo –decía– tenía su explicación y su lógica en los elementos de carácter interno que conforman a todo país, y es muy difícil que fuesen determinados por causas externas. Afirmaba que existe un patrón cíclico que engendra sus propias contradicciones y que está en constante cambio. Por ejemplo, las acciones de interés público en sus esfuerzos por mejorar las condiciones de los ciudadanos, producen el descontento de los sectores que se ven afectados por estas actividades, además de que toda forma de innovación comienza por chocar con la estructura política que no puede asimilar el cambio de forma inmediata.

La búsqueda del interés privado, entonces, es visto como el medio de salvación social. Es entonces cuando se dan épocas de privatización, de materialismo, de hedonismo y de una supeditación a la persecución de gratificaciones personales. En ellos, de acuerdo con  Schlesinger, las clases y los intereses políticos decaen, y formas político-culturales como etnicidad, religión, estatus social, moralidad, sobresalen.

Para dicho autor, se trata de tiempos de preparación, porque las épocas de interés privado engendran sus propias contradicciones. Tales períodos son caracterizados por tendencias ocultas de descontento, criticismo, fermentación y protesta por parte de los grandes sectores de la población, que son rezagados por la dinámica de la actividad político-social. Los ciclos son concebidos como fluctuaciones o ritmos en el curso de las políticas de un país que van de un período de intensa actividad y participación política, de cambios y reformas en las que predomina una orientación hacia el interés público con tendencias democratizadoras, después de lo cual vienen épocas de relajamiento o estancamiento de estas actividades, para dar paso a una creciente privatización del ámbito sociopolítico. Estas tendencias pueden ser prefiguradas; pero no se pueden controlar y dar forma a las cosas por venir, porque los ciclos no son el resultado de la oscilación de un péndulo entre puntos fijos fuera de una espiral. Según Schlesinger, ambas tendencias –la del interés público y la del interés privado–, no representan una amenaza para el sistema capitalista. Su lucha está determinada siempre en los marcos del sistema y por ello, su acción aporta legitimidad a una fórmula tan contradictoria como la que une democracia y capitalismo.

Desde que la escena europea se vio sacudida por las revoluciones burguesas hacia finales del siglo XVIII, pero sobre todo en el marco de la transición histórica del capitalismo hacia la fase imperialista, fraguada en el entorno norteamericano en las postrimerías del XIX, las búsquedas ideológicas que reclamaban interpretaciones de los cambios internacionales conducen a las teorías sociales por diferentes derroteros,  tanto en el terreno de la filosofía de la historia como en el de la sociología, la ciencia política, la antropología cultural y la historiografía. En ese contexto, el dinamismo que acompañaba la consolidación de la sociedad capitalista llevaría consigo la interacción entre disímiles propuestas, que procuraban justificar tanto los procesos de cambio como  la legitimidad del mantenimiento del orden establecido. La alternancia de paradigmas como el positivista, el comprensivista o hermenéutico y el marxista refleja mucho más que una confrontación de ideas científicas, empeñadas en explicar el desarrollo social, constituyendo un espacio de la lucha de clases, donde se enfrentan esfuerzos por preservar o por subvertir un sistema. Entre ellos, junto a las argumentaciones evolucionistas del positivismo de Augusto Comte y de Emile Durkheim, las tipologías ideales de Max Weber y las interpretaciones dialéctico-materialistas de Kart Marx sobre el progreso social, se distinguían también las concepciones sobre los ciclos históricos, que desde Nikolai Danilevski hasta Oswald Spengler y Arnold Toynbee arriban al siglo XX, estableciendo patrones que trataban de dar cuenta de las conmociones de alcance universal que –como la primera guerra mundial y la revolución rusa–, simbolizan el cambio de época histórica que tendría lugar entonces, con el conocido paso de la modernidad a la contemporaneidad (Lara Velado, 1963, y Kennedy, 1987).

Schlesinger considera que los cambios de ciclo se producen, aproximadamente, cada treinta años. Así, divide la historia norteamericana del siglo XX en tres ciclos. Los dos primeros ciclos siguen el mismo patrón, cada uno de los cuales comienza con dos agitadas décadas: el primero de ellos inicia con la llamada Progressive Era, en 1901, con Theodor Roosevelt y culmina durante la Administración de Woodrow Wilson. Y el segundo, en 1933, con Franklin D. Roosevelt, y se extiende hasta principios de los años de 1960, terminando con el de Dwight Eisenhower. Fueron épocas de acción pública, pasión, idealismo y reformas, sucedidas por décadas de gobiernos republicanos conservadores en 1920 y 1950, y se caracterizaron por su materialismo y hedonismo, que antepuso la búsqueda de la autorrealización. El tercer ciclo comenzó, en su opinión, con un período liberal empecinado en la realización de grandes propósitos; y se extendía dese la llegada de John F. Kennedy al poder, en 1961, hasta principios de los años de 1970, con Richard Nixon, quien, tal vez a su pesar, contribuyó a medidas de interés público. Le siguió la era de la restauración conservadora, que floreció en la década de 1980 con Reagan,  en la que el péndulo osciló nuevamente hacia el interés privado.

Siguiendo la lógica de los ciclos, Schlesinger esperaba que para finales del decenio de 1990 y comienzos del siglo XXI cambiaría la dirección del sentir nacional hacia la realización de propósitos públicos y llegarían reformas como las ocurridas en los mandatos de Roosevelt o Kennedy. Sin embargo, el irregular proceso electoral de 2000, como se sabe, no condujo a una Administración demócrata ni a un nuevo ciclo. La decisión de la Corte Suprema, primero, de designar a W. Bush como Presidente, y después, el impacto de los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001, confluyeron en tal desajuste de tendencias que la eventualidad de un cambio de ciclo quedó clausurada o pospuesta.

El enfoque de Schlesinger resulta forzado en no pocos momentos, y está limitado, como todas las concepciones cíclicas, por el principio del mecanicismo evolucionista, la concepción idealista y el sentido de linealidad histórica, si bien es un referente útil, al llamar la atención sobre la necesidad de profundizar en la comprensión de las contradicciones, del cambio, de lo nuevo y lo viejo, y buscar regularidades.

El movimiento de la sociedad norteamericana ha sido y sigue siendo un estimulante proceso para el análisis. Sobre todo en circunstancias como las de las elecciones de  2016, que parecen apuntar más allá de simples relevos de la figura y el partido que ocupan la Casa Blanca. ¿Se inaugurará, con Trump, un nuevo ciclo histórico en los Estados Unidos, es decir, una tendencia de largo plazo o se tratará de un giro coyuntural de menor alcance, asociado solamente, una vez más, al cambio de guardia que lleva consigo el resultado de un proceso electoral? Es muy prematuro pretender respuestas. Lo que sí parece seguro es que en ese país, el liberalismo no ha fracasado como propuesta ideológica que ha sostenido al proyecto nacional, sino que se ha agotado, y esta diferencia es sustancial. Lo que fracasa, puede tener éxito bajo condiciones diferentes, lo que se agota, no. Desde esta perspectiva, los ajustes que conduzcan al nuevo proyecto de nación serán los de un enfoque conservador, de modo que Trump podría propiciar su redefinición y quizás culminar la larga transición que está teniendo desde hace cerca de cuarenta años. De proseguir y consolidarse las tendencias que se han venido afirmando y acumulando, como las mencionadas al inicio –la involución democrática, el fin del mito de los Estados Unidos como paradigma del liberalismo, la crisis de los partidos y de los partidos tradicionales, la revitalización del populismo el nativismo, la xenofobia y la derecha radical– se estaría comprobando la hipótesis de trabajo que originó estas notas. Los tiempos, están cambiando. ¿Estará configurándose en ese eventual caso, un nuevo ciclo histórico?. ¿Se estará gestando un nuevo proyecto de nación? Responder a estas interrogantes sería aún prematuro. Para ello deberá haber transcurrido, cuando menos, el período de gobierno (o el primero) de Trump.

La coyuntura electoral de 2016: ¿nuevo ciclo o nuevo proyecto de nación?

El desarrollo del proceso electoral de 2016 en los Estados Unidos y sus resultados  pusieron de manifiesto con perfiles más acentuados la crisis que vive el país desde la década de 1980 y que se ha hecho visible de modo sostenido, con ciertas pausas, más allá de las coyunturas electorales. La pugna política entre demócratas y republicanos, así como las divisiones ideológicas internas dentro de ambos partidos, junto a la búsqueda de un nuevo rumbo o  proyecto de nación, definió la campaña presidencial, profundizando la transición inconclusa en los patrones tradicionales que hasta la  Revolución Conservadora caracterizaban el imaginario, la cultura y el mainstream político-ideológico de la sociedad norteamericana (Nye, 2002, Micklethwait y Wooldridge, 2007, Kagan, 2008, Fukuyama, 2006, Frank, 2008).

En el marco de la citada Revolución Conservadora se resquebrajó la imagen mundial que ofrecían los Estados Unidos como sociedad en la que el liberalismo se expresaba de manera ejemplar, emblemática, al ganar creciente presencia el movimiento conservador que se articuló como reacción ante las diversas crisis que se manifestaron desde mediados de la década precedente, y que respaldó la campaña presidencial de Ronald Reagan, como candidato republicano victorioso. Con ello, como ya se señaló, se evidenciaba el agotamiento del proyecto nacional que en la sociedad norteamericana se había establecido desde los tiempos del New Deal, y concluía el predominio del liberalismo.

Así, el conservadurismo aparecería como una opción que, para no pocos autores, constituía una especie de sorpresa, al considerarle como una ruptura del mainstream cultural, signado por el pensamiento y la tradición política liberal. En la medida en que el país era concebido en términos de los mitos fundacionales que acompañaron la formación de la nación, y percibido como la cuna y como modelo del liberalismo, el hecho de que se registrara su quiebra era un hecho sin precedentes en la historia norteamericana. La acumulación de frustraciones que desde los años de 1960 estremecieron al país, con la conjugación del auge del movimiento por los derechos civiles, el nacionalismo negro, la contracultura, el fenómeno hippie, las drogas, la canción protesta y el sentimiento antibelicista, junto al cuestionamiento de la eficiencia de los gobiernos demócratas y de las políticas liberales para proteger la fortaleza económica, política y moral del imperio, conducen a finales de la década de 1970 a la búsqueda de alternativas que pudiesen superar las sensaciones de desencanto o decepción asociadas a las debilidades atribuidas a la Administración Carter,  y devolverle tanto a la opinión pública, a la sociedad civil y a los círculos gubernamentales, la habitual autoestima nacional.

Las expectativas que se crearon desde los comicios de 2008 y de 2012, cuando Obama se proyectaba como candidato demócrata, esgrimiendo primero la consigna del cambio (change) y luego la de seguir adelante (go forward), formulando  las promesas que en su mayoría no cumplió, son expresión de lo anterior, a partir de la frustración que provocara la falta de correspondencia entre su retórica y su real desempeño en su doble período de gobierno, junto a otros acontecimientos traumáticos que conllevaron afectaciones en la credibilidad y confianza popular, como las impactantes filtraciones de más de 250 mil documentos del Departamento de Estado a través de Wikileaks.  Ese contrapunto reflejaba tanto las esperanzas como las desilusiones de una sociedad que, desde el punto de vista objetivo  se ha venido alejando cada vez más del legado de la Revolución de Independencia y de ideario de los “padres fundadores”, en la medida en que valores como la democracia, la libertad, el anhelo de paz y la igualdad de oportunidades se desdibujan de manera casi constante y creciente; pero que en el orden subjetivo es moldeable, influenciable por las coyunturas políticas, como las electorales, y sus manipulaciones.

De hecho, si bien las proyecciones político-ideológicas de Obama desde sus campañas presidenciales en 2008 y 2012 sugerían un retorno liberal, en la práctica su desempeño nunca cristalizó en un renacimiento del proyecto liberal tradicional, el cual también parece estar agotado o haber perdido funcionalidad cultural (McQueen, 2016 y Fukuyama, 2016). Con Obama se abrieron espacio concepciones de un conservadurismo pragmático, donde se ponían de manifiesto enfoques neoconservadores junto a otros, de la derecha moderada tradicional.

La cartografía electoral de 2016 en los Estados Unidos fue el fruto de un cambio significativo producido por el ascenso de una confluencia ideológica de conservadurismo, extremismo de derecha radical y de populismo. Ese proceso ideológico impactó el sentido y contenido de la campaña electoral. Lo que se conoce como la videopolítica, o la tecnopolítica, se enfocaron en las emociones, subyugando así la mercadotecnia electoral, que tradicionalmente se orientaba por el rational y el public choice. Trump marcó esta tendencia, en buena medida, a partir del empleo de una campaña de contraste, que atrajo y polarizó la agenda de su adversaria –Clinton–  hacia el discurso de Trump, aúnque él contó con relativamente menores recursos financieros publicitarios. Así, los resultados electorales produjeron un complejo mapa cuyo trasfondo no dependió de las tradicionales variables socioeconómicas referentes a tendencias generales del salario, del empleo, de la educación, de la salud. La sociología electoral, tan funcional en los estudios sobre procesos eleccionarios en los Estados Unidos, no es capaz de registrar el impacto incierto y volátil de la crisis global y sistémica en torno al debate sobre la desigualdad social: ¿cómo medir el fanatismo, el enojo de las personas que perdieron su casa y su empleo, el empobrecimiento y deterioro de la clase media transformados en desconfianza o desapego del sistema político?. Junto con la desafección política expresada en el tradicional abstencionismo y el desencanto frente a ambos candidatos presidenciales, de electores que no creyeron en el voto útil por “el menos peor”, habría que buscar la explicación en la incapacidad del sistema político para procesar el desacuerdo, en la creación de una cultura política sobre el populismo de origen puritano, “nativista”, que hizo creer en Trump como portador de soluciones para un electorado focalizado estratégicamente desde una matriz interna de la colonialidad del poder. Racismo, machismo patriarcal, caudillismo de corte mesiánico. La salvación de unos frente a la discriminación y exclusión de otros (Preciado Coronado, 2016).

Los Estados Unidos han dejado de ser hace tiempo el país que los norteamericanos creen que es, o dicen que es. Las contradicciones en que ha vivido y vive hoy, en términos ideológicos y partidistas no pueden ya ser sostenidas ni expresadas por la simple retórica. Escapan a la manipulación discursiva tradicional –mediática, gubernamental, política–, y colocan al sistema  ante dilemas que los partidos, con sus rivalidades, no están en capacidad de enfrentar, y que no llegan a cristalizar en un nuevo consenso nacional, en un nuevo proyecto de nación, ni parecieran conducir a la apertura o nacimiento de un nuevo ciclo histórico. Sobre estas bases, se dispone de hipótesis de trabajo que requieren de comprobación por parte de la ciencia política y la sociología. Aquí radican tareas pendientes para la investigación sobre los retos que en el plano ideológico y sociopolítico debe enfrentar Donald Trump.

¿Qué prohibió Trump con Cuba?

tomado del Blog: Fanal Cubano

Sergio Alejandro Gómez*

Si el escritor Ernest Hemingway viviera, el presidente Donald Trump le prohibiría tomarse un daiquirí en el hotel Ambos Mundo de La Habana.
A partir de este jueves, los estadounidenses que visiten Cuba no podrán hospedarse en determinados hoteles, consumir algunos productos o visitar ciertos establecimientos vinculados con empresas bajo gestión del sector militar de la isla.

El departamento del Tesoro y del Gobierno publicaron las nuevas regulaciones que ejecutan el memorando presidencial anunciado por Trump en la ciudad de Miami en junio, cuando se reunió con el sector más radical de la comunidad cubanoamericana.
El Departamento de Estado publicó una lista con todos los organismos sujetos a sanciones y asegura que la mantendrá actualizada.
Entre las entidades vetadas se encuentran CIMEX y GAESA, corporaciones que manejan desde tiendas minoristas y navieras hasta alquileres de carros y joyerías.
Además del Ambos Mundos, otros hoteles icónicos como el Telégrafo (Habaguanex) y el recién inaugurado Manzana Kempinski (Gaviota) también quedan prohibidos para los estadounidenses.
Las nuevas regulaciones afectan de igual manera a más de un centenar de hoteles, tiendas y marinas en La Habana, Santiago de Cuba, Varadero, Pinar del Río, Baracoa, Holguín y los cayos de Villa Clara.
Los estadounidenses deberán diferenciar ahora entre el Ron Varadero (sujeto a sanciones) y el Havana Club (permitido hasta el momento), a riesgo de violar las leyes de su país.
Aparentemente, tomar refrescos de la marca de Tropicola sería un riesgo, mientras consumir TuKola, mucho más popular, no tendría consecuencias.
“Trump no restringirá la clase de armas de asalto que los estadounidenses pueden comprar, pero si les dirá el tipo de refresco que pueden comprar en Cuba”, dijo en su cuenta de Twitter Ben Rhodes, asesor del presidente Barack Obama y uno de los artífices del deshielo de su administración con Cuba.

NUEVAS RESTRICCIONES A LOS VIAJES

En la misma línea del memorando de Trump, las regulaciones hacen más difícil los viajes de los estadounidenses a Cuba, pero no los prohíben del todo.
Aún se mantienen más de una decena de categorías por las cuales los norteamericanos pueden visitar la isla.
“Los estadounidenses pueden estar seguros de que todavía es completamente legal visitar Cuba”, dijo en un comunicado Collin Laverty, presidente de Cuba Educational Travel, uno de los grupos que se dedica a organizar viajes entre los dos países.
“Los vuelos comerciales, cruceros, hoteles Marriot, Airbnb y los turoperadores continúan operando como de costumbre y toma solo unos minutos asegurar que su viaje a la isla es legal”, añadió Laverty.
Sin embargo, Trump cerró la la principal vía de entrada que estaban utilizando cientos de miles de estadounidenses desde que Obama flexibilizara los permisos de viaje: los intercambios pueblo a pueblo de manera individual.
Las nuevas regulaciones obligan a que todos los viajes en esa categoría se lleven a cabo bajo los auspicios de una organización que esté sujeta a la jurisdicción de Estados Unidos.
Asimismo, los viajeros deberán estar acompañados por una persona sujeta a la jurisdicción estadounidense que sea representante de la organización patrocinadora.
No queda claro cómo se verificará el cumplimiento de regulaciones tan confusas ni el nivel de recursos que deberán invertir Washington para lograrlo.
Pero es seguro que las medidas tendrán un impacto directo en los alquileres y paladares privados que habían visto subir la demanda de sus servicios por una avalancha de visitantes estadounidenses con mayor poder adquisitivo que los turistas tradicionales de la isla.

SERÁ AÚN MÁS DIFÍCIL HACER NEGOCIOS

Los años de deshielo entre Cuba y Estados Unidos durante el gobierno de Barack Obama terminaron sin que se lograran concretar negocios de calado entre los dos países.
Más allá del restablecimiento de los vuelos directos, el contrato con Sheraton para gestionar dos hoteles en La Habana y la llegada de Airbnb, la lista emprendimientos entre los dos países es corta.
A pesar de la voluntad manifestada por ambas partes, la permanencia del grueso de las leyes del bloqueo, la desconfianza del empresariado estadounidense y las características de la gestión de la economía cubana hicieron muy difícil que se dieran pasos más abarcadores.
Ahora Trump pretende hacer las cosas aún más difíciles para quienes todavía buscan abrirse una brecha.
Las delegaciones comerciales de estadounidenses a Cuba tenían como punto obligado la Zona Especial de Desarrollo Mariel, un puerto cercano a la capital donde la isla concentra sus esperanzas de inversión extranjera y producción de bienes con mayor valor agregado.
Varios puertos de Estados Unidos firmaron convenios de entendimiento con el de Mariel con vistas al mercado caribeño una vez concretados los planes de infraestructura cubanos.
Pero el departamento de Estado incluyó tanto a la Terminal de Contenedores de Mariel, S.A. (Puerto) como a la Zona Especial de Desarrollo Mariel (ZEDM) en su lista de entidades sancionadas.
En ese sentido, el Consejo Nacional de Comercio Exterior (NFTC) de Estados Unidos consideró contraproducentes las restricciones de la administración Trump.
A través de un comunicado, el vicepresidente del NFTC, Jake Colvin, manifestó que restringir a las compañías de la participación en la Zona Especial de Desarrollo Mariel impide que los estadounidenses tomen parte en una actividad económica potencialmente beneficiosa para los trabajadores y el pueblo cubano.
“Cualquiera que conozca cómo funciona la economía cubana sabe que esas regulaciones adicionales para las compañías estadounidenses solo harán más difícil negociar con Cuba”, opinó por su parte James Williams, presidente de la coalición Engage Cuba, que se dedica a cabildear en Washington a favor del fin del bloqueo.
“Las nuevas sanciones podrían costar miles de millones a la economía estadounidense y afectar miles de puestos de trabajo”, añadió Williams.
Sin embargo, las medidas de Trump dan algunas garantías para los acuerdos ya firmados, incluso con empresas que ahora aparecen en la lista de sanciones. Ese sería el caso de Marriot y su filial Sheraton, que se hicieron con la gestión de los hoteles Quinta Avenida e Inglaterra, propiedad de Gaviota, una de las empresas públicas gestionadas por las Fuerzas Armadas de Cuba.
El impacto concreto de las nuevas regulaciones se desconoce, pues las empresas bajo sanciones tienen presencia en casi todos los niveles de la economía cubana, incluido el sector privado que Washington ve con buenos ojos. (Tomado de Diario del deshielo, blog del autor)