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UN DÍA ANTES DEL HISTÓRICO ALZAMIENTO DE LA DEMAJAGUA SE DISPARARON LOS PRIMEROS PROYECTILES POR LA INDEPENDENCIA NACIONAL, HECHO POCO CONOCIDO EN EL PAÍS. ESAS BALAS  NO RESTAN GLORIA A CÉSPEDES PORQUE ÉL NO ESTUVO AJENO A LOS SUCESOS

No porque nademos un día y otro día en la Historia conocemos toda la corriente arrolladora de sus aguas. Muchos hoy, por ejemplo, saltan sorprendidos al enterarse de que el 9 de octubre de 1868, horas antes de comenzar “oficialmente” la guerra contra la metrópoli española, se dispararon las primeras balas por la independencia.

Es entendible: fue tan grandioso lo acaecido en La Demajagua y tan luminosa la figura de su protagonista principal –Carlos Manuel de Céspedes- que eso ha opacado muchos de los detalles previos a la inolvidable jornada del 10 de octubre.

Pero a tales hechos, aparentemente menores, no podemos vestirlos con las ropas de la  indiferencia. Merecen siempre una mínima mención, sobre todo porque sus personajes centrales tuvieron estrecha relación con el Padre de la Patria. Pedro María de Céspedes, por ejemplo, era hermano del Iniciador y fue precisamente quien encabezó lo que algunos historiadores consideran el primer alzamiento, el 9 de octubre de aquel año vertiginoso.Este patriota reunió a centenares de hombres en las proximidades de la hacienda Caridad de Macaca y al mediodía de esa fecha atacó con modestas armas la pequeña guarnición de Vicana; después se apoderó del poblado.

El acontecimiento sirvió incluso de pretexto para que en 1975 la destacada investigadora Adolfina Cossío publicara su folleto El alzamiento del 9 de octubre de 1868 en Macacas, en el cual se abordan pormenores de estas acciones.

Otros expedientes relacionados con el referido levantamiento se encuentran en el archivo de Segovia, España, recinto donde aparecen plasmados con tinta algunos interrogatorios a independentistas hechos prisioneros por aquellas fechas.

A pesar de esas pruebas documentales el acto de Pedro María (autor de la frase “¿Y para qué esperar a mañana?” ha quedado un tanto enganchado en el olvido.

La historiografía nacional debería en estos tiempos ahondar más en su figura y en las de otros complotados que ese 9 de octubre demostraron apego a las ideas libertarias.

OTRAS INSURRECCIONES

La chispa del hermano de Carlos Manuel no resultó la única antes del gran fuego del 10 de octubre.

Los estudiosos del tema señalan otros tres alzamientos en esta región en vísperas del grito independentista: en Guá, Portillo y Jibacoa. Los jefes respectivos de estos movimientos fueron Manuel de Jesús Titá Calvar –con unos 150 hombres-, Manuel Codina Polanco (quien lideró similar cantidad de efectivos) y el dominicano Luis Marcano Álvarez, al frente de 300 sublevados.

Un quinto levantamiento se produjo en la zona desde El Caño hasta Guatívere, encabezado por Ángel Maestre y Juan Fernández Ruz.

Algunos también mencionan como insurreccionado el día 9 en San José de Blanquizal a Bartolomé Masó Márquez, quien reunió gran número de partidarios y hasta trató de capturar un correo del gobierno español que pasaba de Manzanillo a Bayamo.

Estos levantamientos, a diferencia del de Macaca, no llevaron a acciones bélicas y estuvieron marcados por el reclutamiento de hombres y el acopio de armas caseras o de cualquier otro tipo.

La gran pregunta de los neófitos es: ¿Actuaron esos jefes inmaduramente como caudillos en alarde de bravura?

La masonería y nuestra historia de luchas (+ videos)

La respuesta, después de 150  años justos y apartando las complejidades y enredos de un proceso como este, es NO. Todos estaban a la sombra de las órdenes de Carlos Manuel de Céspedes, todos veían en él al líder natural más allá de nombramientos formales.

Él mismo, enterado de que la conspiración fraguada durante años había sido delatada, envió emisarios a estos lugares para que adelantaran los alzamientos, fijados entonces para el 14 de octubre. Tal vez alguno de los implicados en la revuelta no entendió bien los mandatos del bayamés y agitado por las circunstancias se adelantó un poco a los acontecimientos.

Aunque una prueba irrefutable del respeto hacia el Padre de la Patria es la presencia de Titá Calvar, Masó, Maestre y Fernández Ruz en La Demajagua ese día 9. Ellos estuvieron cerca del Héroe de San Lorenzo a la hora magnánima de la proclama independentista en el siguiente amanecer.

Las palabras de Ángel Maestre despejan cualquier duda sobre la jerarquía del jefe: “A las dos de la tarde (del 9 de octubre) recibimos un expreso de Céspedes para que nos concentráramos en La Demajagua, y seguidamente hicimos rumbo hacia ese punto…”.

LOS AGENTES Y LA BANDERA

Hay otros asuntos relacionados con la fecha inaugural de las luchas cubanas que no han sido muy divulgados. Pocos saben, por ejemplo, que Carlos Manuel había infiltrado previsoramente agentes dentro de las filas españolas.

Estos se nombraban Pedro Nuño de Gonzalo y Hernández y Germán González de las Peñas; el primero era teniente y el segundo comisario de policía en Manzanillo. Ambos eran masones como él.

Este factor influyó algo para que el abogado de Bayamo, inscripto en una lista negra junto a Perucho Figueredo, Francisco Vicente Aguilera y otros, no fuera apresado antes de irse a las armas.

Justamente en la noche del 9 de octubre, cuando ya los mandos hispanos sabían que se cocinaba algo grande en La Demajagua, Nuño, integrante de una patrulla nocturna pidió “autorización para explorar” y retornó diciendo que en el ingenio azucarero no había ni una lucecita.

Sin dudas, estos espías mantuvieron al tanto a Céspedes sobre los planes de los uniformados de Manzanillo, mandados por el comandante Fernández de la Reguera, quien fue bastante cauteloso y no tuvo valor para apresar al Libertador cubano.

Otro detalle sin la amplificación necesaria ha sido el de la confección de la bandera. La diseñó Céspedes a lápiz y la bordó su amante Candelaria Acosta (Cambula), una bella joven que llegó a donar su vestido azul celeste con tal de aportar un trozo de tela para el estandarte.

La enseña de Céspedes, pabellón insurrecto hasta Guáimaro, medía un metro y 36 centímetros de largo y un metro y 25 centímetros de ancho, quedó casi cuadrada, tenía tres colores: rojo, blanco y azul.

Fue terminada apresuradamente el mismo 10 de octubre con telas de la misma casa pues cuando Céspedes mandó un hombre a Manzanillo a buscar la materia prima este retornó con una noticia inquietante: la población está en máxima alerta.

Ese estandarte cespediano no ha dejado de flotar vigoroso en Bayamo o Manzanillo.

LA GLORIA DE LOS SEGUIDORES

La estatura de aquellos seguidores de Céspedes creció después de La Demajagua. Todos murieron adheridos a la almohada espumosa de la independencia.

Pedro María de Céspedes, nacido en 1825, alcanzó los grados de general de brigada y fue fusilado en Santiago de Cuba tras ser capturado en la expedición revolucionaria del vapor Virginius en 1873.

Luis Marcano tuvo cuna en Baní el 29 de septiembre de 1831, llegó al grado de mayor general y al cargo de Segundo Jefe del Ejército Libertador. Cayó fulminado por un disparo a traición en mayo de 1870.

Manuel Codina, quien vio la luz en Manzanillo, fue también general de brigada, aunque después de la revisión de grados de Guáimaro quedó como coronel. Murió enfermo en Venezuela en un triste exilio.

Angel Maestre, otro manzanillero, conoció igualmente el generalato y apagó sus ojos en México en marzo de 1895, después de una vida de luchas.

Juan Fernández Ruz peleó en las tres guerras. Murió en 1896 en Jagüey Grande a una avanzada edad y con el grado militar máximo en los hombros.

Por último, Titá Calvar y Bartolomé Masó fueron grandes entre los grandes. Ambos llegaron al cargo supremo dentro de las filas independentistas: Presidente de la República en Armas. El primero, manzanillero, falleció en Cayo Hueso en 1895, a los 68 años.

Masó, nacido en 1830 en Yara, se codeó con las figuras más excelsas de nuestras luchas y murió en 1907 con un historial larguísimo.

Quiso el destino que estos dos patriotas tuvieran sus tumbas muy cercanas entre sí en la necrópolis de Manzanillo, próximas también a la de Francisco Javier de Céspedes, hermano del Iniciador, asistente a La Demajagua y coincidentemente Presidente de la República en Armas años después.

Desde ese lugar de eterno reposo siguen gritando por la independencia con el mismo vigor que lo hicieron no lejos de allí, un 10 de octubre, a la sombra del Padre Fundador.

La historia no nos ha de declarar culpables

por: Orlando Guevara Núñez

Tomado del Blog Ciudad sin Cerrojos

Con esas palabras concluyó José Martí un patriótico discurso, el 17 de febrero de 1892, en Hardman Hall, Nueva York, ante emigrados cubanos, luego de un recorrido por Tampa y Cayo Hueso. Por eso, esta pieza oratoria pasó a la historia como La oración de Tampa y Cayo Hueso.

El Apóstol cubano regresó profundamente conmovido por los resultados de la visita, sus encuentros con los emigrados de ambos lugares, la disposición de ellos para la lucha, sin distinción de edades, color, antecedentes de lucha e incluso posición social.

Esa acogida le hizo expresar su convicción de que la patria cubana poseía todas las virtudes para la conquista y mantenimiento de su libertad. El amor de los emigrados por su tierra y, la dignidad entre ellos, alimentaron en mucho la decisión de lucha de Martí. Lo que reafirmó en él la esperanza de que pudiera en Cuba vivir feliz el hombre, no enfrentados unos a otros.

¡Y no sé si vale la pena de vivir, después de que el país donde se nació

decida darse un amo!. Así lo proclamó en su discurso. En la misma ocasión dijo también que ¡Solo el cobarde se prefiere a su pueblo; y el que lo ama, se le somete!

Allí escucharon los presentes otras definitorias palabras de José Martí, como ´éstas:” ¡Para canijos, la enfermería! ¡Y si se ha de sacrificar el desamor honroso de la ostentación pública, se le sacrifica, que la vida vale más y se la sacrifica también! ¡Póngase el hombre de alfombra de su pueblo!

¡Yo amo con pasión la dignidad humana”. Y calificó de crimen cada día que se tardase en estar todos juntos en su tierra. Habla sobre la unidad, sobre las escenas de patriotismo que vio en la gente de Tampa y Cayo Hueso. Afirma que al volver los ojos cuando su partida, vio un pueblo sembrado de antorchas, detrás de la bandera única de la patria.

Confesó que durante su larga vida de labores difíciles, ningún encuentro, como aquellos, había movido tanto su alma a la reverencia y la ternura.

Planteó, refiriéndose a la unidad, la satisfacción de ver a aquella juventud, “vaciarse unos en otros, como los metales afines que van ligando la joya en el crisol”. ¡El trabajo, ése es el pie del libro! Exclamó al mencionar la presencia de la cultura en los encuentros.

Tan grata impresión tuvo sobre el espíritu unitario, que exteriorizó la idea de que ¡Otros hablen de castas y de odios, que yo no oí en aquellos talleres sino la elocuencia que funda los pueblos, y enciende y mejora las almas, y escala las alturas y rellena los fosos, y adorna las academias y los parlamentos!

Otro pensamiento martiano conocido afloró en aquel discurso:”Los pueblos, como los volcanes, se labran en la sombra, donde solo ciertos ojos los ven. Hasta que brotan-agregó- hechos, coronados de fuego y con los flancos jadeantes y arrastran a la cumbre a los disertos y apacibles de este mundo, que niegan todo lo que no desean, y no saben del volcán hasta que no lo tienen encima.!Lo mejor es estar en las entrañas y subir con él!

Reiteró la necesidad de prepararse para la guerra, ordenando los elementos para la victoria. Rememorando el recorrido por Tampa y Cayo Hueso, afirmó: “Otros amen la ira y la tiranía. El cubano es capaz del amor, que hace perdurable la libertad” Otro bello y útil pensamiento: “Quien crea, ama al que crea: y solo desdeña a los demás quien en el conocimiento de sí, haya razón para desdeñarse a sí propio”

Cerrando su encendido discurso, afirma que esas citas, ese arranque brioso de las virtudes más difíciles, que hacen apetecible y envidiable el nombre de cubano, dicen que hemos juntado a tiempo nuestras fuerzas, que en Tampa aletea el águila, y en Cayo Hueso brilla el sol, y en New York da luz la nieve. Y que la historia no nos ha de declarar culpables.

La enseña que ondeó cuando Cuba amanecía

 

Tomado del blog

 

La enseña que ondeó cuando Cuba amanecía

Bandera de La Demajagua (Ilustracion de la época).

Por Argelio Santiesteban

Anochece el 9 de octubre de 1868, en el suroriente cubano.

Cambula se inclina, desesperada, sobre aquellos pedazos de tela variopinta, con procedencia múltiple: un pedazo de mosquitero rojo, la tela blanca de uno de sus corpiños, cierto fragmento de su vestido azul.

La muchacha, mestiza de 17 años, está trabajando contra reloj.

Ella —quien después iba a admitir que estaba lejos de ser una experta costurera— se mueve compelida por dos resortes: su pasión por la tierra querida y el amor frenético por Carlos.

Ah, Carlos. El acaudalado bayamés que regía uno de los más modernos ingenios azucareros del país. El brillante abogado. El polígloto. El finísimo poeta. El excelente jinete e infalible tirador. El periodista, que inauguró en su país la crónica ajedrecística. El líder masónico. El siempre arrebatado por los asuntos patrios.

Lo demás… bueno, lo demás es historia archiconocida.

Aquel coloso, en su ingenio azucarero, da la clarinada inaugural. (A la cual nuestros compatriotas le pagarían con ingratitudes mil, hasta propiciar su muerte desamparada, revólver en mano contra las tropas coloniales, en San Lorenzo).

PERO… VOLVAMOS A CAMBULA

Candelaria Acosta Fontaigne, Cambula (Veguitas, 2 de febrero de 1851-23 de mayo de 1932), ha sido la artífice de una bandera —¡qué bandera!— de 126 centímetros de ancho por 130 de largo.

Y quedarían dos vástagos, engendrados en el vientre de aquellos amores de El Padre y Cambula.

En 1871 Carlos Manuel, enviándola hacia Jamaica, pone a resguardo a Cambula. Y también traslada hacia el extranjero a su enseña, previniendo que caiga en manos enemigas.

Candelaria regresaría a Cuba después de la guerra, en 1881, con sus dos hijitos. Aquí ella y los pequeñuelos, hijos de Carlos Manuel, pasarían miserias sin fin.

Estalla la Guerra del 95. Y Cambula, emulando a Mariana, a su hijo varón —quien vivió hasta 1966— le dice: “Parece mentira que tú, siendo hijo de Carlos Manuel de Céspedes, un hombre tan patriota, estés todavía aquí”. Y el muchacho se suma al mambisado.

Yo sospecho que en el momento de su muerte —23 de mayo de 1932— Cambula estuvo recordando cuando, con varios trozos de tela, construía un símbolo imperecedero.

Y también recordando a Carlos Manuel Perfecto del Carmen de Céspedes y López del Castillo, quien alguna vez escribió: “Hoy hace un año que no veo a Cambula ni a mi hijita. En todo este tiempo me he hallado solo…”.

 

De la épica y sus tantos rostros

Tomado del blog De Lupas y Catalejos

La historia no está hecha solo de grandes mujeres y hombres, sino también de quienes alumbran como fuego en la cotidianidad…

De mi abuelo heredé un libro grande y muy pesado. Ahora, si miro atrás, creo que con ese texto sobre las piernas debo haberme parecido a Nené Traviesa en aquella ilustración sobria y maravillosa de La Edad de Oro.

El volumen resumía en fotos la historia de Cuba y yo lo hojeaba despacio, muchas veces. Ahí vi por vez primera la sangre escaleras abajo en Humboldt 7 y entendí que la libertad no era barata.

Página por página descubrí que lo que somos hoy tiene unas raíces fuertes y hondas en el ayer de muchas personas, gente que amó, que sufrió, que no actuó sabiendo que su huella se perpetuaría, gente común afincada en su tiempo.

Porque la historia, al contrario de lo que casi siempre predicamos, no está hecha solo de las grandes mujeres y hombres y de sus luchas y esperanzas, sino también de quienes alumbran como fuegos en la cotidianidad y echan a andar un país desde el anonimato de la existencia individual.

Por eso Cuba puede preciarse de su pequeñez iluminada: no solo tiene al poeta apóstol José Martí, al enamorado Agramonte, al enfebrecido (de pulmones y revolución) Villena, al cubano Che, al Camilo hondo, a la fuerte Celia, al futurista Fidel… Acoge la isla a millones de cubanos y cubanas hechos a la medida de la épica, sabedores de que hay algo más grande que ellos mismos que se llama nación y vale todos los sacrificios… y por sus desprendimientos van sembrando episodios que forjan una historia colectiva y hermosa, la que a fin de cuentas nos pone cada día en el sentimiento y el respeto del mundo.

Cuando Cubahora invitó en su foro ¿Qué memorias de la historia cubana te conmueven? a completar el rompecabezas de la memoria colectiva, las respuestas fueron desde la cumbre hasta la batalla de todos los días.

Así se entremezclaron el fin de la guerra hispano-cubano-norteamericana con el asalto al Cuartel Moncada, “las huellas que dejaron los proyectiles en las paredes y ver en lo que se ha convertido”.

Desde la consternación y la negativa al olvido (una forma de aniquilar la historia que tiene muchos adeptos) se mencionó el fusilamiento de los estudiantes de Medicina, la tortura y el asesinato de Abel Santamaría, la operación Peter Pan, el bombardeo al aeropuerto de Ciudad Libertad.

Porque el heroísmo también nos signa, se escribió de la primera carga al machete, de la Protesta de Baraguá, de Girón y de la Crisis de Octubre.

A Fidel, guía de las seguridades y de la dignidad, el de Cinco Palmas, el ciclón Flora, la batalla por Elián, se refirieron varios usuarios, y no podía ser de otro modo porque todo lo relacionado con él “es conmovedor, está lleno de sentimientos muy puros”.

Sobre la resistencia del pueblo cubano en los convulsos años 60, y durante el Periodo Especial, cuando intentaron rendirlo por hambre, también opinó un lector, en un tributo merecido a todos los que, al decir de otra lectora, aportan “un granito en este libro grande”.

Las disquisiciones filosóficas sobre el fin de la historia dejaron de estar de moda, pero a muchos poderes les convienen los desmemoriados. Del recuerdo viene el compromiso, de la historia se aprenden, además de los caminos, los errores sobre los cuales no vale volver.

La historia no solo nos conmueve, también, y sobre todo, nos mueve.

La entrevista que nunca se publicó

tomado de Segunda Cita

Por Lillian Lechuga

Recién llegada a Bohemia, mi primer trabajo como periodista entre el 69 y el 70, recibí una de las primeras tareas que me encomendó el entonces director, Enrique de la Osa: nada menos que la de entrevistar a Raúl Roa García, a la sazón ministro de Relaciones Exteriores, llamado Canciller de la Dignidad por sus valientes enfrentamientos con los enemigos de Cuba. Fue igualmente uno de los hombres de mayor erudición de nuestra Isla donde, además, son bien conocidas sus valientes posiciones frente a todos los gobiernos encabezados por astutos gobernantes marrulleros desde la generación del 30 hasta el triunfo revolucionario del 59.

El ministro me citó un domingo a las siete de la mañana. Me enfrenté muy nerviosa a aquel hombre “desordenado, brillante e inquieto” como lo llamara Pablo de la Torriente Brau, su hermano en la lucha y en la vida. 

La encomienda era la de conversar con él sobre la reciente publicación del libro Aventuras, venturas y desventuras de un mambí, dedicado a su abuelo Ramón Roa, coronel en la guerra del 68.

Antes de comenzar la conversación me preguntó sobre aquel objeto que yo había puesto sobre su buró. Cuando le contesté que se trataba de una grabadora, me ordenó que la sacara del despacho. Me quise morir. ¿Cómo iba yo a resolver aquel trabajo con las pocas anotaciones que pudiera tomar de su rápida y nerviosa conversación?

Estuve el fin de semana encerrada en mi casa tratando de cumplir con aquella difícil encomienda después del tiempo que me había dedicado Roa, dilucidando cómo podría interpretar en mis notas al menos algo de lo que aquel hombre tan culto e inquieto me hizo saber. 

Al llegar el lunes, satisfecha y nerviosa, al despacho del director de Bohemia sentí frustración y a la vez un gran alivio, cuando Enrique sin siquiera mirar mi trabajo. Me espetó: “Ah, no te preocupes que Loló de la Torriente, me envió una crónica inmediatamente que salió el libro a la luz y la publicaremos”.

Sobre Aventuras, venturas y desventuras de un mambí un siglo después

“Ramón Roa fue un mambí de pluma y machete. Nació rico, peleó por la independencia de Cuba y murió pobre. Era un hombre del 68”.

Con estas palabras, síntesis de una vida dedicada a luchar por liberar a Cuba de la dominación española, empieza a escribir Raúl Roa García la biografía de su abuelo. La idea de escribirla no había surgido recientemente, sino desde que, a los catorce años, leyó por primera vez A pie y descalzo, libro escrito por Ramón Roa donde narra las vicisitudes de la marcha desde Trinidad hasta Holguín después de su desembarco del buque El Salvador.

Pero la biografía tuvo que esperar. “Al incorporarme a la lucha revolucionaria contra la dictadura de Machado tuve que diferir la ejecución del empeño; mas, solo fue para convertírseme en obsesión”.

Años más tarde, en 1950, buscando en archivos y bibliotecas, logra reunir los escritos de su abuelo y los publica bajo el título Con la pluma y el machete. No fue hasta 1969 que “entre rollos diplomáticos y siembras de café” pudo disponer de algún tiempo para llevar al papel lo que tuvo en la mente durante largos años.

El libro es inclasificable, no responde a ningún patrón. Con palabras de Roa: “El libro es lo que es y salió como salió”. El personaje objeto de la biografía se diluye en ocasiones dentro del mare magnum de episodios y hombres del largo período de historia cubana que abarca el libro. Tiene que ser así puesto que no se puede juzgar y aislar a un hombre de la guerra, sin tener en cuenta la guerra misma, sin analizar minuciosamente todos los momentos.

Roa vindica a su abuelo que, como bien dice, es hombre de carne y hueso que ha cometido errores pero que también ha sido enjuiciado injustamente. Con motivo de su libro A pie y descalzo fue fuertemente atacado por Martí, quien lo acusa de propagar el miedo a la guerra. En relación a esto Ambrosio Fornet en su prólogo al libro escribe:

El culto a los héroes que recorre estas páginas es crítico, como ese a que alude Martí cuando aclaraba que “el culto a la Revolución sería insensato si no lo purgase el conocimiento de sus errores”. Aquí, el propio Martí es sorprendido cometiendo una injusticia personal en nombre de la guerra necesaria.

Resulta evidente que Martí utilizó la polémica con respecto al libro en nombre de la guerra necesaria. Roa lo explica de esta manera: “Aquella escaramuza dialéctica, acabaría, pues, por soldar los pinos nuevos y los pinos viejos en la obra común de liberar a la patria esclavizada. Esa es, precisamente su significación y su trascendencia. No importa ya, a los efectos del objetivo perseguido, y alcanzado, que para lograr la unidad revolucionaria se tomara como pretexto A pie y descalzo, hubiera tenido que dejar Ramón Roa jirones de su honra entre las dentelladas de la emigración y seguir a merced de póstumos detractores”.

Una carta escrita por Martí a su amigo Miguel Viondi, el 13 de octubre de 1879 desde Santander, reafirma la opinión de Raúl Roa: “No pudo serme –dice Martí a Viondi– menos desagradable la navegación. Del capitán, hombre entero y simpático; del sobrecargo Leandro Viniegra, generoso espíritu venido a este empleo después de recias tormentas en la vida, recibí incesantes y no comunes muestras de celosa consideración. Digo esto, porque me complace tener que agradecer. Por muy lisonjera para mí, no le envío la bella y entusiasta carta con que me dijo adiós en nuestro último día de mar el sobrecargo. Tres cubanos, Roa con su fidelísima memoria de cosas pasadas y su leal conducta para conmigo, un joven Ojea y Cárdenas, bueno y fiel, y Luis Más, un estimable y juicioso matancero, fueron mis únicos compañeros de viaje. En la cárcel, sin cesar los vi a mi lado. Hoy, al fin, luego de haber demorado su viaje en espera de resolución de Madrid sobre mí, se han ido los tres. Muy especialmente se ocuparon a bordo de evitarme impresiones penosas –que para mí no lo hubieran sido y no lo fueron– al llegar a tierra”.

El autor destaca el carácter internacionalista de las ideas de su abuelo, quien al llegar a los Estados Unidos se integra a la dirigencia de la Sociedad de Amigos de América, organización que se propone ayudar al pueblo dominicano. Luego se crea la Sociedad Republicana de Cuba y Puerto Rico en la que Roa participa también. Colabora estrechamente con el chileno Vicuña Mackenna en Nueva York y, por último, es secretario de Domingo Faustino Sarmiento, designado en Washington por el gobierno de Argentina para desempeñar el cargo de ministro plenipotenciario. Al ser electo Sarmiento presidente de Argentina, Roa lo acompaña a Buenos Aires donde permanece hasta que se entera del levantamiento de Carlos Manuel de Céspedes y sale para Estados Unidos para más tarde venir a Cuba en la expedición de El Salvador.

Y así, entrelazándolo con los hechos y las figuras del 68, aparece y desaparece un patriota, que fue prolífero poeta y mambí decidido junto a Agramonte, Sanguily y Gómez.

“La vida –escribe Fornet– no es un bloque de mármol. Desde el ángulo de sus aventuras y venturas, Ramón Roa ofrecía claramente un rostro épico. Hubiera sido fácil trazar una raya y decir hasta aquí: la biografía de ese personaje que a los dieciséis años fue al destierro y once años después cruzó la Trocha a pie y descalzo, que había asistido a Agramonte y cargado al machete en la vanguardia de Gómez y Julio Sanguily, bien podía escribirse como una epopeya. Pero estaban también las desventuras. Visto desde este ángulo, Ramón Roa ofrecía un rostro dramático. No participó en la guerra del 95. El hombre que a los veintiséis años se imponía a todos los obstáculos, a los cincuenta se sentía aplastado por ellos…”

A través de las páginas de este libro se nos presentan juicios muy justos de las figuras más destacadas de la guerra, tanto para denunciar su falta de condición de revolucionario como para reafirmarlas en su heroísmo.

La figura del general Vicente García se sitúa en el lugar que le corresponde, su actitud deja mucho que desear. Era un hombre valiente, capaz de hacer cualquier cosa, pero es sorprendido constantemente por Roa –quien lo llama “la lechuza de la revolución del 68” tratando de tomar posiciones políticas sin importarle mucho la salud de la guerra revolucionaria. De él dice Roa:

No es necesario reconstruir por sabidos y sobados, los acontecimiento del turbio proceso que desemboca en la sedición politiquera y, por tanto, contrarrevolucionaria de las Lagunas de Varona. Baste señalar que se entretejen con el conato de sublevación del comandante Juan Ignacio Castellanos y el coronel venezolano Cristóbal Acosta y con la deserción en masa, en el campamento de Calixto García, de la caballería de Las Tunas, encabezada por el teniente coronel Sacramento León. En ambas ocurrencias, anda de por medio el secretario de la guerra, general Vicente García.

Roa califica su actitud como “lugareñismo de palangana” y “desapoderado afán de mando”.

Refiriéndose a Maceo, Roa escribe:

Maceo es, sin duda, el jefe insurrecto de más puro instinto revolucionario de la gran década y , por eso, en la hora de las definiciones, fue el más firme, el más audaz, el más decidido, el más intransigente. No podría, sin negarse a sí mismo, admitir ni aceptar la capitulación del Zanjón, paréntesis amargo en una lucha sin tregua. Sin pararse a ponderar obstáculos ostensibles, ni darle entrada a doctas razones, ni atender a miramientos por obligado que se sintiera –dígalo si no Máximo Gómez– Maceo se opuso a toda transacción, a toda concesión, a toda debilidad. Y, empinándose sobre su tiempo y la derrota, que también se le encimaba ineluctablemente, proclamó la necesidad de seguir combatiendo “hasta la última gota de sangre del último patriota”. La disyuntiva “independencia o muerte” no era una metáfora ni un imperativo de conciencia para él: era ineludible elección de su naturaleza revolucionaria.

De la actitud de Vicente García frente a la protesta de Baraguá, leemos: “Vicente García, que habíase arrimado a la protesta de Baraguá como la sardina a su brasa, es el último jefe que capitula. Urgido de comunicarle a la metrópoli la pacificación total de la Isla, Martínez Campos accedió a sus impúdicas exigencias para deponer las armas: setenta mil pesos oro por una finca de 150 caballerías de tierra que poseía en la costa norte de Oriente”.

Además de los acontecimientos finales de la guerra del 68, donde Roa se extiende dando detalles sobre las actitudes de los hombres y de los pormenores de los hechos, nos parece muy interesante también el análisis que hace desde finales de la guerra del 95 hasta la República mediatizada, período en el que deja ver con extremada claridad los factores que van dando origen y fuerza al neocolonialismo en Cuba. Dejemos hablar a Roa, quien refiriéndose a la Enmienda Platt dice:

Su texto contiene un preámbulo y ocho artículos, y aún hoy, cuando ni para papel higiénico sirve por las ronchas que levanta, su lectura incita a la mentada de madre. Y, a propósito, estoy seguro que perdí el sobresaliente en el examen de derecho internacional por haberle censurado ríspidamente al profesor de la materia, Antonio Sánchez de Bustamante –lumbrera entonces del santoral machadista–, la apologética interpretación de la enmienda que hace en una clase.

El primer aparato ortopédico del neocolonialismo constituye una cínica violación de los derechos soberanos, nacionales e internacionales, del pueblo de Cuba y un escarnio indignante a sus sacrificios, abnegaciones y proezas durante treinta años de combate por la independencia. Engarfia nuestro destino a los intereses y conveniencias políticas, económicos, militares y diplomáticas del gobierno yanqui. Este se reserva, en forma tan insolente como taxativa, la potestad de intervenir, cada vez que le venga en ganas, en los asuntos internos de la Isla, de quitar y poner los gobernantes, de imponer, para su defensa estratégica, la venta o arrendamiento de “los terrenos necesarios para carboneras o estaciones navales en ciertos puntos determinados que se consideren con el presidente de los Estados Unidos” y obligar al futuro gobierno cubano a insertar estas condiciones en un tratado permanente.

Esta humillante y férrea camisa de fuerza constituía, como se ha dicho, el sustitutivo de la anexión y la garrocha del ulterior salto predatorio del imperialismo yanqui en el Mar Caribe y en el sur del continente. Corolario de la doctrina de Monroe, la Enmienda Platt le imprimiría fuerza internacional a este instrumento de hegemonía norteamericana en América.

El libro está lleno de datos importantes y de análisis muy valiosos. Es interesante la opinión del autor con respecto a la vanguardia revolucionaria que lleva al pueblo a la lucha armada tanto en el 68 como en el 95. El movimiento revolucionario en el 68 descansa sobre una vanguardia constituida en su mayoría por terratenientes ricos: “Pero serán precisamente desprendimientos de esta clase pudiente, ilustrada, conservadora e irresoluta –sus miembros más capaces, osados, progresistas, decididos y patriotas– los que, al abrazar y difundir los ideales e intereses de la nación, constituyen en las vísperas del 10 de octubre de 1868, el foco revolucionario de vanguardia que arrastrará a la lucha armada a los sojuzgados y desposeídos”. Roa resume esto en una sola frase: “se suicidan como clase y renacen como hombres”. Refiriéndose a la vanguardia de la guerra del 95 Roa escribe: “La vanguardia de la lucha de liberación que se avecina está compuesta básicamente por hombres oriundos de la cantera popular y se apoya en forma orgánica en la pequeña burguesía de la ciudad y del campo, en la clase obrera agrícola y urbana y en los campesinos desposeídos. Por sus raíces sociales es una guerra del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Su vanguardia personifica la conciencia de los intereses de la nación en una fase más alta de desarrollo del proceso revolucionario.

La clase burguesa en Cuba no tomó parte como tal en ninguna de las dos guerras contra España. En la del 68 todavía no existía como clase. “Su embrión –dice Roa– se malogra al rehuir los grandes hacendados azucareros criollos la alternativa de desarrollo capitalista planteada por los hechos e injertar los métodos de producción y las innovaciones tecnológicas creadas por la burguesía en el sistema de trabajo esclavista, con el consiguiente endurecimiento de las relaciones jurídicas en que se asentaba el régimen de tenencia de la tierra”.

En la segunda etapa revolucionaria ya la clase burguesa está en proceso de formación pero todavía es débil y tiene gran dependencia con los hacendados cubanos y los comerciantes españoles. “Políticamente se adscribe al partido Autonomista. Es contrarrevolucionaria y colonialista. Fue desde sus orígenes, una genuina burguesía antinacional”.

El libro nos da una visión clara de lo que verdaderamente fue la Historia de Cuba en el período que abarca desde 1844 hasta 1912, época en que le tocó vivir a Ramón Roa. En la obra encontramos todo lo que ha necesitado el autor por lograr el fin que se propone: vindicar a su abuelo, y situar a cada cual en el lugar que debe ocupar de acuerdo con su participación y su actitud en la lucha revolucionaria contra los intereses españoles. Por eso el libro va más allá de la biografía, de la historia. Se lee como una novela, una vez que nos metemos en él llegamos hasta el final. Raúl Roa es un hombre de la generación del 30 pero su libro refleja el espíritu de un hombre de nuestra generación.